Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 03-08-2012 10:21

Obsesión por los medios

zapping. La Presidenta controla la mayoría de los canales de TV y dice que “lee todo” en los diarios.

A Cristina siempre le han importado las apariencias. Confiesa que desde la adolescencia temprana le gusta pintarse “como una puerta”. De por sí, la obsesión de la Presidenta con la imagen propia no es preocupante, pero sucede que en base a ella Cristina y sus admiradores han construido todo un proyecto político que, en el fondo, es un monumento imponente a la autoestima de una sola persona.

Según la teoría del relato que ha cautivado a los militantes cristinistas, una buena imagen vale mucho más que una gestión eficaz; con tal que la mayoría se sienta parte de una “epopeya” política, todo lo demás será secundario. Por ser el relato un aglutinante social a su entender imprescindible, puede justificarse cualquier medida que sirva para defenderlo contra quienes lo  critican, amenazando así al modelo salvador. Se trata de un concepto totalitario, claro está, pero para muchos que militan en el oficialismo dicho detalle lo hace aún más atractivo.

La teoría del relato dista de ser nueva. Como el caudillismo, el nepotismo y el clientelismo, es un vestigio del pasado predemocrático. A través de los milenios, centenares de personajes poderosos se han convencido de que su destino y el de sus partidarios dependerá de su capacidad para obligar a todos los demás a subordinarse a su propia versión de la realidad, planteo que sigue dando pie a atrocidades en países regidos por tiranos o fanáticos religiosos. Por fortuna, a Cristina y sus fieles no les será dado emular a los cultores más notorios de esta modalidad tan nefasta, pero así y todo es de prever que sus ataques incesantes contra la libertad de prensa causen muchos estragos en los meses y años próximos.

Felizmente para el país, pero para indignación de Cristina, todavía hay muchos que insisten en aferrarse a realidades alternativas que son muy distintas de la oficial. Los que más molestan al oficialismo son aquellos periodistas que, según los kirchneristas, se han vendido a lo que Cristina llama “la cadena nacional del miedo y del desánimo”, una especie de estrella de la muerte mediática comandada por el CEO de Clarín, Héctor Magnetto, que por razones que dicen no comprender, irradia malas ondas por todas partes.

No cabe duda de que los reacios a rendir pleitesía a la señora, como ella quisiera, habitan un mundo que, hace algunos años comenzó a alejarse, a una velocidad creciente, del kirchnerista. A diferencia del planeta K, en el que un pueblo feliz confía en que su benefactora superdotada se las arreglará para protegerlo contra las plagas que están asolando otras partes del universo conocido, el de los medios que se ufanan de ser independientes es un lugar triste y sombrío, cubierto de nubarrones espesos, que pronto se verá convulsionado por una megacrisis económica y social. La brecha que separa el planeta K del otro ya se ha hecho tan grande que se han roto las comunicaciones entre los dos. En la Argentina desdoblada, no hay debates, solo monólogos. Se ha institucionalizado la esquizofrenia.

En octubre pasado, los kirchneristas más vehementes creyeron haber triunfado por completo en la “batalla cultural” que libraban contra los enemigos de lo nacional y popular, pero desde entonces estos han conseguido reconquistar una parte sustancial del territorio virtual que habían perdido. Aunque hasta ahora, los jefes de los diversos partidos que conforman la oposición no han logrado aprovechar el repliegue “cultural” del oficialismo, por lo menos cuentan con un clima de opinión que es propicio para que se pongan a elaborar una alternativa auténtica al statu quo, ya que a ojos de muchos, el relato de los alarmados por la arbitrariedad y la ineptitud que son las características más notables del gobierno kirchnerista parece mucho más verosímil que el oficial.

A juzgar por los resultados de las encuestas que se han realizado últimamente, son cada vez más los que sienten que el país que se ve reflejado en los medios que, según Cristina, están intentando desmoralizar a la gente, en especial los vinculados con Clarín, La Nación y Perfil, se aproxima mucho al real, mientras que el de los propagandistas gubernamentales es en buena medida ficticio. Como siempre sucede cuando un gobierno está a la defensiva y sus integrantes se dan cuenta de que sus iniciativas no están brindando los beneficios previstos, los intentos de los voceros K por hacer más persuasivo el relato oficial suelen ser contraproducentes. Al fin y al cabo, no es necesario ser un economista ortodoxo para saber que la inflación “de supermercado” duplica o más la registrada por el INDEC, o que en el conurbano bonaerense abundan delincuentes desalmados, a menudo drogados, que matan por diversión o por unas monedas. Por lo demás, parecería que la politización del rencor, la clave del éxito kirchnerista, ya no funciona como antes.

Así las cosas, a los presuntamente resueltos a sembrar miedo y desánimo entre la ciudadanía no les faltan oportunidades para hacerlo. Pocos días transcurren sin que se produzca otro crimen espeluznante, se destape un nuevo caso de corrupción, se difunda más evidencia de que la economía está hundiéndose en un pantano estanflacionario del que no le será nada fácil salir, o haya indicios de que en cualquier momento podrían producirse estallidos sociales de proporciones en provincias privadas de fondos porque a Cristina no le gusta la conducta del gobernador. Por cierto, los medios críticos no se ven constreñidos a inventar nada. Asimismo, cuentan con la colaboración valiosísima tanto de la Presidenta misma como de funcionarios locuaces, proclives a soltar barbaridades provocativas, como Amado Boudou, Guillermo Moreno y Axel Kiciloff, además de los muchachos de mutual militante La Cámpora que ni siquiera procuran disimular su voluntad de ir por todo y que, para alarma de los ya traumatizados por la violencia delictiva, están trabajando afanosamente para transformar las cárceles en academias de militantes K.

Que Cristina y sus dependientes se esfuercen por defender su propia “verdad” –en la Argentina, un país de cultura relativista, es desde hace muchos años normal suponer que hay muchas–, es sin duda natural. Todos los gobiernos lo hacen. Sin embargo, mientras que en las democracias consolidadas casi todos los políticos e intelectuales entienden que les convendría por lo menos fingir ser tolerantes y pluralistas, además de estar dispuestos a intercambiar ideas en un clima de respeto mutuo, lo que los obliga a acatar las reglas imperantes aunque solo fuera porque saben que si no lo hacen serán sancionados por la opinión pública mayoritaria, aquí los oficialistas son, por decirlo de algún modo, menos hipócritas.

Lo que quieren hacer los oficialistas más combativos es silenciar a los críticos intimidándolos, amenazándolos con sanciones económicas, táctica que según parece funciona muy bien en el mundillo del empresariado y que ha producido resultados promisorios en sectores del periodismo que viven de la publicidad institucional. Existe la impresión de que, siempre y cuando se creyera capaz de salirse con la suya, el Gobierno no vacilaría un solo minuto en decretar de interés público todos los medios de comunicación, empezando con los del Grupo Clarín, a fin de intervenirlos para que en adelante se limitaran a difundir aquellas noticias y opiniones que merecerían la plena aprobación de Cristina. Puede que, por temor a deslustrar la imagen presidencial en el resto del mundo, no vayan tan lejos, pero de deteriorarse más la situación del país, algunos oficialistas se sentirán tentados a tratar de mejorarla reemplazando el espejo mediático por otro más amable.

La obsesión del Gobierno por la imagen es peligrosa por muchos motivos. Uno, acaso el principal, es que en última instancia es incompatible con el respeto por la libertad de expresión. Quienes exageran la importancia del relato no pueden sino procurar manipular la información, como hace el gobierno kirchnerista primero con la tasa de inflación y, andando el tiempo, con los demás índices, entre ellos los de crecimiento macroeconómico, la pobreza y la indigencia, hasta crear una Argentina que solo existe en el universo estadístico, un país que tiene muy poco que ver con aquel en el que viven las personas de carne y hueso.

Otro motivo consiste en que quienes privilegian las apariencias suelen despreciar la realidad hasta tal punto que terminan encerrándose en un mundo de fantasía. Después de todo, se dicen, es mucho más sencillo atenuar el impacto de un hecho desafortunado pronunciando un buen discurso para descalificar a quienes ponen palos en la rueda de lo que sería procurar gobernar con más eficiencia, lo que de todos modos exigiría algunos cambios drásticos puesto que todos los funcionarios jerárquicos deben sus puestos a su voluntad de desempeñar papeles en el gran relato nacional. No sorprende, pues, que haya sido tan lamentable la gestión del gobierno de Cristina. No es que la Presidenta sea una holgazana. Es que se dedica a tiempo completo a hablar y a hacer política, pintando “como una puerta” la imagen del Gobierno que encabeza para ocultar la realidad subyacente que, lo mismo que el retrato que Dorian Gray mantenía escondido en una habitación cerrada, con cada día que pasa está adquiriendo rasgos más feos.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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