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OPINIóN | 23-03-2012 12:09

Los trucos de la memoria

Han transcurrido 36 años desde que, para alivio de buena parte de la población del país, las fuerzas armadas pusieron fin al gobierno grotesco, a la vez débil, penosamente ineficaz y cruel, de la presidenta Isabelita Perón. Para la mayoría de los argentinos (y argentinas), tanto el golpe como el llamado Proceso militar que lo siguió y que duró hasta diciembre de 1983, fueron acontecimientos remotos –la edad promedio es de aproximadamente 30 años– pero una minoría influyente se niega a permitirles alejarse en el tiempo.

La presidenta Cristina Fernández de Kirchner y sus aliados “estratégicos” de agrupaciones conformadas por familiares de los desaparecidos, además de veteranos de las organizaciones terroristas, sus descendientes y quienes quieren participar emotivamente en “la lucha” de un período que, mal que les pese a los nostálgicos, ya se ha ido, no quieren que el país lo deje atrás. En el caso de algunos, el motivo es personal: el golpe del 24 de marzo de 1976 los marcó para siempre; en el de muchos otros, es político: entienden que, manipulada con astucia, “la memoria” puede serles muy útil.

En Europa, a 36 años del estallido de la Segunda Guerra Mundial, una catástrofe un tanto mayor que la supuesta aquí por el Proceso militar, “la memoria” no ocupaba un lugar demasiado grande en la agenda política de los países democráticos. Ya tenían otras prioridades. Si bien continuaban produciéndose juicios a criminales de guerra notorios, había un consenso de que sería mejor dedicarse a curar las heridas y minimizar la importancia de las diferencias que una generación antes habían provocado lo que aún es el conflicto más mortífero de la historia de nuestro género. En cambio, en la mitad oriental del Viejo Continente, la regida por totalitarios comunistas, los gobiernos, sobre todo el de la “zona soviética” de la Alemania dividida, sí se aferraban al pasado por entender que servía para legitimarlos. Aunque el “peligro nazi” apenas existía y, de todos modos, ellos mismos tenían mucho más en común con los nazis que sus adversarios democráticos, se esforzaban por convencer a sus compatriotas de que la guerra contra el mal nazifascista, supuestamente encarnado por los relativamente inocuos gobernantes occidentales, distaba de haber terminado, que era necesario no bajar la guardia nunca porque el enemigo estaba al acecho.

Hasta mayo del 2003, la clase dirigente argentina pareció decidida a enfrentar el pasado como había hecho, en circunstancias incomparablemente más terribles, sus equivalentes de Europa occidental. Intentaba aislarlo anímicamente, sin olvidarlo por completo pero así y todo tratándolo como una etapa ya concluida. A partir de la llegada al poder de los Kirchner, empero, la política oficial se ha asemejado bastante a la de la Europa oriental comunista. Néstor Kirchner y, con más empeño todavía, Cristina, optaron por reanudar la guerra propagandística contra los que tuvieron algo que ver con el Proceso o que, en su opinión por lo menos, estaban vinculados de alguna que otra manera con corrientes que en su momento habían apoyado al régimen militar.

No les resultó fácil: puesto que muy pocos soñaban con reivindicar el Proceso en público, tuvieron que distorsionar la realidad para incorporar a las huestes del mal a personajes siniestros como aquellos chacareros “oligárquicos”, los “generales mediáticos” liderados por el CEO de Clarín, el ex amigo Héctor Magnetto, y otros productos de la febril imaginación oficialista. También tuvieron que amnistiar a algunos funcionarios de su propio gobierno. Con todo, a juzgar por sus afirmaciones recientes, parecería que Cristina, lo mismo que los jerarcas comunistas del este europeo, da por descontado que quienes se atreven a criticarla son forzosamente “nazis”.

La voluntad de los Kirchner de hacer de las atrocidades perpetradas por el régimen castrense una fuente de legitimidad, erigiéndose en paladines de los derechos humanos, motivó cierta sorpresa entre quienes conocían su trayectoria, ya que nunca habían manifestado el más mínimo interés por el tema. Tal vez no fueran “amigos del Proceso”, pero tampoco eran enemigos declarados. Al igual que la mayoría abrumadora de los integrantes de la clase política nacional, la acompañaron pasivamente durante los primeros años para entonces oponérsele cuando ya se batía en retirada.

Tal actitud puede entenderse. No se trataba solo del miedo muy lógico de verse acusados de subversión, un crimen capital en la fase inicial de la dictadura, sino del desconcierto –el que con toda seguridad compartía la pareja de abogados jóvenes que se abría camino en Río Gallegos aprovechando en beneficio propio las penurias económicas ajenas–, que se había apoderado de las elites nacionales debido al fracaso terrible de un gobierno popular que, pocos años antes, había disfrutado del apoyo del 62 por ciento del electorado.

¿Y los derechos humanos? En aquellos días se trataba de una preocupación minoritaria; tanto para los comprometidos con el Proceso como para el grueso de los peronistas, el secuestro, tortura o muerte de uno de los suyos era un crimen de lesa humanidad imperdonable, mientras que el destino similar de un enemigo podría justificarse aludiendo a razones ideológicas. Puede que el país haya evolucionado desde entonces, que la mayoría abrumadora de los políticos e intelectuales haya aprendido que ciertas metodologías, por llamarlas así, son intrínsecamente malas y que las ideas de quienes las aplican no sean atenuantes, pero también es posible que sigan imperando las pautas tradicionales. Es de esperar que nunca tengamos una oportunidad para averiguar la respuesta a este interrogante fundamental.

Luego de que una sociedad sufre un desastre colectivo, con escasas excepciones sus integrantes reaccionan adaptando sus recuerdos a las nuevas circunstancias. Para políticos e intelectuales que están acostumbrados a dejar constancia de sus opiniones, hacerlo puede plantear problemas engorrosos. Los ayuda el hecho de que tantos otros tengan algo que preferirían borrar de sus currículos que pocos se arriesgarían a tirar la primera piedra –de ahí la desaprobación generalizada a “la política del prontuario”–, pero por su naturaleza los pactos tácitos de este tipo son precarios. Con cierta frecuencia, aparecen memoriosos que se resisten a respetarlos, de ahí aquella foto antológica de Néstor Kirchner en la compañía de militares presuntamente truculentos, las referencias a su homenaje sentido al mejor presidente de la historia, Carlos Menem, y a su apoyo entusiasta a la privatización de YPF. De consultarse los archivos, se encontraría que durante los primeros años del Proceso una proporción sorprendente de los políticos nacionales aceptaba que, bien que mal, para la Argentina de la segunda mitad de la década de los 70 no hubo más alternativa que la de resignarse a un período de disciplina castrense.

A diferencia de los presidentes Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde, pero no de Raúl Alfonsín, los Kirchner han gobernado en contra del Proceso, como si a su entender se hubiera prolongado hasta mayo del 2003, impulsando bajo distintos pretextos una multitud de juicios contra los acusados de cometer crímenes aberrantes y distinguiendo entre los atribuidos al Estado, o sea, a los militares y sus auxiliares policiales o civiles, por un lado y los del sector privado, es decir, de las organizaciones terroristas, por el otro. ¿Ha servido el espectáculo así brindado a aleccionar a la población sobre lo peligroso que es dar demasiado poder a una minoría de ideas políticas contundentes? Puede que no. ¿Ha ayudado a hacer más comprensible lo que sucedió para que la clase dirigente de la Argentina, un país civilizado, se borrara, dejando que una camarilla militar la tomara bajo su tutela para entonces procurar solucionar manu militari sus muchos problemas? Por desgracia, no existen motivos para creerlo. Antes bien, ha demorado la revisión necesaria para que “el relato” se acerque más a la verdad.

Aun es temprano para que el país salde cuentas con el Proceso. No podrá hacerlo hasta que escaseen los decididos a aprovecharlo para denigrar a sus adversarios y exaltar su propia militancia a favor del bien, fuera esta auténtica o, como suele ser el caso, ficticia. Andando el tiempo serán cada vez menos los ex comandantes, coroneles y otros que puedan ser enjuiciados y encarcelados por lo que hicieron cuando se suponían impunes, pero por justificados que sean los castigos que reciban, condenarlos es una forma de exculpar a los demás. Al fin y al cabo, para que el Proceso se consolidara, tuvieron que colaborar, por comisión o por omisión, decenas, acaso centenares de miles de personas que se creían totalmente inocentes: políticos que se negaron a asumir sus responsabilidades, jueces politizados o intimidados de mentalidad similar, intelectuales que glorificaban la violencia, votantes que anteponían la lealtad hacia un caudillo anciano acompañado por una bailarina a una dosis mínima de sentido común, y muchos más. El Proceso militar fue una obra colectiva, la culminación monstruosa pero en cierto modo previsible de un conjunto de tendencias que debieron haber motivado alarma años antes, pero que solo ocasionaron inquietud cuando ya era demasiado tarde.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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