Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 15-06-2012 13:15

Por quién doblan las cacerolas

La nueva protesta de la clase media y un claro componente antiperonista.

Si solo fuera cuestión de cacerolazos oligárquicos, de una manifestación burda de algunas docenas de porteños de clase media alta tan poco patrióticos que prefieren el dólar yanqui al peso nacional, como nos aseguran los emotivamente comprometidos con lo que a pesar de todo aún toman por un “proyecto” progresista, Cristina y sus soldados no tendrían demasiados motivos para preocuparse, pero mal que les pese se trata de algo que es mucho más ominoso.

Aproximadamente veinte mil personas ya han participado de los cacerolazos que se han celebrado tanto en la Ciudad de Buenos Aires como en distintas ciudades del interior del país; si el Gobierno persiste en llamar la atención al desprecio que sienten sus integrantes por quienes no comparten sus puntos de vista, pronto podrían hacerlo cien mil o más, tal vez muchas más. En tal caso, el país, que no cuenta con las estructuras institucionales firmes que le permitirían minimizar los riesgos planteados por los problemas sociales y económicos que se avecinan con rapidez desconcertante, se precipitaría en una crisis política peligrosa.

No bien se frenó la expansión económica que durante años había servido para anestesiar a la ciudadanía, comenzaron a aparecer los focos de rebelión que tienen en vilo a los acostumbrados a repartir su tiempo entre la Casa Rosada, la Quinta de Olivos y diversos lugares del sur patagónico. La Argentina dejó hace mucho de ser un “país de clase media”, pero lo que todavía queda de tal sector no está dispuesto a entrar dócilmente en esa buena noche de la que hablaba Dylan Thomas. Los porteños, rosarinos, cordobeses y otros que están saliendo a la calle para protestar contra el Gobierno, sospechan que los kirchneristas se han propuesto privarlos de la posibilidad de defenderse contra individuos que no vacilan en jactarse de su insaciabilidad, de ahí las manifestaciones que, para alarma de Cristina y sus colaboradores más sensatos, parecen destinadas a cobrar dimensiones impactantes en los meses próximos.

Aunque no cabe duda de que los cacerolazos son una consecuencia directa del empeoramiento repentino de la situación económica, los manifestantes llevan pancartas con consignas en contra de la corrupción, Amado Boudou, la subordinación al Gobierno de la Justicia, la inequidad y otros síntomas de males que hasta hace poco parecían preocupar solo a un puñado de moralistas despistados, dando a entender así que sus inquietudes distan de ser meramente pecuniarias. Acusarlos de hipocresía es fácil. También lo es lamentar que la mayoría se haya habituado a considerar normales los atropellos del oficialismo de turno con tal de que la prosperidad parezca estar a la vuelta de la esquina; por desgracia es así en casi todos los países en que la corrupción es endémica. Lo de “roban pero hacen” presupone una especie de contrato entre los gobernantes y los gobernados; a cambio de su voluntad de tolerar las transgresiones de los coyunturalmente poderosos, estos creen merecer cierto bienestar económico.

Los “oligarcas” y “golpistas” denunciados por los oficialistas no son los únicos que tienen motivos para querer desahogarse sumándose a protestas callejeras convocadas a través de las ya ubicuas redes sociales. También se sienten muy pero muy enojados por lo que está sucediendo en el país muchos sindicalistas, incluyendo, claro está, a los camioneros de Hugo Moyano y sus hijos que están planeando una ofensiva general, además de los estatales que adhieren a la CTA disidente y los productores rurales.

En centenares de localidades del interior, la falta de fondos frescos ha puesto en pie de guerra a los empleados públicos y otros que ya han visto caer su poder adquisitivo y entienden que les aguarda una etapa signada por la estrechez. A juicio de los más pesimistas, para paliar la situación algunos gobernadores provinciales no tendrán más alternativa que la de resucitar las cuasimonedas, lo que asestaría un golpe muy doloroso al prestigio del gobierno de Cristina, aunque sus voceros tratarían de culpar a los mandatarios regionales por no haber logrado encontrar una alternativa más decorosa al expediente así supuesto.

Sea como fuere, de resultar tan profunda y tan prolongada como es legítimo prever la recesión que según algunos ya es inevitable, el Gobierno no tardará en verse frente a una situación que no está preparado para manejar. No podrá aseverarse heredero de “un país en llamas”. Tampoco podrá emular al gobierno alemán, digamos, proclamándose un paladín orgulloso de la austeridad y de la disciplina fiscal.

Por ser tan exageradamente triunfalista el discurso épico de Cristina, le es difícil admitir que los problemas existen –su forma de “luchar” contra la inflación consiste en ningunearla–, o, cuando ya no puede negar la realidad, de declararse víctima de una horrenda conspiración internacional urdida por neoliberales golpistas con el propósito de hambrear a los argentinos. Dicha estrategia funcionó bastante bien cuando Néstor se las arreglaba para hacer del país el escenario de una batalla maniquea entre el bien y el mal, pero después de nueve años de poder kirchnerista solo serviría para convencer a los oficialistas más empedernidos.

El gobierno de Cristina ya no inspira confianza, lo que en vista de la ineptitud patente de sus integrantes es lógico. Todos los funcionarios se ven constreñidos a privilegiar su propia relación con la jefa absoluta por encima de todo lo demás, lo que, es innecesario decirlo, significa que para ellos la eficacia administrativa es lo de menos: entienden que su futuro particular depende de su capacidad para congraciarse con la única persona que está facultada para tomar decisiones importantes porque, con la aquiescencia de una parte sustancial de la clase política nacional, Cristina monopoliza el poder formal.

Por ser el sistema imperante Cristina-céntrico, poner el poder político al servicio de algo más que la vanidad personal de la jefa única no es nada sencillo. El Ejecutivo no cuenta con una administración pública profesional que lo ayudaría a transformar los deseos de la Presidenta en hechos concretos. Así, pues, Cristina y quienes la rodean se asemejan a los avaros de los viejos relatos, a aquellos sujetos paranoicos a quienes les encantaba atesorar monedas, tocarlas, morderlas para asegurarse de que son de oro, felicitarse por haber conseguido tantas, pero que no sabían qué hacer con ellas. Aunque ya han logrado acumular una cantidad realmente impresionante de poder político, los cristinistas parecen resueltos a seguir aumentándolo, en parte porque es lo único que se les ocurre hacer y en parte porque temen que, si procuraran usarlo para gobernar pensando en algo más que el corto plazo, correrían el riesgo de perder algunos pedacitos. Como no pudo ser de otra manera, el resultado de este esquema, uno que tiene más en común con los que sobreviven en ciertos emiratos árabes que con los de países occidentales más o menos desarrollados, ha sido un caos administrativo descomunal.

La ideología oficial se ve resumida en el grito de guerra de La Cámpora, “vamos por todo”. Pero: ¿qué haría el Gobierno en el caso poco probable de que lograra apropiarse de “todo” para monopolizar el poder político y estar en condiciones de manejar la economía como si fuera una empresa privada gigantesca o, mejor aún, como si formara parte de su patrimonio personal?  Parecería que Cristina y sus adláteres no tienen la menor idea. Las perspectivas serían más promisorias si la presidenta se resignara a dejarse acompañar por un ministro de Economía auténtico, pero no quiere ir tan lejos, ya que significaría ceder una parte de poder. Según parece, le molesta mucho que los presuntamente enterados de estas cosas afirman que en este ámbito fundamental llevan la voz cantante el secretario de Comercio Guillermo Moreno o el viceministro Axel Kicillof: “En economía mando yo”, dice, lo que, a juzgar por lo sucedido en los meses últimos, no es motivo de alivio.

He aquí una razón, tal vez la principal, del malestar creciente que sienten no solo quienes nunca han comulgado con el kirchnerismo, por ver en él nada más que una variante del populismo autocompasivo tradicional que tanto ha perjudicado al país, sino también muchos que en octubre pasado votaron a Cristina por suponer que, a diferencia de los distintos aspirantes opositores, estaba comprometida con un “modelo” económico coherente y, de todas maneras, sería capaz de garantizar cierto grado de gobernabilidad. Al difundirse la sensación de que la Presidenta ha perdido la brújula, que está más interesada en hacer alarde de su propio poder que en cualquier otra cosa –de ahí el intento, por fortuna frustrado, de aupar al pobre Daniel Reposo nombrándolo procurador general de la Nación con el propósito de humillar a los fiscales–, son cada vez más los que, al llegar a la conclusión de que el proyecto que supuestamente está en marcha no es más que una estafa, una construcción verbal que fue inventada a fin de brindar a los soldados de Cristina una pantalla de humo detrás de la cual podrían seguir aprovechando la buena suerte que les ha tocado, se han puesto a golpear sus cacerolas en un esfuerzo por decirle lo que opinan del rumbo que ha emprendido su gobierno extravagante.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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