Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 08-06-2012 13:42

El capitalismo rebelde

Crisis verde. La psicosis del dólar le recordó a la Presidenta que la economía no siempre puede subordinarse al relato.

Que la economía mundial está en crisis no es ninguna novedad. A juicio de los pesimistas, estamos en vísperas de otra gran depresión equiparable con la de los años treinta del siglo pasado que, entre otras cosas, señalaría el fin de medio milenio de supremacía occidental, mientras que los optimistas vaticinan que solo se tratará de una recesión prolongada pero así y todo manejable. En todas partes, están en marcha programas de austeridad draconianos o se teme que pronto sea necesario aplicar uno. Millones de griegos ya han caído en la pobreza, destino este que han compartido muchísimos otros en el resto de Europa y en Estados Unidos.

Las perspectivas son sombrías. Abundan motivos para sospechar que ha alcanzado su fin una etapa, que duró sesenta años, en que había trabajos dignos y adecuadamente remunerados para casi todos, y que en adelante quienes carezcan de aptitudes especiales formarán parte de un proletariado marginado cada vez más numeroso que, a lo mejor, consiga lo suficiente como para subsistir. Demás está decir que, frente al desafío así planteado, las elites internacionales se sienten desconcertadas.

Para hacer todavía más alarmante lo que está ocurriendo, con la eventual excepción del neoyorquino Paul Krugman que nos asegura que la solución consistiría en imprimir mucho más plata, ni siquiera los economistas más renombrados parecen saber muy bien lo que convendría hacer para que todo se “normalizara”, acaso por entender que la “normalidad” se ha ido para siempre, que después de décadas de vivir al fiado, a los habitantes de los países ricos no les queda más alternativa que la de resignarse a un futuro signado por la estrechez porque nadie está dispuesto a prestarles más dinero.

Por un rato, los europeos y norteamericanos imaginaron que los chinos, tan ahorrativos ellos, podrían hacerlo, mientras que los griegos, españoles e italianos miraron hacia Alemania, pero solo fue cuestión de ilusiones. No es que el dinero se haya evaporado –cantidades fenomenales pueden encontrarse en los mercados financieros–, es que quienes lo tienen no quieren verlo desaparecer en uno de los muchos agujeros negros que se han abierto. Si un país chico como Grecia puede hacer esfumarse vaya a saber cuántos miles de millones de euros en un lapso muy breve, otros más grandes, como España e Italia, serían capaces de hacer lo mismo con montos decididamente mayores.

Para algunos, todo es muy sencillo: el capitalismo se ha agotado, siguiendo al comunismo al cementerio en que yacen tantos modelos socioeconómicos difuntos, de suerte que hay que reemplazarlo por un sistema más racional, más humano. Aunque dicha opinión se ha hecho popular entre quienes están desahogándose celebrando protestas ruidosas en las calles de centenares de ciudades en que se afirman sumamente indignados, la verdad es que no tiene mucho sentido. Mal que bien, hoy en día capitalismo es sinonimia de economía; todos los intentos de sustituirlo por algo más previsible han fracasado de manera tan contundente que fantasear con uno más es una pérdida de tiempo.

Desde hace más de un siglo, progresistas convencidos de que lo económico debería subordinarse a lo político están librando una guerra contra los mercados, para llamar así todo cuanto se resiste a prestar atención a sus súplicas, exhortaciones u órdenes. Aunque quienes piensan de este modo han ganado la batalla cultural, ya que a esta altura muy pocos discreparían con los que dicen, como si se tratara de una propuesta revolucionaria, que hay que poner la economía al servicio del hombre, en el terreno fangoso de la realidad han sufrido una derrota tras otra.

La debacle más espectacular fue la experimentada por los comunistas: luego de matar a aproximadamente cien millones de personas en un intento despiadado de hacer funcionar su alternativa al capitalismo liberal, se sintieron obligados a darse por vencidos, de ahí la desintegración del imperio soviético y la transformación de China en una dínamo híbrida bastante parecida al Chile de Augusto Pinochet, si bien una multiplicada por ochenta, dejando a Corea del Norte como el único ejemplo de un país liberado casi por completo de la tiranía de los mercados.

Fracasado el dirigismo totalitario comunista, los partidarios de lo político en su larga guerra contra lo económico decidieron que les convendría firmar una tregua con el enemigo; no procurarían manipular absolutamente todo, pero sí regularían los mercados, además de aprovechar la riqueza que generaban para subsidiar un Estado de Bienestar que protegería a los más vulnerables de las vicisitudes de esta vida. Hasta hace menos de un lustro, el arreglo resultante parecía destinado a imponerse por doquier, pero entonces comenzó a agrietarse. A partir del estallido de la crisis financiera del 2008, en el mundo entero los resueltos a forzar a la economía a obedecer sus dictados están batiéndose en retirada.

Las noticias que nos llegan desde los diversos frentes de batalla son alarmantes. La Eurozona se desliza hacia un acantilado; Grecia, España, Portugal, acompañados, tal vez, por Italia, corren peligro de ahogarse en un océano de deudas impagables. Las “locomotoras”, Estados Unidos y China, están desacelerándose. Tanto ellos, como el Reino Unido e incluso Alemania, temen que si el euro se hunde el resto del planeta caiga en la vorágine resultante. También se verían afectados Brasil, que ya se ha frenado, y, desde luego, la Argentina que, privada de aquel “viento de cola” que tanto contribuyó a la recuperación macroeconómica y nos dio el kirchnerismo, tendrá que elegir entre un ajuste más o menos prolijo y uno desordenado. Puesto que el gobierno de Cristina está dominado por improvisados a un tiempo excéntricos y prepotentes, el ajuste que nos espera será con toda seguridad caótico; según Roberto Lavagna, podría asemejarse al “rodrigazo”.

Puede discutirse cuánto se debe a factores internos y cuánto al impacto de problemas ajenos. El presidente norteamericano Barack Obama culpa a la Eurozona por la recuperación floja del mercado laboral estadounidense; dirigentes griegos, españoles, y franceses responsabilizan a la alemana Angela Merkel, dama cuyos compatriotas dicen que todo es consecuencia de la haraganería de los parásitos del Sur; los chinos hablan pestes del Estado de bienestar remolón europeo; Cristina insiste en que detrás de las dificultades que amenaza con poner fin al idilio que se consumó con aquel famoso 54 por ciento de octubre pasado está “el mundo”. Es que todos los políticos, sin excluir a los más autoritarios, se han acostumbrado a atribuirse a sí mismos lo bueno y endosar a otros lo malo. Como resultado, son voluntaristas por vocación, una deformación profesional que está en la raíz de la crisis tremenda que enfrenta la economía internacional globalizada.

Los gobernantes siempre se sienten constreñidos a prometer demasiado. Tanto aquí como en China, en América del Norte como en Europa, entienden que en el fondo su legitimidad descansa en buena medida en su capacidad para satisfacer las expectativas materiales de la población, que el derecho a gobernar brindado por la ortodoxia ideológica en el caso de los chinos nominalmente marxistas, y por la necesidad de respetar las instituciones democráticas en los de cultura occidental, son de importancia relativa.

Puede entenderse, pues, que la mera idea de verse obligados a ajustar asusta tanto a los jerarcas chinos como a los políticos de países como la Argentina en que la democracia aún no se ha consolidado, y que Obama da por descontado que podría perder las elecciones del noviembre venidero a menos que la economía se ponga a generar más empleo. Hoy en día, todos los gobiernos quieren estimular la economía para que produzca más y también aspiran a regularla con mayor rigurosidad para que la mayoría se sienta conforme y confíe en las dotes administrativas de sus mandatarios, pero es posible que sean incompatibles los dos objetivos así supuestos: recetas determinadas, como las vinculadas con la flexibilidad laboral, que reclaman quienes dan prioridad a la producción, tendrían secuelas sociales y por lo tanto políticas muy negativas. En cambio, medidas encaminadas a crear más fuentes de trabajo podrían atentar contra la productividad de la que en última instancia todo lo demás depende.

A diferencia de los economistas que pueden limitarse a explicarnos que es lógico que la desocupación aumente a causa del progreso tecnológico y el traslado de cada vez más actividades a países de salarios bajos y trabajadores capaces, los políticos tienen que ofrecer soluciones aceptables aun cuando comprendan que, tal y como están las cosas, no las hay. Esquemas previsionales apropiados para 1960, digamos, no lo son para el 2012, y ni hablar del 2050, por ser tan radicalmente distintos los perfiles demográficos de países cuyos habitantes, para disfrutar mejor de los placeres de los años de prosperidad presuntamente garantizadas, se abstuvieron de procrear. Asimismo, si para conservar puestos de trabajo un país se negara a permitir el uso de la tecnología más avanzada, no tardaría en perder terreno frente a otros, mientras que refugiarse detrás de barreras proteccionistas entrañaría el riesgo de provocar una reacción nacionalista china furibunda.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

por usuario

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios