Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 13-07-2012 16:31

Cristina contra el mundo

Discurso. En el relato de la Presidenta, el modelo K debería servir de ejemplo a los países del Primer Mundo en crisis.

En opinión de Cristina, el mundo deja muchísimo que desear. No está a su altura. Todos sus esfuerzos por mejorarlo, enseñándoles a los demás mandatarios lo que deberían hacer para que le resulte satisfactorio, se ven frustrados por la estulticia ajena. ¿O es que Barack Obama, David Cameron, Angela Merkel, Mariano Rajoy y compañía no son meramente estúpidos sino también perversos? Puede que sí, ya que “en estos nueve años” –los del kirchnerato– las grandes centrales del poder “han timbeado” en “los paraísos fiscales miles de millones que no se sabe si existen, que solo existen en un mundo virtual”.

Frente a este panorama tan desconcertante, es comprensible que la Presidenta se haya sentido abrumada por la indignación. A diferencia de los idiotas gorilescos con los que tiene que codearse en todas aquellas cumbres aburridas a las que le es obligatorio asistir, ella sabe muy bien lo que hay que hacer para que la economía planetaria se librara de una vez de los malditos especuladores financieros que la están arruinando. Lo que sus homólogos obtusos de otras latitudes necesitan es tener a su lado a alguien como Guillermo Moreno, un hombre capaz de poner en su lugar a cualquier banquero que sea reacio a prestar plata a los empresarios productivos.

A su modo, Cristina es fiel a la tradición peronista. Desde el momento en que lo dio a luz un régimen militar ultraderechista, el movimiento en que se formó ha sido víctima de un sinnúmero de malentendidos. Fronteras afuera, nadie, salvo un puñado de académicos como Ernesto Laclau, de la Universidad de Essex en Inglaterra, lo toma en serio. Sus pretensiones progresistas motivan risas. Sus teorías económicas, las reivindicadas por Cristina incluidas, parecen propias de la patafísica del doctor Faustroll del francés Alfred Jarry, especialista en la ciencia de las soluciones imaginarias y de las leyes que regulan las excepciones.

Puesto que más de sesenta años de hegemonía política y, por raro que parezca, intelectual peronista han servido para hacer de la Argentina, un país que, antes de la llegada al poder del general y su segunda esposa, era símbolo de la riqueza, un desastre tercermundista, es sin duda natural que, hasta ahora cuando menos, el mundo se haya resistido a permitirse seducir por los encantos de su mandamás actual. ¿Está por cambiar esta situación a todas luces injusta? Es posible. Lo es porque a través de las décadas, los peronistas han aprendido a manejar la decadencia con un grado envidiable de habilidad. Saben aprovechar mejor que los conservadores y socialistas de otras latitudes tanto los éxitos esporádicos como los fracasos frecuentes. Para parafrasear a Groucho Marx, pueden decir: este es nuestro modelo, si no les gusta tenemos otros.

De hundirse el de Cristina, los peronistas ya tendrán a mano uno distinto. No será “neoliberal”, como el atribuido al compañero Carlos Menem, pero podría tener bastante en común con el ensamblado por el riojano transgresor. Las recetas habitualmente descalificadas por “neoliberales” suelen aplicarse al agotarse el dinero que se precisa para que puedan continuar funcionando los esquemas voluntaristas de apariencia más generosa reivindicados por quienes juran estar comprometidos con el bienestar popular. Pues bien, como el bonaerense Daniel Scioli y virtualmente todos los demás gobernadores provinciales acaban de enterarse, la caja de Cristina ya no contiene mucho más que monedas, lo que le plantea un problema angustiante: ¿cómo arreglárselas para que otros se encarguen de los costos políticos de un ajuste que parece destinado a ser brutal.

Dijo una vez un asesor influyente de Obama, Rahm Emanuel: “Nunca hay que desaprovechar una buena crisis”. Merced a la debacle espectacular de la Eurozona, los tropiezos de Estados Unidos, la desaceleración alarmante de China y el parate de Brasil, a Cristina le ha sido dado culpar al mundo por las desgracias locales. Si bien está luchando denodadamente por prolongar el relato triunfalista en que desempeña el papel estelar, agregándole algunos episodios más, tal y como están las cosas pronto se verá obligada a modificarlo drásticamente. Es lo que insinuó Cristina en la alocución que pronunció en Tucumán para celebrar el aniversario número 196 de la Declaración de Independencia (cuando de tales efemérides patrios se trata, la Argentina cuenta con un superávit, ya que dos años atrás pudo festejar el bicentenario de la Revolución de Mayo y hace poco el de la Bandera) al informarnos que el milagro socioeconómico kirchnerista se ve amenazado por “un mundo dado vuelta”, una desgracia que le brindó una oportunidad inmejorable para decirnos que ha llegado la hora de la unidad nacional. Desde su punto de vista, dadas las circunstancias no tenemos más alternativa que la de desafiar a un planeta poco amistoso cerrando filas detrás de su persona.

Escasean los mandatarios que están dispuestos a ir tan lejos como Cristina y acusar al mundo en su conjunto de haber provocado todos los sinsabores locales. La mayoría prefiere discriminar: Obama se ensaña con los europeos y los chinos, Cameron con la gente de la Eurozona, el francés François Hollande con Angela Merkel, la canciller alemana con los haraganes manirrotos del Club Mediterráneo, los chinos con los europeos y norteamericanos por endeudarse demasiado para comprar las cosas que ellos fabrican y para financiar sistemas fofos de bienestar.

Una consecuencia de la globalización ha sido que, al surgir una crisis generalizada, todos se sienten constreñidos a exportar la culpa a fin de convencer a sus compatriotas de que son los únicos dirigentes sensatos en un mundo dominado por ineptos. Aunque es natural que los políticos actúen así, la negativa a considerar la posibilidad de que ellos mismos hayan cometido por lo menos algunos errores no los ayuda a encontrar soluciones para los problemas que siguen asomando, si es que en la actualidad sea factible reconciliar las expectativas mínimas de decenas, acaso centenares, de millones de europeos, norteamericanos y, claro está, argentinos con la cada vez más desagradable realidad económica.

Sea como fuere, por un rato pareció que Cristina ganaba una de aquellas “batallas culturales” que tanto la fascinan: merced al triunfo electoral de Hollande, todos se pusieron de acuerdo de que el crecimiento ha de ser prioritario y que sería contraproducente la austeridad, es decir, los ajustes. Pero el consenso así supuesto duró poco. Si bien nadie en sus cabales se afirmaría contrario al crecimiento –en la edad del consumo multitudinario, ni siquiera los obispos hablan de las ventajas espirituales de la pobreza extrema–, los intentos de impulsarlo inundando las plazas de fondos frescos no han producido los resultados previstos. Tampoco han servido las exhortaciones gubernamentales destinadas a persuadir, o a forzar, a los banqueros a prestar más plata a productivos que a su juicio no son idealmente confiables; la burbuja inmobiliaria estadounidense, cuyo estallido puso fin al boom de los años iniciales del tercer milenio, se debió precisamente a las presiones de gobiernos que querían facilitar la compra de viviendas por parte de quienes no estaban en condiciones de darse semejante lujo.

Pensándolo bien, el “modelo” kirchnerista, esta versión sumamente desprolija del armado por Eduardo Duhalde, Remes Lenicov y Roberto Lavagna con pedazos que encontraron entre los escombros dejados por el terremoto de 2001 y 2002, se parece bastante al vigente en los países ricos, ya que todos se basan en la voluntad de privilegiar el consumo por encima de la producción, de “democratizar” la educación nivelando hacia abajo, y de mantener cruzados los dedos con la esperanza de que de alguno que otro modo todo salga bien. Parecería que en el mundo actual, el optimismo irracional es obligatorio porque todos los gobiernos, sin excluir a la dictadura china, temen tanto a las recesiones que son reacios a reaccionar a tiempo para pinchar las burbujas antes de que adquieran dimensiones gigantescas.

Asimismo, en ninguna parte se previó el impacto demoledor en el mercado laboral, y por lo tanto en la distribución de la riqueza, de la vertiginosa revolución tecnológica que está en marcha y que, año tras año, destruye una cantidad enorme de empleos, reemplazándolos, a lo mejor, por otros peor remunerados. Por lo demás, la combinación de una tasa reducida de natalidad con la mayor longevidad posibilitada por los avances de la medicina ha torpedeado al Estado benefactor por debajo de la línea de flotación.

El mundo que tanto desprecia Cristina está argentinizándose, de suerte que no sorprendería en absoluto que en América del Norte y Europa los movimientos políticos se peronizaran, como hicieron hace mucho el radicalismo, el conservadurismo y distintas manifestaciones de la izquierda criolla. Si el populismo sirve para algo, es para hacer más soportable el fracaso colectivo atribuyéndolo a conspiraciones improbables y abstracciones siniestras, en otras palabras, “victimizándose”, y amenizando la vida de los excluidos suministrándoles circos deportivos y relatos de distinto tipo, desde los épicos como el confeccionado por Cristina y sus muchachos hasta los irremediablemente triviales que se inspiran en los dramas “humanos” de celebridades.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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