Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 30-03-2012 12:37

Las islas de la fantasía

Malvinizada. La Presidenta apuesta al discurso patriotero para sacar rédito del conflicto diplomático con Gran Bretaña.

La Argentina se destaca por el gran número de ciudades que llevan el nombre de alguno que otro general, con el rango del militar rigurosamente incluido, y por la importancia que se da a las fechas, de ahí la profusión de localidades, calles y avenidas –la “9 de julio”, etcétera– así designadas. Como no pudo ser de otra manera, el 2 de abril tiene un lugar privilegiado entre tales efemérides. Al acercarse el trigésimo aniversario del desembarco de fuerzas militares argentinas en las islas Malvinas, donde les esperaba la derrota que pondría fin no solo al Proceso sino también al protagonismo castrense en la vida nacional, Cristina, sus colaboradores y una multitud de otros se preparaban para conmemorarlo con la pompa a su juicio indicada, reanudando una ofensiva diplomática y hasta comercial contra el Reino Unido, país que ha reemplazado al FMI como la encarnación del mal. Confiaban en que la malvinización del discurso oficial serviría para que todos, monolíticamente unidos, cerraran filas detrás de Cristina, ya que, suponen, la pasión por las islas irredentas es un aglutinante infalible, acaso el único capaz de garantizar la unanimidad.

¿Lo es? Para sorpresa de los resignados a escuchar otra serie de arengas atiborradas de palabras como “indiscutible”, “irrefutable”, “incuestionable”, y sus muchos sinónimos, además de alusiones a la voracidad colonialista de los imperialistas anglosajones, y la indignación patriótica de los emotivamente comprometidos con la presunta causa nacional por antonomasia, un grupo de intelectuales optó por discrepar con el relato hasta entonces consensuado. El historiador Luis Alberto Romero, los ensayistas Juan José Sebrelli, Beatriz Sarlo, Fernando Iglesias, Santiago Kovadloff, Pepe Eliachev y muchos otros protestaron contra el desprecio arrogante de Cristina y compañía por los deseos de los isleños so pretexto de que solo se trata de una población “implantada”, a diferencia de los habitantes de la Argentina que, huelga decirlo, son tan autóctonos como el ombú y el guanaco.

Los planteos oficiales en tal sentido, repetidos ad náuseam por funcionarios oficialistas y otros representantes de la clase dirigente nacional, son claramente absurdos: si el haberse “implantado” hace casi dos siglos no confiere ciertos derechos, los argentinos de origen europeo deberían replegarse al territorio ocupado por sus antecesores en tiempos de Rosas. Asimismo, una mirada a un mapa del mundo mostraría que los argumentos basados en la proximidad geográfica carecen de sentido: de tomarlos en serio los yanquis no tardarían en agregar Cuba a sus dominios.

De todos modos, el que intelectuales respetables se hayan rebelado contra la ortodoxia imperante es de por sí muy positivo. La unidad monolítica que tantos parecen valorar es intrínsecamente totalitaria, una aspiración retrógrada propia de personas de instintos nada democráticos que temen al pluralismo y por lo tanto rehúyen los debates. Fue de prever, pues, que enseguida los disidentes se vieran transformados en blancos de una andanada tras otra de insultos –cipayos, piratas, traidores, imperialistas– proferidos por políticos resueltos a impresionarnos con su fervor patriotero. Cuando es cuestión de las Malvinas, pocos se conforman con tratarlas como una mera ocasión de los brindis patrióticos que desdeñaba Borges. Muchos se sienten obligados a entregarse a un frenesí chauvinista que, en términos prácticos, es contraproducente, ya que hace todavía menos improbable un acuerdo mutuamente satisfactorio del diferendo.

Pero, es apenas necesario decirlo, escasean los malvineros profesionales que estén interesados en una solución negociada, en el caso de que a esta altura una sea factible. Tampoco les interesa mucho las islas que efectivamente existen; su significado es simbólico. De haber integrado el país desde siempre, en la actualidad las habitarían a lo sumo un puñado de meteorólogos y, quizás, algunos pescadores de ascendencia escocesa, ya que, a pesar de sus imponentes dimensiones territoriales, la Argentina es un país llamativamente urbanizado.

Lo que quieren los malvineros, encabezados por Cristina, es participar, aunque solo fuera en su propia imaginación, de un conflicto que les parece épico, de una batalla heroica contra el imperialismo, el colonialismo, el mundo tal y como es. Hace treinta años, algunos se las ingeniaron para ver en el conflicto una confrontación entre lo latino y lo sajón, el sur y el norte, el catolicismo y el protestantismo. Por fortuna, en la actualidad las antinomias así supuestas no suelen figurar en la retórica de los cruzados, si bien en los días próximos no faltarán los tentados a resucitarlas.

Los disidentes que insisten en que es necesario tratar a los isleños como personas, en vez de relegarlos al status de “implantados” –equivalente malvinero de “subversivo”, y por tanto descartable–, aún constituyen una minoría pequeña, pero no extrañaría que su punto de vista resultara ser contagioso. Merced a ellos, ya se ha intensificado el interés en lo que piensan los habitantes de las islas y en las razones por las que no les gusta para nada la idea de ser argentinos. Asimismo, son cada vez más los conscientes de que la Argentina tiene un sinfín de problemas que son mucho más graves que el planteado por las Malvinas y que dejarse agitar por dicho asunto es una buena forma de distraer la atención de ellos.

Huelga decir que los problemas más urgentes del país no tienen nada que ver con la falta de tierra económicamente aprovechable: la eventual incorporación de las Malvinas no cambiaría nada. Tampoco tienen que ver con el petróleo que, según parece, podría encontrarse en cantidades significantes en las proximidades de las islas: de darse el trabajo de buscarlo en Patagonia y en las aguas cercanas a la costa, se descubriría que la Argentina ya posee mucho más. Si de cuando en cuando los militantes de la causa se refieren a factores económicos, es solo por querer dar una pátina de realismo a algo que de otro modo resultaría incomprensible en una época signada por la hegemonía de lo material como la que nos ha tocado.

Romero, que se ha erigido en el líder intelectual de quienes critican la postura todavía mayoritaria, ubica el conflicto en el contexto del “nacionalismo territorial”, de la noción de que abandonar un solo milímetro cuadrado de tierra reclamada –un islote en el canal del Beagle, digamos, o un pedacito de los hielos continentales–, sería intolerable porque equivaldría a consentir la mutilación de la patria. Está en lo cierto. Mientras que en Europa los nacionalistas han basado su prédica en las hipotéticas diferencias étnicas o, lo que es menos especulativo, lingüísticas, por motivos evidentes en América sus correligionarios no han podido emularlos.

En los Estados Unidos, los nacionalistas reivindican el proyecto insinuado por una constitución que se inspiró en los ideales de la Ilustración europea. En la Argentina, sacralizaron el territorio, pero últimamente han surgido señales de que “la argentinidad”, esta esencia misteriosa y difícilmente asible que durante tanto tiempo han buscado los nacionalistas, está cambiando de forma. La diáspora argentina, el crecimiento de comunidades en distintas partes del mundo –España, Italia, los Estados Unidos y hasta el Reino Unido– que a pesar de vivir a miles de kilómetros se sienten estrechamente vinculados con el país, ha modificado muchas actitudes. En un período de migraciones multitudinarias, la política de “la identidad”, de la reivindicación de rasgos considerados propios de pueblos determinados que no dependen de su lugar de residencia, propende a imponerse, de suerte que es lógico que el “nacionalismo territorial” haya comenzado a ceder ante conceptos que son más difusos pero que así y todo son mucho más profundos.

Asimismo, gracias en buena medida al desarrollo de las comunicaciones, la empatía, la capacidad para ponerse en el lugar del otro, ha crecido en importancia. Treinta años atrás “los kelpers” eran gente radicalmente ajena, cuyos sentimientos, si los tenían, solo debían preocupar a los colonialistas británicos responsables de trasladarlos a una parte ilegítima de su imperio mal habido. Si bien algunos, en especial políticos peronistas y radicales de actitudes tradicionales, acompañados por ciertos izquierdistas de mentalidad totalitaria, siguen tratando a los isleños como si fueran siervos, otros se han dado cuenta de que son personas genuinas, con nombres, apellidos, opiniones e historias particulares que merecen tanto respeto como el que más. En 1982, en boca hasta de progresistas bien intencionados la palabra “kelper” llegó a significar un sujeto pobretón, sin derechos, víctima a su manera de la maldad colonialista, lo que era una caricatura de la verdad pero que servía para tranquilizar las conciencias de quienes en otras circunstancias se hubieran opuesto a la aventura militar por motivos humanitarios.

Aunque “kelper” no ha perdido todas sus connotaciones despectivas, son cada vez más los que entienden que en realidad los isleños disfrutan de más derechos concretos que la mayoría abrumadora de los argentinos y que, para persuadirlos a permitir que andando el tiempo la soberanía sobre las Malvinas sea cambiada o, al menos compartida, sería necesario mejorar antes mucho en el país de sus compatriotas eventuales.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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