Aquello del relato se le fue haciendo una obsesión desde botija, allá en Cardona, el pueblito rural uruguayo donde reinaba el trigo, a veces se ponían bravas las abejas y a él le tocó en suerte llegar al mundo.
Empezó a convencerse de que tal vez hubiera nacido de veras para eso cuando, calzando indeseables pantalones cortos, lo proclamaron ganador en un concurso de speakers organizado por la vieja propaladora local.
Algunos preferirán no creerlo, pero todo fue gracias a una encendida proclama contra el
comunismo que logró improvisar sin baches, bien apuntalado por las cotidianas influencias nacionalistas y católicas tanto de sus abuelos varones (ambos caudillos del Partido Blanco) como de su madre, una humilde enfermera cuyas inyecciones pinchaban menos que su militante perseverancia en catequizar pacientes.
El oriental Víctor Hugo Morales se consagró para siempre como el mejor relator de la Argentina el día en que su sello del “ta, ta, ta” pasó a ser una frivolidad insignificante frente al “cóctel explosivo” que “por Malvinas y otras cosas” desató en su interior el gol de Diego Armando Maradona a los ingleses en México '86. Recién entonces descubrió que, al calor de un relato, uno puede “desnudarse” y hasta llegar a “sentir lo que es la emoción violenta de los asesinos”. Es decir, el instante del “fogonazo en la cabeza”.
Para Víctor Hugo, el relato será toda la diversión que quieran, sí, pero también es arte. Arte menor, concede. Pero arte al fin. Y popular. Y para todos.
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por Edi Zunino*
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