Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 20-07-2012 12:02

Casa de muñequitas

Chas chas. El castigo financiero de la Presidenta a la provincia de Buenos Aires pretende doblegar a Scioli.

La presidenta Cristina Kirchner ya tiene una muñeca con su figura. Confeccionada en tela y de unos 30 centímetros de alto, fue presentada por la propia jefa de Estado durante un acto en Casa Rosada y según contó, se vende como souvenir en el Museo del Bicentenario. También está a la venta en internet… La Presidenta contó que también hay muñecos con las figuras de su esposo, el ex presidente Néstor Kirchner, y de los mandatarios de Uruguay, José Mujica, y de Venezuela, Hugo Chávez, entre otras figuras argentinas y sudamericanas”. (Clarín, el diario maldito).

A Cristina le encantan las muñequitas. Son tan buenas. Una puede hacer cualquier cosa con ellas: abrazarlas, insultarlas, pisotearlas, romperlas, sin que reaccionen. Sus favoritas, las que más ama, saben batir palmas, sonreír, mover los ojos y decirle cosas lindas, aunque hay que darles cuerda antes, lo que no es fácil porque tiene tantas desde que, hace poco más de cinco años, su marido Néstor le regaló un país lleno de muñequitas de trapo y plástico de todos los tamaños y una caja enorme en que ponerlas. Claro, Néstor, pobre, era un santo pero por ser un hombre incluyó algunas que en verdad son muy feas, como la que lleva el nombre de un camionero llamado Hugo Moyano y otra de un motonauta, o algo por el estilo, de apellido Scioli. Con dolor, Cristina, una mujer muy bondadosa que irradia amor, decidió despedazarlas.

Pero entonces, para asombro de Cristina y sus amigos, no solo las muñequitas condenadas a pudrirse en el basurero sino también otras, acaso muchas otras, empezaron a dar señales de vida, como si se creyeran personas auténticas. ¡Qué pesadilla! Fuera de ciertos relatos maliciosos, nunca había ocurrido nada igual. Las muñequitas, sobre todo las suyas, no tienen derecho a rebelarse contra su dueña. Tendrá que castigar a las díscolas para que todas aprendan a obedecerle como corresponde.

Pues bien, a esta altura saber lo que está sucediendo en la cabeza de la señora Presidenta es difícil. Brinda la impresión de haberse replegado, acompañada, se supone, por el puñado de privilegiados que conforman su círculo áulico minimalista, a un mundo propio que se aleja cada vez más del habitado por los demás. Algunos comentaristas caritativos atribuyen su conducta a menudo extraña a los efectos de los medicamentos que ha de tomar todos los días desde que le extirparon gratuitamente las tiroides, o a su eventual condición bipolar, pero puede que solo sea consecuencia de la situación insólita en que se encuentra. Al fin y al cabo, escasean las personas que serían capaces de conservar el equilibrio si se vieran colmadas de poderes casi absolutos en un país de instituciones tan enclenques como las de la Argentina. Rodeada como está Cristina de adulones obsecuentes, oportunistas, improvisados y excéntricos rocambolescos, es tal vez natural que haya comenzado a actuar como un monarca medieval al que todo le está permitido.

Mientras tanto, el país –el de los seres de carne y hueso, no de los de trapo o plástico– se ha transformado en escenario de un espectáculo realmente alucinante. Por cierto, no es del todo frecuente que una mandataria se enoje tanto con un gobernador provincial que le jura lealtad que procure privarlo de su jurisdicción hundiéndola, con sus habitantes adentro, sobre todo si se trata de una en que vive el 40 por ciento de la población del país. Es como si Barack Obama declarara una guerra fiscal despiadada contra los estados de Nueva York, California, Texas y otros más chicos porque sus gobernadores hubieran manifestado interés en postularse un día para la presidencia, hubieran jugado el béisbol juntos y contestaran con cortesía las preguntas de los periodistas. Huelga decir que a Obama nunca se le ocurriría hacerlo, aunque solo fuera por entender que la reacción de sus compatriotas sería contundente.

Tampoco se le ocurriría al presidente de los Estados Unidos, o de cualquier otro país desarrollado, apropiarse de una versión local de la cadena nacional de radio y televisión, tratándola como una especie de blog personal, para aburrir al público con dos o tres discursos deshilvanados por semana en que, entre alusiones cariñosas a chanchitos y a sus propios sentimientos, además de insultos personales dirigidos a funcionarios extranjeros como “el pelado ese” español, aprovecharía la oportunidad para anunciar que, en base a información proporcionada por el Tesoro o, quizás, la CIA, se ha enterado de que un crítico de medidas económicas determinadas no tiene sus papeles impositivos en orden. Puede que al fulminar de esta manera al presunto evasor fiscal, Cristina no haya violado la letra de ninguna ley, pero sí hizo gala del desdén que claramente siente por las reglas propias de la convivencia democrática y de su falta de respeto por la libertad de expresión.

No es que todos los presidentes y primeros ministros de los países más ricos sean inmunes a la tentación autoritaria. Es que entienden muy bien que los demás políticos, sin excluir a sus propios aliados, son conscientes de que el grueso de la ciudadanía no toleraría los abusos del poder y por lo tanto cerrarían filas enseguida en defensa de las instituciones si un mandatario se pusiera a comportarse como un dictador en ciernes. Aquí, en cambio, solo una minoría reducida se siente preocupada por tales pormenores, razón por la que buena parte de la mayoría indiferente vive en la miseria, ya que en última instancia el destino económico de los distintos países depende de la calidad institucional. Es lógico: sin reglas firmes –la seguridad jurídica que tanto desprecian los ideólogos kirchneristas–, el desarrollo sostenido es imposible. La larga decadencia argentina que tanto sufrimiento ha causado es la consecuencia previsible de la concentración excesiva del poder político.

Cristina quisiera que la ciudadanía creyera que, gracias a sus esfuerzos denodados y a las bondades de su relato particular, el país en su conjunto está avanzando a pasos de gigante, pero que todas las provincias, además de la Capital Federal, están precipitándose en un abismo debido a la inoperancia apenas concebible de los responsables de manejarlas. O sea, que si bien la Argentina como tal está a salvo de la gran crisis internacional cuyo epicentro se ha trasladado a la Madre Patria, España, y pronto podría seguir rumbo a Italia, todas sus partes están en graves problemas, lo que es absurdo. Mal que le pese a la Presidenta, no tiene sentido la distinción que plantea entre los ajustes feroces que están en marcha en todos lados y la política del gobierno nacional que, por supuesto, es contrario por principio a los ajustes. Por lo demás, tanto los bonaerenses como muchos otros se han dado cuenta de que las dificultades locales tienen mucho que ver con las deficiencias flagrantes del modelo voluntarista aún reivindicado por Cristina y sus laderos, dificultades que se han visto agravadas por la campaña política rencorosa de los kirchneristas más duros en contra de Scioli y el jefe porteño Mauricio Macri, además de otros gobernadores e intendentes.

En teoría, la política es, o por lo menos debería ser, una competencia entre distintas agrupaciones para ver cuál esté mejor calificada para mejorar la calidad de vida de la gente. ¿Es así en el país de Cristina? Claro que no. Todo se ve subordinado al poder, cuando no la susceptibilidad, de la Presidenta. Lo único que cuenta hoy en día es la presunta “lealtad” para con Cristina de los integrantes de la gran familia política. Si un gobernador extraordinariamente eficaz se resistiera a rendirle pleitesía, los militantes cristinistas se encargarían de hostigarlo por todos los muchos medios disponibles, negándose a enviarle los fondos que según la ley le corresponderían, con el propósito indisimulado de destituirlo. De ser cuestión de un “leal” de gestión desastrosa, en cambio, estarían más que dispuestos a defenderlo contra las víctimas de su ineptitud. Se trata de una forma muy rara de gobernar un país. Los resultados de tanta insensatez están a la vista: después de disfrutar la Argentina de años de crecimiento muy rápido luego de un colapso calamitoso, las señales de descomposición, de las que muchas son imputables a conflictos entre el Poder Ejecutivo nacional y un gobierno local, están proliferando por doquier.

Puesto que los kirchneristas más combativos, personajes como el inefable vicegobernador bonaerense Gabriel Mariotto, se creen expertos consumados en aprovechar las desgracias ajenas, están haciendo cuanto pueden para provocarlas, garantizando de este modo que sea traumática la recesión que, según algunos economistas, ya se ha iniciado. Sería comprensible que una secta leninista o maoísta adoptara semejante estrategia a fin de reemplazar el orden existente por otro radicalmente distinto, y es factible que ciertos ultras del oficialismo hayan fantaseado con una especie de revolución cultural anárquica que serviría para crear una nueva realidad, pero no hay motivos para suponer que Cristina se haya propuesto ir tan lejos. Antes bien, parecería que la Presidenta es prisionera de circunstancias que no está en condiciones de modificar, que está luchando por impedir que se les escape de las manos el poder que, merced más a la irresponsabilidad ajena que a sus propios esfuerzos, con tanta facilidad ha acumulado.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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