Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 16-12-2011 12:49

El fantasma de Perón

Revisionismo. Cristina criticó al fundador del movimiento en su discurso de asunción. Dijo que no le simpatizaban las huelgas.

Si el nombre que eligieron para la asociación de ayuda mutua que han formado significara algo, los militantes de La Cámpora se prosternarían todos los días frente a un altar con un ícono del general Juan Domingo Perón y de su santificada segunda esposa, Evita, honrando así la memoria del legendariamente servil odontólogo de San Andrés de Giles, pero sucede que su actitud hacia el militar que echó a “los imberbes y estúpidos” de la Plaza de Mayo es, por decirlo de algún modo, un tanto ambigua. También lo es la de Cristina. Parecería que, lo mismo que su marido, la Presidenta desprecia el “pejotismo” tanto por motivos estéticos como por entender que le sería inútil confiar en la lealtad de un aglomerado de conversos seriales que siempre estarán dispuestos a seguir al cacique más votado de turno sin preocuparse en absoluto si su “relato” es revisionista, izquierdista, neoliberal, neofascista o cualquier otra variante ideológica concebible.

Aunque por razones que podrían calificarse de pragmáticas la Presidenta se afirma peronista, ya apenas disimula su voluntad de consignar el movimiento en que ha militado y del cual es la jefa formal al pasado por suponerlo anticuado, reemplazándolo por algo mucho mejor: el kirchnerismo o, si se prefiere, el cristinismo.

Que Cristina quisiera ver sepultado a Perón puede entenderse. Con la presunta excepción de Héctor Cámpora, todos los mandatarios nacionales, incluyendo a Perón mismo en sus días finales, entendían que el movimiento comprometido con un modelo socioeconómico corporativista, clientelista y congénitamente autoritario que fue ensamblado por una cofradía de golpistas filonazis cuando la Segunda Guerra Mundial estaba por terminar frenaba el desarrollo de la Argentina por ser esencialmente conservador. Y todos, de un modo u otro, procuraron ya reprimirlo o prohibirlo, ya desmantelarlo, canibalizarlo o, decían, modernizarlo, pero para su frustración sus esfuerzos en tal sentido no prosperaron.

Como un monstruo mítico, desde su nacimiento el peronismo sabe aprovechar los desastres que provoca para fortalecerse todavía más. A diferencia del franquismo y muchos movimientos latinoamericanos afines, se alimenta de sus propios fracasos. Por lo demás, el peronismo puede dividirse un momento para reagruparse poco después, como está haciendo ahora mismo al aceptar –transitoriamente– los “disidentes” el ascendiente de Cristina. Sabe ser a un tiempo oficialismo y oposición, garante y enemigo principal de la gobernabilidad. Puesto que derrotarlo parece imposible, todos, desde los trotskistas o maoístas en un extremo del espectro ideológico hasta los neoliberales ubicados en otro, han terminado pactando con quienes se proclamaban herederos del general. Esperaban dominar el peronismo; terminaron dominados.

En el fondo, el kirchnerismo es tan corporativista como las demás manifestaciones del peronismo.  Sale del mismo matriz y comparte el mismo ADN. Pero Cristina insiste en que no es “la presidenta de las corporaciones sino de los 40 millones de argentinos”. Para Ella, las grandes corporaciones son dos: los medios supuestamente alineados detrás del Grupo Clarín y la CGT, con la financiera en el papel del pequeño Satanás. Las tradicionales, la militar y la eclesiástica, ya no son “poderes fácticos” capaces de ocasionarle muchos dolores de cabeza.

A juzgar por lo que dijo al reasumir en una ceremonia sui generis, casi una fiesta familiar a la que asistió, la televisión mediante, medio país, Cristina no tardará en montar una ofensiva furibunda contra aquellos gremios que a su juicio abusan del derecho a huelga para extorsionar y chantajear, es decir, para defender sus “conquistas” de las que una es un grado envidiable de impunidad. Les informó que Perón, el viejo al que idolatran, se negó a institucionalizar el derecho a huelga en la Constitución de 1949 que hizo confeccionar. Para contestarle, los aludidos señalaron que sí hubo muchas huelgas cuando Perón estaba en el poder, pero lo que Cristina trataba de hacer era distinguir entre los paros que en su opinión son legítimos y los que, desde su punto de vista, no lo son.

La postura de Cristina ante “la rama sindical” del peronismo se asemeja mucho a la de otro presidente nominalmente peronista, Carlos Menem, que veinte años atrás la amenazó con lo que más teme: la libre agremiación. Es que el poder de la “corporación” descansa en buena medida en el esquema, inspirado en el notorio “Carta di Lavoro” del dictador italiano Benito Mussolini, que fue adoptado por Perón cuando, aquí por lo menos, el fascismo aún estaba en boga. ¿Se animará Cristina a ir tan lejos? Es poco probable. Por díscola que sea la CGT bajo el mando de Hugo Moyano, supondrá que constituye un dique de contención contra “la anarquía” que según los peronistas estallaría si un gobierno optara por abandonar el sistema corporativista vigente.

Menem también mantuvo en ascuas a los muchachos hurgando en las cajas de las obras sociales en busca de irregularidades que podría usar en su contra. Desde entonces poco ha cambiado. Los gordos de la CGT lograron sobrevivir a Menem y confían en que, siempre y cuando actúen con su habitual astucia, sobrevivirán a las embestidas de Cristina y los chicos de La Cámpora que, en esta oportunidad de forma pacífica, como corresponde en una época relativamente tranquila, han reanudado la lucha de sus ancestros espirituales “imberbes” contra la odiada burocracia sindical.  Veteranos de estas lides, los jefes sindicales creen poder darse el lujo de pensar en términos de décadas: sus cargos son por lo común vitalicios, mientras que hasta los gobiernos más longevos tienen fecha de vencimiento.

Todos los presidentes recientes han querido refundar el país, cambiarlo para siempre, liberarlo de un pasado plagado de frustraciones y fracasos, ser el primero de lo nuevo, no el último de lo viejo. A mediados de los años noventa, Menem creyó haberlo logrado, pero, luego del desplome de la convertibilidad, el orden tradicional no tardó en recomponerse. Romper con lo ya existente no es tan fácil como suelen suponer líderes políticos ambiciosos, sobre todo si ellos mismos forman parte de lo que se proponen desechar. No solo es cuestión del poder de “las corporaciones” sino también de la mentalidad de dirigentes –entre ellos Cristina– que hablan con fluidez de cambios, reformas y reestructuración pero que en realidad son reaccionarios, en el sentido recto de la palabra, ya que lo que quieren es reivindicar lo que llaman “lo nuestro” que se ve amenazado por fuerzas de origen ajeno.

Al igual que su marido, el “eternauta” Néstor Kirchner, Cristina aprendió su oficio en una provincia de cultura política feudal y durante años militó en lo que es, con toda seguridad, uno de los movimientos conservadores más exitosos del planeta, acaso el único en que jóvenes nostálgicos quisieran rebobinar la historia hasta mediados del siglo pasado, o cuando menos a los años setenta, para volver al paraíso perdido. Es amiga del nepotismo y no puede sino entender que el “modelo” que ha abrazado es intrínsecamente corrupto. Por lo demás, si no fuera Presidenta sería la primera en señalar que no hay nada “moderno” en el personalismo extremo que caracteriza al gobierno actual. Así las cosas, no es demasiado fácil tomar en serio sus pretensiones progresistas y sus acompañantes más fervorosos. Es factible, si bien no es muy probable, que logren derrotar a la vieja guardia cegetista, pero se trataría de triunfos meramente simbólicos, ya que no servirían para modificar un orden que es incompatible con la clase de sociedad que, a juzgar por lo que dice, Cristina quiere ayudar a construir.

Sea como fuere, la Presidenta eligió mal el momento para declararles la guerra a los sindicatos. La caja política rebosa de votos y de las ilusiones que han motivado, pero la situación económica no luce del todo prometedora. Por cierto, las noticias que llegan desde otras parte del resto del mundo son poco alentadoras: Europa corre peligro de hundirse en una depresión, Estados Unidos enfrenta años de estancamiento, Brasil puede estar por caer en recesión y, peor todavía, China va hacia un aterrizaje forzoso, para no hablar de los peligros apocalípticos planteados por aquel polvorín que es el Oriente Medio. Mientras tanto, fronteras adentro “el modelo” está en apuros: se acerca a su fin la larga fiesta kirchnerista y, como dijo alguien, la Presidenta ya ha comenzado a apagar las luces. A los gremialistas más combativos, sean integrantes de “la corporación” o independientes afiliados a alguno que otra facción de la izquierda anticapitalista, no les faltarán pretextos convincentes para armar un lío realmente fenomenal.

Acusarlos de “extorsión” y “chantaje” no servirá para mucho. A Moyano y sus adherentes les sería suficiente dejar hacer a los compañeros más revoltosos, recordándole al Gobierno así que no le convendría que se debilitara tanto “la columna vertebral” del PJ que no estaría en condiciones de desempeñar su papel tradicional que consiste en apoyar por los medios que fueran a los gobiernos peronistas y en ayudar, con una serie de paros generales, a expulsar de “la casa de Perón” a mandatarios de otro signo, de tal manera asegurando que ninguno logre completar su mandato.

* PERIODISTA y analista político,

ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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