Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 29-12-2011 17:26

Un sistema político muy enfermo

Cristinacéntricos. Con el diagnóstico de “carcinoma” se entiende por que todo el poder en una sola mano resulta un franco despropósito.

Además de ser presidenta de la República después de obtener los votos del 54% del electorado, Cristina es en efecto ministra de Economía, del Interior, de Asuntos Exteriores, de todo. Domina por completo el gobierno nacional. De ocurrírsele, podría emprender una aventura chavista u optar por una estrategia “liberal” parecida a la brasileña.  Para más señas, se ha rodeado de mediocridades, de personas que no podrían soñar con hacerle sombra que saben muy bien que les corresponde obedecer sin chistar sus órdenes. Es por lo tanto natural que la noticia de que está enferma y que tendrá que ausentarse del poder por varias semanas haya provocado un revuelo descomunal en buena parte del país.

Puede que aquel “carcinoma papilar tirodeo” (sí, todos nos hemos vuelto expertos instantáneos en tales temas, como antes tuvimos que familiarizarnos con cosas como el “neumotórax” de Fernando de la Rúa o las anormalidades de la arteria carótida de Carlos Menem, para no hablar de las muchas dolencias gástricas y cardíacas de Néstor Kirchner que terminaron fulminándolo) resulte ser relativamente benigno y que, como tantos esperamos, se recupere muy pronto.

Así y todo, aun cuando haya sido cuestión de una enfermedad pasajera que Cristina pronto logre superar y que, como tantas otras personas, consiga convivir por muchos años más después de librarse de un cáncer localizado, de ahora en adelante tendremos que acostumbrarnos al hecho ya innegable de que es forzoso tomar en cuenta la posibilidad de que la gestión de Cristina termine en cualquier momento. Para muchos, en especial para quienes militan en las filas del oficialismo, enfrentar dicha realidad no será fácil en absoluto.

Tampoco lo será para los demás. Desde difundirse los resultados de aquella “megaencuesta” que se celebró de agosto, el país entero gira en torno de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Es el sol del sistema político nacional, uno en que, por desgracia, escasean los planetas y abundan los asteroides. De tomarse en serio las encuestas y las afirmaciones de sus muchos admiradores, buena parte del país quiere rendirle pleitesía. Parecería que la mayoría confía en ella, depende anímicamente de ella. Por lo demás, Cristina cuenta con una corte de intelectuales orgánicos que se dedican a ponderar su sabiduría; es jefa de un movimiento que, como dirían los militantes, pretende cambiar el curso de la historia.

Al confirmarse hace poco la hegemonía, palabra ésta que se ha repetido mucho últimamente, de Cristina, los oficialistas, trátese de ministros u otros funcionarios encumbrados, de legisladores bisoños o de militantes de a pie que sólo buscan ganarse el pan a cambio de manifestaciones de lealtad, se deshacen por congraciarse con ella, por captar su atención, por, si tienen mucha suerte, ser favorecidos por una sonrisa presidencial.  Es lógico: saben que su propio destino no depende de sus eventuales méritos sino de su lealtad, de su devoción. Todos entienden que de no ser por el dedo consagratorio de la presidenta, una persona tan poderosa como Guillermo Moreno, el gran gerente de la economía nacional, tendría que conformarse manejando una ferretería suburbana.

Mientras tanto, las diversas facciones que conforman lo que queda de la oposición aún se sienten desconcertadas por la humillación que sufrieron en las elecciones de octubre que sirvieron para subrayar el veredicto lapidario de la encuesta de agosto. Aunque, gracias a la agresividad de un gobierno sin demasiados escrúpulos que estaba decidido a aprovechar al máximo el triunfo electoral, las fuerzas opositoras comenzaban a reagruparse para defender la libertad de expresión, el valor fundamental de la civilización moderna, no constituyen todavía una amenaza al predominio del cristinismo.

En algunos países –en todos los calificados de “desarrollados”–, el reemplazo por los motivos que fueran en la cúspide del poder de una persona por otra no plantearía un problema muy grave: todos lo lamentarían, algunos con sinceridad, pero se trataría de una eventualidad previsible. Al fin y al cabo, somos mortales. Pero la Argentina no es un país habituado a la estabilidad política. Antes bien, por mucho que procura convencerse de lo contrario, está acostumbrada a los cambios abruptos. Asimismo, aquí el presidencialismo, es decir, la voluntad colectiva de colmar de poder a una sola persona para que de tal modo los demás puedan lavarse las manos de responsabilidad por el futuro del conjunto, parece ser mucho más fuerte que en el resto del mundo occidental moderno. Mucho ha cambiado desde los días en que era “normal” que de vez en cuando las fuerzas armadas se encargaran del gobierno, desplazando  los “políticos civiles”, pero no se han modificado los instintos que hicieron aceptable la aberración así supuesta. De todas formas, últimamente, este fenómeno un tanto denigrante se ha manifestado de una manera que podría calificarse de grotesca: en las sesiones iniciales del Congreso renovado, los diputados y senadores oficialistas estaban tan decididos a ponerse al servicio de Cristina que fue como si procuraran emular a sus equivalentes en dictaduras como Cuba, China o Corea del Norte.

Es que hasta la noche del martes pasado, la Argentina era un país resueltamente Cristinacéntrico, uno que se negaba a dejarse preocupar por la precariedad evidente de la realidad política así supuesta. No quería preguntarse lo que sucedería si Ella no pudiera seguir su “proyecto” personal. La resistencia a pensar en tal eventualidad puede entenderse: en tal caso todo se transformaría y quienes dependen de la evolución de la política tendrían que adaptarse a circunstancias que por principio se habían negado a prever.

Para comenzar, de resultar Cristina incapaz de concluir el segundo mandato que apenas ha iniciado, sería necesario que otro se pusiera una vez más a reconstruir desde cero el poder político sin el cual ninguna sociedad pueda funcionar. Es lo que hizo Néstor Kirchner ea parir de mayo de 2003. Por depender tanto de una persona, el poder de Cristina no es fácilmente transferible, como sería el caso en una sociedad dotada de instituciones menos precarias que las argentinas. ¿Podría hacerlo el joven vicepresidente Amado Boudou, al que le corresponderá llenar el hueco dejado por Cristina por algunas semanas pero que, es forzoso reconocerlo, podría verse obligado a tratar de ocuparlo por mucho tiempo más?

La verdad es que pocos apostarían demasiado a su capacidad del rockero para sobrevivir en la jungla política nacional. ¿Y qué decir de los muchachos de La Cámpora, los que gracias exclusivamente al apoyo de Cristina han logrado apropiarse de un espacio tras otro, marginando, por un rato, a militantes peronistas aguerridos que por cierto no se han resignado a verse expulsado definitivamente de la gran familia política. En un lapso muy breve, se las han arreglado para granjearse una cantidad impresionante de enemigos; sin Cristina para ayudarlos, les costaría defender lo conquistado en las semanas últimas.

Mal que nos pese, es necesario pensar en lo que podría suceder si resulta que Cristina se vea constreñida a poner fin una carrera política que hasta ahora ha sido deslumbrante pero que, a causa del agotamiento del “modelo” económico que reivindicaba y el entusiasmo excesivo de sus simpatizantes pareció a punto de entrar en una fase declinante. Acaso no sea imprescindible la presidenta – nadie lo es – pero no cabe duda de que es irremplazable por depender de ella la supervivencia del sistema político que improvisó su marido. Mientras que en países de instituciones fuertes como Estados Unidos, hasta el asesinato del jefe supremo – como el presidente “carismático” John Fitzgerald Kennedy – en cierto modo fue previsto por los constitucionalistas de antaño, hombres conscientes de lo fugaz que es la vida humana,  de suerte que puede llenarse automáticamente el agujero dejado por la desaparición física de un mandatario, en la Argentina el sistema político se basa en el presupuesto nada realista de que el jefe, o jefa, de Estado continuará en su puesto hasta el día fijado por la Constitución de la Nación. Incluso pensar en la posibilidad de que, por los motivos que fueran, la presidenta no pueda hacerlo sería tomado por evidencia de deslealtad, cuando no de traición. Así, pues, cualquier anomalía puede dar pie a una crisis política apenas manejable.

En momentos de crisis, los anglohablantes suelen recordar los versos célebres del poeta irlandés W. B, Yeats “Todo se desmorona, el centro no puede mantenerse, se desata la anarquía  .. los mejores carecen de toda convicción, los peores están llenas de intensidad apasionada”. Pues bien: aquí el centro acabe de debilitarse – tal vez se recomponga pero sería un error criminal darlo por descontado -, los presuntamente mejores no saben qué pensar y abundan personajes poco confiables que obran con un grado alarmante de convicción en su propia rectitud. Aunque Yeats aludía a temas a su juicio un tanto más grandiosos que los planteados por los enrevesados problemas políticos argentinos, sus palabras deberían servir para recordarnos lo precario que siempre será un orden institucional basado en la primacía de una sola persona – en la “Cristina eterna” de la imaginación febril de una acolita –, ya que, de desmoronarse un centro tan inenarrablemente frágil, se verían perjudicadas muchas, tal vez muchísimas, personas.

* PERIODISTA y analista político,

ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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