Thursday 18 de April, 2024

OPINIóN | 04-05-2012 12:28

Tambalea el plan europeo

Sarkozy. Las elecciones en las que el presidente francés pone en juego su poder marcan el auge de la derecha xenófoba encarnada en Marine Le Pen.

Un espectro ronda por Europa, el espectro del regreso de los años treinta del siglo pasado cuando las calles de las ciudades del Viejo Continente retumbaban bajo las botas de fascistas sanguinarios. La responsable de reavivar esta pesadilla estremecedora, que nunca desapareció por completo, es una rubia cuarentona, Marine Le Pen, que hace casi dos semanas obtuvo más de seis millones de votos en la primera ronda de las elecciones presidenciales franceses. Dicen los horrorizados por la buena elección de la hija del fornido ex paracaidista Jean-Marie Le Pen que Europa corre peligro de caer en manos de “la ultraderecha”, de los herederos de Adolfo Hitler, Benito Mussolini y Francisco Franco.

No es para tanto. Por fortuna, es escaso el peligro de que resurjan movimientos tan monstruosos como el socialismo nacional alemán, el fascismo italiano o el truculento franquismo hispano: lo último que quieren los europeos actuales es “vivere pericolosamente” (vivir peligrosamente) como recomendaba Mussolini, el ídolo de Juan Domingo Perón.

Lo que sí es probable es que en los meses próximos veamos una rebelión creciente contra las consecuencias nada felices del experimento sociopolítico más ambicioso de los tiempos últimos. Por motivos comprensibles, muchos europeos están hartos de ser cobayos en un laboratorio administrado por personas que insisten en llamar la atención a su propia superioridad moral y juran que todo cuanto hacen es para el bien del género humano, pero no parecen entender los sentimientos de quienes no quieren ver destruidas sus comunidades en aras de un proyecto que no les gusta del todo.

Ya abundan los motivos para creer que ha fracasado, tal vez de manera catastrófica, el intento de hacer de Europa una federación equiparable con los Estados Unidos, una empresa que suponía minimizar las diferencias nacionales, subordinar los parlamentos a los dictados de burócratas no elegidos que tienen su cuartel general en Bruselas, institucionalizar un sistema de bienestar social sumamente costoso y, la innovación más arriesgada de todas, abrir los diques a un torrente de inmigrantes procedentes en su mayoría de África del Norte y el Oriente Medio. Por cierto, los franceses que votaron por Le Pen distan de ser los únicos que quisieran regresar a un pasado no muy remoto en que, creen, se respetaban sus propias tradiciones y casi todos ganaban lo suficiente como para vivir con dignidad.

La crisis económica que está convulsionando la Eurozona y que tanta angustia está provocando en Grecia, Italia, España y Portugal es el síntoma más visible del mal europeo. Las tendencias demográficas dan temor; a menos que se reviertan muy pronto, al entrar en el siglo XXII apenas quedarán alemanes, italianos, españoles o griegos. Culpar a la Unión Europea por este fenómeno insólito sería absurdo, pero puede que haya un vínculo entre el envejecimiento colectivo y la pérdida del “impulso vital” de pueblos que, luego de haber provocado tantos desastres por su exceso de vigor, han optado por jubilarse.

La UE es incomparablemente más benigna que la ya disuelta URSS pero, lo mismo que el “experimento soviético” es obra de una vanguardia que se creía capaz de cambiar desde arriba la forma de actuar y pensar de centenares de millones de personas. El resultado sería su versión del “nuevo hombre”. Quienes manejan la UE reconocen que hay un “déficit democrático” –si en un referéndum los holandeses, franceses, daneses o irlandeses votan en contra de una propuesta, los obligan ya a votar nuevamente, ya encuentran la forma de introducir lo que quieren sin tener que perder el tiempo consultando a la gente–, pero no saben cómo corregirlo porque entienden muy bien que la democratización no supondría “más Europa”, sino menos, mucho menos.

El euro, que se creó a fin de consolidar la unidad europea, ha sido un desastre sin atenuantes. Este remedo en escala continental de la convertibilidad argentina se inspiró en la noción peregrina de que si los griegos, italianos y españoles compartieran la misma moneda que los alemanes, no tardarían en ser tan productivos, pero sucede que desde la llegada del euro la brecha entre los terriblemente competitivos teutones y los sureños se ha ampliado todavía más. Por algunos años, la realidad fue ocultada porque el euro, como el peso convertible en la Argentina, les permitía a los miembros del “Club Mediterráneo” endeudarse a tasas a su juicio muy razonables; no bien sobrevino el crac financiero mundial, se dieron cuenta de las dimensiones de su error.

Pero no solo es cuestión de lo difícil que ha resultado transformar a los griegos y españoles en alemanes. El envejecimiento rápido de Europa ha hecho insostenibles esquemas previsionales que se crearon cuando las circunstancias eran bien distintas. También está haciendo agua el Estado de bienestar al aumentar el número de pasivos, por edad, enfermedad o, en el caso de los acostumbrados a vivir de la caridad ajena, por opción, con relación a los económicamente activos. Asimismo, el progreso tecnológico sigue machacando empleos antes útiles, mientras que los países asiáticos, donde los salarios son bajos pero es muy alta la calidad humana reflejada por el fervor educativo, están encargándose de sectores económicos cada vez mayores.

No es necesario ser neofascista para sentirse angustiado por lo que está sucediendo. Tampoco es racista protestar contra la inmigración masiva de personas de costumbres, creencias e idiomas radicalmente distintos que, para más señas, incluyen a muchos que se proclaman resueltos a destruir por completo la sociedad anfitriona, reemplazándola por la propia. ¿Cómo reaccionarían los progres porteños si, comenzando con La Boca, barrios enteros de la Capital Federal se vieran transformados en enclaves étnicos cerrados en que la policía no pudiera entrar sin una escolta militar? Tal vez se sentirían orgullosos de su voluntad de tolerar las pequeñas diferencias así manifestadas, pero hay buenos motivos para dudarlo.

En la jerga periodística actual, “ultraderecha” a menudo quiere decir nada más que “antiislámico”, lo que es un tanto extraño ya que el islam politizado es la ideología más derechista concebible. Incluso las versiones presuntamente moderadas del credo son reaccionarias según las pautas reivindicadas por la mayoría de los políticos e intelectuales de Europa; conforme a las encuestas, millones de musulmanes juran que el todopoderoso les ha ordenado sojuzgar a las mujeres, ejecutar a las pecadoras y las brujas (una acaba de ser decapitada en Arabia Saudita), a los homosexuales (en Irán es habitual ahorcar en público a dos, tres o más a la vez) y, desde luego, a los apóstatas. Marine Le Pen idolatra a Santa Juana de Arco, pero no se propone devolver Francia al siglo XV, mientras que los islamistas más vehementes sueñan con obligar a todos los habitantes de la Tierra a vivir como sus propios antecesores del siglo VII: para convencerlos de que sería de su interés obedecer el mandato divino, se proclaman más que dispuestos a asesinar a cuantas personas les parezcan prescindibles.

A los neoliberales no suelen importarles demasiado los conflictos entre las sectas religiosas y por lo general están a favor de la inmigración porque ayuda a mantener bajos los salarios, pero ellos también son tildados de ultraderechistas, una palabra que, a diferencia de ultraizquierdista que para algunos es sinónimo de idealista, tiene connotaciones muy pero muy negativas. Sea como fuere, sería inútil acusar a Marine de sentir entusiasmo excesivo por el rigor fiscal. Es tan anticapitalista y tan globofóbico como cualquier progresista porteño, sin excluir a Axel Kicillof, el gran visir de la corte de Cristina, lo que, en el contexto argentino, la ubicaría en la zona “centroizquierdista” del mapa ideológico.

Aunque Le Pen fue superada por Nicolas Sarkozy y François Hollande en la primera vuelta de las elecciones francesas –la ronda final estaba por celebrarse al cierre de esta edición, el domingo 6–, a juicio de quienes sospechan que el euro y, tal vez, la UE, tienen los días contados pero no quieren abandonar la esperanza de que de un modo u otro logren perpetuarse, su desempeño fue lo bastante fuerte como para modificar las perspectivas ante su propio país y por lo tanto el resto del continente.

En su persona encarna buena parte de lo que más teme la orgullosa elite política e intelectual progre que desde décadas domina Europa: la rebelión de la clase obrera y media contra un orden en que, intuyen, su propio lugar será marginal. Es una populista nata que comparte los sentimientos de los obreros y pequeños burgueses que no se resignan a ser inmolados en el altar de la modernidad económica. Es proteccionista. Le preocupa la identidad francesa: dice que no le gusta para nada ver diluidas las esencias galas en el crisol de la UE. Y, por supuesto, siempre ha sido contraria al “multiculturalismo”, a diferencia de Sarkozy, Angela Merkel y David Cameron que, el año pasado, llegó un tanto tardíamente a la conclusión de que había sido una mala idea intentar suplementar la población del bien llamado Viejo Continente con decenas de millones de musulmanes que, por razones comprensibles, son reacios a adoptar el estilo de vida de quienes brindan la impresión de despreciar sus propias tradiciones.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

por usuario

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios