Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 02-03-2012 14:10

La impotencia de Cristina

Schiavi. El secretario de Transporte favoreció a los Cirigliano, dueños de TBA, como antes lo hizo Ricardo Jaime. La Presidenta avaló.

La siempre precaria estabilidad del orden político nacional depende actualmente de las vicisitudes de la relación emotiva de Cristina con una parte sustancial de la ciudadanía. Mientras persista la convicción –o ilusión, da igual– de que en cierto modo la Presidenta está protagonizando una epopeya que beneficiará al país y que por lo tanto hay que apoyarla, aportando así al éxito de su gestión, no habrá cambios. Pero si por algún motivo el vínculo se rompe, lo construido en base a la popularidad de Cristina se vendrá abajo en un lapso muy breve.

Fue por este motivo que se esperaba con tanta impaciencia la reacción de la Presidenta ante el desastre ferroviario de Once en que murieron 51 personas y se hirieron otras 700. Cuando, por fin, “reapareció” en Rosario luego de pasar algunos días en El Calafate, ya le era tarde para reparar el daño ocasionado a su imagen –es decir, a su capital político–, por una ausencia que de acuerdo común fue demasiado larga.

Asimismo, por tener la Presidenta fama de ser una oradora notable, la arenga, a un tiempo vehemente y desprolija, que pronunció al celebrarse el bicentenario de la creación de la bandera nacional no estuvo a la altura de las expectativas. Por lo demás, casi ordenó a la Justicia completar “las pericias para determinar a los responsables directos o indirectos” del siniestro dentro de 15 días, lo que le mereció una réplica amonestadora por parte de voceros del juez federal Claudio Bonadío que le recordaron que “la pericia no es un hecho político”. Entonces, para agregar más confusión, el Gobierno dispuso la intervención de TBA por el mismo período sin esperar el resultado del peritaje. Por si acaso, circularán menos trenes.

Puede entenderse el desconcierto que sintió Cristina frente al siniestro que enlutó no solo a los familiares de los muertos y discapacitados de por vida sino también a millones de otros y que pareció reflejar con precisión cruel el estado actual del país. Entre las funciones de la Presidenta está la de compartir el dolor de los afectados por desastres naturales o por accidentes muy graves, pero parecería que le cuesta hacerlo. No visitó los hospitales, como suelen hacer en situaciones parecidas los jefes de Estado en otros países democráticos. Optó por limitarse a formular algunas palabras de circunstancia.

Pues bien: en diciembre del 2004, el en aquel entonces presidente Néstor Kirchner tardó dos semanas en aludir a la catástrofe atroz que mató a doscientos jóvenes en el boliche Cromañón: dijo que “jamás me verán haciendo escenas o tratando de capitalizar el dolor de los argentinos”. En Rosario, Cristina espetó: “No esperen de mí, jamás, las especulaciones para la foto y el discurso fácil. No tolero los que quieren aprovecharse de tanto dolor… con la muerte, no”. ¿Frialdad? ¿Cálculo? ¿Egocentrismo? Cristina misma no lo sabrá, pero no fue por motivos políticos que en Once tantos gritaban: “Cristina ¿dónde está?”

En cuanto a los demás integrantes del Gobierno, subordinados de la Presidenta como el secretario de Transporte Juan Pablo Schiavi, el jefe de Gabinete, Juan Manuel Abal Medina, y la ministra de Seguridad, Nilda Garré, se las arreglaron para brindar una impresión de indiferencia, cuando no de desprecio, hacia los demás. Parecería que les molestó mucho que la dura realidad del país irrumpiera nuevamente en el mundo del relato en que viven. Por instinto, han querido hacer creer que ellos también son víctimas, acaso las más perjudicadas de todas, como si fuera cuestión de una maniobra urdida por enemigos malignos. Concuerdan en que si el transporte público es un desastre no es por culpa de quienes están gobernando el país desde mediados del 2003 sino de las privatizaciones de los años noventa o tal vez de Eduardo Duhalde, ya que según Cristina el bonaerense dejó a su marido “un país colonizado”, obligándolo a “recuperar el Estado”.

Estamos en el noveno año de la era kirchnerista. Desde el 2003, el gasto público ha aumentado más que en cualquier otro país latinoamericano, de modo que sería de suponer que el Estado ya estaría plenamente “recuperado”. Huelga decir que no lo está. Sin embargo, el fracaso así supuesto tiene menos que ver con la falta de plata o las malas artes de los infinitamente astutos neoliberales que, según parece, se las han ingeniado para frustrar muchas medidas progresistas impulsadas por los gobiernos de Néstor y Cristina, que con el hecho patente de que ni ellos ni sus acompañantes hayan tenido la menor idea de lo que debería ser el Estado en el mundo actual.

Para los populistas, el Estado es un instrumento político, una fuente de botín, una rama del movimiento gobernante, algo que les permite repartir sinecuras entre militantes y clientes, que tiene muy poco en común con las instituciones del mismo nombre que se dan en América del Norte, Europa, el Japón u Oceanía. Cuando los progresistas locales hablan de las bondades del Estado y de la necesidad de que desempeñe un papel más vigoroso en la economía, regulando el sector privado para liberarnos de la tiranía del mercado, lo que tienen en mente es el Estado sueco o francés. Por desgracia, la versión argentina es radicalmente distinta de dichos modelos; la caracterizan todos los vicios del Estado en otros países, pero no comparte ninguna virtud.

Aunque el simulacro del Estado que existe en la Argentina no es responsable del manejo diario de los trenes, tarea que hace tiempo delegó a empresarios privados, sí lo es de controlar los servicios y de rescindir los contratos en caso de incumplimiento. ¿Es lo que hace? Claro que no. Por basarse el “modelo” populista en el capitalismo de los amigos, sería demasiado esperar que lograran mucho los encargados de asegurar que los contratistas respeten todas las reglas. Por ser “amigos”, los contratistas podrán solucionar los inconvenientes charlando con alguien en la secretaría correspondiente para que advierta a un inspector excesivamente riguroso sobre los riesgos que le supondría enojar al jefe o jefa hablando mal de uno de los suyos. En el mundillo promiscuo del poder, la eficiencia es lo de menos. Lo que cuenta es la lealtad.

Con todo, como quiera que el “modelo” está haciendo agua por todos lados, al ala política del kirchnerismo le ha llegado la hora de echar lastre. Ya ha tirado por la borda a la familia Eskenazi por no producir petróleo y gas en cantidades adecuadas con el resultado de que la Argentina tendrá que pagar miles de millones de dólares para comprarlos en el mercado internacional; se prevé que pronto la sigan los hermanos Cirigliano por no haber renovado las partes del sistema ferroviario que administran.

El Gobierno quiere convencer a la ciudadanía de que, no obstante las apariencias, ha hecho un esfuerzo hercúleo por mejorar los servicios públicos, descolonizando así al país, pero ya han transcurrido casi nueve años desde la llegada del libertador Néstor Kirchner sin que los ferrocarriles hayan experimentado ningún salto cualitativo. Por el contrario, el consenso es que los trenes están más mugrientos y más desvencijados que antes. También son más proclives a accidentarse, desgracia que integrantes del Gobierno como Schiavi atribuyen a la “costumbre argentina” de amontonarse en los primeros vagones para ahorrarse tiempo e insistir en viajar en días laborales cuando sería más seguro hacerlo en los feriados.

Demás está decir que las declaraciones en tal sentido han motivado indignación, aunque no tanto como la difundida por el ministerio de Garré en que se achacaba la muerte de un joven –la víctima representativa de la tragedia– a que se hallaba “en un lugar vedado a los pasajeros”. Contestó la madre del joven, Lucas, que “tratar de convertir a la víctima en culpable es un recurso vil, bajo, bastardo y canalla”. Sus palabras tuvieron un impacto mucho más fuerte en la opinión pública que las de Cristina o cualquier otro miembro del Gobierno porque desde aquel choque fatídico en Once es penosamente evidente que los voceros oficiales están más interesados en encontrar chivos expiatorios que en asumir su propia cuota de responsabilidad por la condición lamentable de virtualmente todo lo relacionado con el sector público, con la eventual excepción de sus iniciativas propagandísticas.

La situación en que se encuentra el Gobierno no es del todo fácil. Además de los errores de comunicación que no pueden sino preocupar mucho a quienes rinden culto a la teoría del relato, le es forzoso asegurar que los servicios públicos sean por lo menos aceptables pero es reacio a obligar, sintonía fina mediante, a los usuarios a pagar mucho más por el boleto. Tarde o temprano tendrá que hacerlo: están por agotarse los fondos que necesitan para costear los subsidios multimillonarios que reciben los empresarios. Por lo demás, aunque la reestatización de los servicios ferroviarios, como la de la petrolera YPF, sería aplaudida por los enemigos de lo privado, cuando no del capitalismo como tal, no existen motivos para creer que el Estado kirchnerista resultara ser más eficaz, o más responsable, que los hombres del grupo Cirigliano. Por el contrario, a juzgar por lo ocurrido con Aerolíneas Argentinas, otra empresa que fue “descolonizada” por el gobierno nacional y popular, podría ser todavía peor.

PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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