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OPINIóN | 11-05-2012 12:42

La rebelión francesa

La crisis europea catapultó al candidato socialista al Elíseo

Según algunos, los franceses acaban de votar en contra de la sumamente molesta pero así y todo ineludible ley de gravedad. Otros dicen que no, que el presidente electo François Hollande tiene razón al oponerse por principio a “la austeridad” porque ha resultado ser peor que inútil, “un castigo” sin sentido, de suerte que no queda más alternativa que la de apostar al crecimiento. No bien fue confirmado su triunfo, por un margen más estrecho que el previsto días antes, sobre el hiperkinético Nicolas Sarkozy en las elecciones presidenciales francesas del domingo pasado, Hollande se puso a hablar como si se creyera el nuevo mandamás europeo, el responsable de traer “alivio” y “esperanza” a un continente abatido, lo que le mereció la réplica inmediata de la auténtica jefa de la Eurozona, la canciller alemana Angela Merkel, que le informó que no es negociable el pacto fiscal que hace algunos meses aprobaron 25 gobiernos, entre ellos el francés.

Aun cuando Hollande y Merkel se esfuercen por minimizar la importancia de sus muchas diferencias, seguirá la batalla entre los partidarios, encabezados por los alemanes, de la disciplina fiscal rigurosa y los muchos que la creen contraproducente en circunstancias como las actuales. Aquellos señalan que los europeos han vivido demasiado tiempo por encima de sus medios, acumulando deudas monstruosas, y que por lo tanto tendrán que apretarse el cinturón por un rato. Estos subrayan los costos sociales de los cortes presupuestarios, sobre todo en Grecia, Italia y España, y su incidencia negativa en la marcha de todas las economías, para entonces argüir que los distintos Estados tienen que aplicar políticas keynesianas, gastando más, mucho más, hasta que Europa haya salido del pantano en que está hundiéndose.

A juicio de los primeros, el domingo pasado Francia optó por suicidarse. Para los convencidos de que hay que subordinar lo económico, es decir, los malditos mercados, a lo político, la victoria de Hollande presagia el renacimiento de un continente que se había resignado a la marginación en un mundo que en adelante se verá dominado por norteamericanos, chinos e indios. Claro, todo sería más sencillo si no fuera por la existencia del euro. De contar aún con la soberanía monetaria, Hollande, lo mismo que el atribulado español Mariano Rajoy, el italiano Mario Monti y el eventual primer ministro griego, si es que uno surge del embrollo producido por elecciones en que fueran diezmados los partidos tradicionales y avanzaron los ultras de agrupaciones como Chrisi Avgi (Aurora Dorada), de características agresivamente neonazis, podrían devaluar sus respectivas divisas, ahorrándose de este modo la necesidad de llevar a cabo ajustes tan dolorosos como los que están intentando aplicar, pero temen que abandonar la moneda común tendría consecuencias terribles.

Si Merkel, Hollande y los demás concuerdan en algo, esto es que es necesario encontrar la forma de combinar el crecimiento con el manejo responsable de las cuentas públicas. Se trata del Santo Grial de la política no solo europea sino también mundial, pero es una cosa decirlo y otra muy distinta, y mucho más onerosa, lograrlo. La deuda pública de Francia ya se ha acercado al 90 por ciento del producto anual; los costos crediticios son enormes y están por aumentar. A menos que Francia se endeude todavía más, Hollande no podrá crear la multitud de empleos públicos que ha prometido. Quiere hacerlo gravando a los ricos, pero tal estrategia entraña el riesgo de provocar un éxodo de capitales similar al que contribuyó a obligar a su antecesor socialista François Mitterrand a cambiar abruptamente de rumbo en los años ochenta luego de haber ensayado, con escasa fortuna, un “giro a la izquierda”. En opinión de los escépticos, a Hollande le aguarda una experiencia parecida.

Para extrañeza de muchos, hasta ahora la gran crisis que en el 2008 puso fin a una etapa de consumismo frenético en los Estados Unidos y Europa no ha favorecido a los socialistas que, por algunos meses, festejaron lo que tomaron por la muerte por infarto del capitalismo liberal. En la mayoría de los países europeos, los más perjudicados por la recesión confiaron más en políticos de centro-derecha para suministrar soluciones o, al menos, parches. Incluso en Francia, acaso el país más contrario al capitalismo liberal del mundo desarrollado, el triunfo de Hollande ha sido atribuido no a las propuestas del socialista sino al estilo para muchos antipático del presidente “bling-bling” Sarkozy. Por lo demás, nadie ignora que, de no haber sido por el priapismo incontrolable de Dominique Strauss-Kahn, el sucesor de Sarkozy sería un ex jefe del Fondo Monetario Internacional, un personaje al que no se le hubiera ocurrido asustar a los mercados financieros comprometiéndose a tomar medidas que significarían un aumento impactante del gasto público.

El éxito o fracaso de la gestión de Hollande dependerá de la respuesta a un interrogante fundamental: ¿son meramente coyunturales, cíclicos, los problemas socioeconómicos que tienen en jaque a los gobiernos europeos, o se trata de manifestaciones de un mal mucho más profundo propio de sociedades envejecidas, resueltas a aferrarse a lo que ya tienen y reacias a cambiar, que sencillamente no estén en condiciones de seguir prosperando en un mundo cada vez más competitivo? El planteo de Hollande, compartido por los muchos que han llegado a la conclusión de que los programas de austeridad no sirven, se basa en la convicción, o ilusión, de que el orden europeo ya tradicional en que un Estado benefactor se cuida de los incapaces de valerse por sí mismos, es plenamente compatible con las exigencias supuestas por la globalización y el progreso tecnológico vertiginoso que está cerrando fuentes de trabajo antes seguras. Si están en lo cierto quienes piensan así, no serán tan graves las dificultades vaticinadas por los alarmados por su voluntad de declarar la guerra a los ricos, los especuladores y el mundillo de las finanzas.

Caso contrario, a los franceses y a muchos otros europeos les espera una repetición, más breve y mucho más dramática, de la aventura testimonial a la que se lanzó Mitterrand cuando el mundo era un lugar decididamente más amigable. En aquel entonces, “el esfinge”, se las arregló para regresar al redil sin sufrir demasiados rasguños, pero sorprendería que consiguiera emularlo Hollande, un político que se enorgullece de su “normalidad”, lo que para otros miembros de la cofradía de la que es un integrante vitalicio, es sinónimo de “mediocridad”.

Desde hace más de un siglo, todos los presidentes franceses han dado prioridad a la relación de su país, “la gran nación”, con la vecina Alemania que, además de contar con más habitantes, es por motivos socioculturales más dinámica. Mientras Alemania estuvo dividida y sentía culpa por los horrores perpetrados por el régimen nazi, Francia pudo encargarse de la dirección política de lo que sería la Unión Europea. La caída del Muro de Berlín alarmó a Mitterrand; para que la Alemania reunificada no volviera a las andadas, impulsó la creación del euro. Por cierto tiempo, dicha estrategia parecía funcionar, pero no resultaría suficiente como para impedir que Alemania, cuyos dirigentes dejarían de sentirse personalmente responsables por crímenes cometidos en la primera mitad del siglo pasado, terminara liberándose de la tutela política gala. En efecto, una causa de la derrota de Sarkozy consistía en la sensación generalizada de que durante su mandato Francia se resignaba a ser el socio menor del “eje” franco-alemán: no se hablaba de Sarkel sino de Merkozy.

Hollande se benefició de los sentimientos nacionalistas de sus compatriotas que esperan que de un modo u otro logre devolver las cosas a lo que quieren creer es su estado natural, de ahí su aprobación de su rebelión contra la austeridad en que muchos ven una maniobra imperialista alemana. Tales franceses distan de ser los únicos que sospechan que Merkel y sus colaboradores están aprovechando su supremacía económica para construir una especie de Cuarto Reich, una “Europa alemana” que reemplazaría la “Alemania europea” soñada por tantos en los días que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Para indignación de los alemanes, en Grecia y, con menor frecuencia, en Italia y hasta en España, grupúsculos de manifestantes se han habituado a desahogarse quemando banderas nazis, mientras que en Alemania misma son cada vez más los propensos a creer que lo que realmente quieren quienes interpretan lo que está sucediendo en términos nacionalistas es chantajearlos para que subsidien a un sinnúmero de haraganes parasitarios.

Tales actitudes no ayudan a consolidar la unidad europea. Lejos de ser un aglutinante, como muchos habían previsto, el euro ha ampliado todavía más las grietas ya existentes que separan a las diversas naciones que conforman la Unión Europea. Huelga decir que el triunfo electoral de Hollande, el que ya se ha erigido en el contrincante principal de Merkel, no contribuirá a modificar esta situación desagradable. Acaso lo único que lo haría sería una decisión alemana de financiar los déficits crecientes de los socios, comenzando con Francia, pero, bien que mal, la posibilidad de que ello ocurra es nula.

* PERIODISTA y analista político,

ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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