Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 16-03-2012 11:59

Para que todo siga igual

Lazos de familia. Aunque no hay un vínculo genético entre menemistas y kirchneristas, ambos comparten códigos políticos.

Ya se sabe, los malditos medios gorilas están llenos de “discípulos del tristemente recordado Joseph Goebbels, diputado y periodista de los nazis”. Pudo haberlo dicho Cristina la semana pasada cuando embestía una vez más contra comentaristas malévolos que se niegan a aplaudirla con el entusiasmo debido, pero se trata de una de las muchas declaraciones en tal sentido que formuló hace tres lustros Carlos Menem, mandatario cuya actitud frente a los medios, empezando con Clarín, que se animaban a criticarlo era idéntica a la de la Presidenta actual y, claro está, de su marido que, por cierto, nunca se destacó por su amplitud de miras. No sorprendería en absoluto, pues, que para descalificar a quienes se permiten criticar su gestión, Cristina los tildara de forajidos, facinerosos, delincuentes, terroristas y hasta genocidas, epítetos estos favorecidos por Menem cuando se refería a la maldad periodística.

Parecería que, por su condición de militantes de un movimiento que fue fundado por un filonazi notorio, a los líderes peronistas les resulta irresistible aprovechar cualquier pretexto, por arbitrario que fuera, para acusar a sus adversarios de comulgar con el hitlerismo. La semana pasada, Cristina vilipendió a Osvaldo Pepe de Clarín por haber aludido a “un gen” montonero, juego de palabras inocente que le “pareció muy nazi”, y a Carlos Pagni de La Nación, por señalar que un funcionario de su gobierno (Axel Kicillof, según el diario, un mohicano marxista, aunque se afirma keynesiano) es bisnieto de “un rabino legendario”, alusión en que, por motivos difícilmente comprensibles, la Presidenta y la DAIA detectaron “cierto tufillo antisemita”.

Si bien a nadie, ni siquiera a un nazi, se le ocurriría plantear la posibilidad de que Cristina y Menem compartan la misma herencia genética, no cabe duda de que forman parte de la misma familia cultural, la misma tribu política, razón por la cual tienen muchos rasgos en común. Los dos son autoritarios pragmáticos, nómadas ideológicos que saben adaptar sus puntos de vista a las circunstancias imperantes; pueden hacerlo con facilidad pasmosa porque, felizmente para ellos, el peronismo es “un sentimiento” y por lo tanto infinitamente flexible.

De haber llegado los Kirchner al poder luego del estallido hiperinflacionario que puso fin a los sueños de un “tercer movimiento histórico” motorizado por el carisma, por un rato todopoderoso, de Raúl Alfonsín, hubieran sido neoliberales a ultranza resueltos a liberar a la Argentina del yugo estatista: en una oportunidad, Néstor Kirchner calificó a Menem del “mejor presidente de la historia” nacional. Por lo demás, le encantaba la convertibilidad y, respaldado por Cristina, colaboró vigorosamente con la privatización de YPF, en aquel entonces acaso la única petrolera del planeta que se las ingeniaba para perder dinero. Asimismo, de haberle tocado a Menem iniciar su gestión en el 2003, con toda probabilidad se hubiera lanzado a la aventura populista, cuando no bolivariana, que para alarma de muchos tuvo en mente antes de hacerse cargo de un “país en llamas”.

Sea como fuere, en los primeros meses de su gestión, Néstor Kirchner trató desesperadamente de diferenciarse de su ex ídolo, satanizándolo, acusándolo de haber arruinado el país al venderlo a la maligna secta neoliberal y mediante gestos obscenos dando a entender que en su opinión era un ser miserable. Sin embargo, andando el tiempo los kirchneristas llegaron a la conclusión de que les convendría reconciliarse con el símbolo del mal absoluto, mientras que Menem, como buen peronista, los perdonó por haberlo agraviado con tanta truculencia, transformándose en un legislador oficialista más. Aunque con frecuencia la Presidenta y otros voceros gubernamentales procuran convencernos de que todos los problemas del país tienen su origen en el “neoliberalismo de la década de los noventa”, Menem no se da por aludido.

Además de insistir en que el “modelo” económico es radicalmente distinto del menemista, los relatores kirchneristas hacen hincapié en las supuestas diferencias de estilo. El de Menem, dicen, era frívolo, farandulero, típico de un nuevo rico pueblerino que, para diversión de los demás, se afirmaba lector de Sócrates, mientras que Cristina es una progresista docta que prefiere las disquisiciones sociológicas y filosóficas. Sin embargo, últimamente las diferencias de estilo no han sido tan evidentes. Gracias a la irrupción del rockero desinhibido Amado Boudou, el elenco gobernante cuenta con un protagonista –uno, para más señas, de trayectoria neoliberal–, que no hubiera desentonado en el entorno del riojano festivo.

Por una cuestión de orgullo, subordinarse a Cristina habrá sido un tanto desagradable para Menem, pero así y todo se trata de algo a lo que están acostumbrados los miembros de la numerosa familia peronista que opera como una gran asociación de ayuda mutua en que nadie toma demasiado en serio ni las eventuales discrepancias doctrinarias ni los intercambios de lindezas. No pueden hacerlo, ya que hay peronistas de todas las variantes ideológicas concebibles: nazis, marxistas, estalinistas, trotskistas, católicos furibundos, liberales, conservadores y centristas. Si a los peronistas les importaran los principios férreos que reivindican, el movimiento estallaría en mil pedazos. Fue de prever, pues, que el gobierno kirchnerista daría trabajo adecuadamente remunerado a una multitud de personajes que antes trabajaban para Eduardo Duhalde, Menem, Alfonsín y, aunque el tiempo se ha encargado de depurar sus filas, la dictadura militar.

Es que los kirchneristas, lo mismo que los menemistas de los noventa, entienden muy bien lo que aconsejaba el novelista siciliano Giuseppe Tomasi de Lampedusa en El Gatopardo, que “para que todo siga como está, es necesario que todo cambie”, o sea, que la gente se sentirá conforme con el desempeño de la clase gobernante mayormente peronista si supone que el país está en medio de una transformación épica, una revolución irrefrenable, que beneficiará virtualmente todo.

Merced a la plasticidad extraordinaria que siempre lo ha caracterizado, el peronismo es capaz de alimentarse de los desastres periódicos que provoca y que serían más que suficientes como para destruir por completo un movimiento más rígido. Cuando se da la sensación de que el “proyecto” de turno corre peligro de agotarse, grupos cada vez mayores de compañeros migran hacia lugares ideológicos más hospitalarios con el propósito de erigirse en la única “alternativa” viable. Encabezados por Menem, sentaron sus reales en una zona antes ocupada por los escasos seguidores de Álvaro Alsogaray: una década más tarde, acompañaron a Néstor Kirchner para regresar al territorio en que se habla un dialecto progresista. En el 2009, al caer el país en recesión, algunos peronistas optaron por prepararse para el cambio que creían inminente afirmándose “disidentes”. Al reanudarse el crecimiento y darse cuenta de su error, muchos, entre ellos el mismísimo Menem, volvieron al redil. De resultar demasiado dolorosa la sintonía fina, buena parte del peronismo se alzará en rebelión contra Cristina, abandonándola a su suerte como hizo antes con Menem. Cuando de salvar el pellejo propio se trata, los peronistas no vacilan en sacrificar a sus jefes.

Aunque los kirchneristas se han esforzado por hacer pensar que su “proyecto” es la antítesis del menemista, en el fondo las diferencias son anecdóticas. Al instalarse en la Casa Rosada y Olivos, tanto Menem como el matrimonio Kirchner llenaron el gobierno nacional de parientes, amigos y comprovincianos, para entonces remodelar la Corte Suprema y ponerse a “construir poder” con métodos clientelistas. Como suele suceder cuando las relaciones personales –“la lealtad”– pesan más que la idoneidad o la capacidad administrativa, ambos gobiernos resultaron ser muy pero muy corruptos. En su momento, el de Menem se anotó varios récords en la materia, pero parecería que el kirchnerista los ha superado para merecer el honor de ser considerado el gobierno más corrupto de la historia nacional.

Mientras la economía pareció andar viento en popa, el riojano pudo mofarse de las denuncias en su contra, ya que al electorado no le importaban, pero una recesión exasperante lo privó de la impunidad que durante tanto tiempo lo habían protegido. ¿Es lo que le sucederá a Cristina? Su destino dependerá de la evolución de la economía: tal y como están las cosas, tiene motivos para preocuparse.

En lo que sería la fase final de su largo reinado, Menem, con el apoyo de sus partidarios, intentó prolongarlo más allá de la fecha fijada por la Constitución. Desgraciadamente para él, pero felizmente para el país, la fantasía de un “Menem eterno” no pudo concretarse, ya que era evidente que su “proyecto” tenía los días contados. Puede que Menem realmente se haya creído imprescindible, pero también sabía que, luego de haber gobernado tanto tiempo de manera discrecional, de verse expulsado al llano tendría que rendir cuentas por lo hecho en el poder, eventualidad que, como es natural, quería mantener a raya. A esta altura, Cristina y sus acompañantes entenderán muy bien lo que pasaba por la mente del riojano al acercarse el fin formal de su gestión, de ahí la campaña re-reelectoral que pronto se pondrá en marcha.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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