Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 07-09-2012 12:19

La Argentina monárquica

Cristina es la candidata única del oficialismo para el 2015. Otros dos Kirchner, Máximo y Alicia, suenan para las legislativas.

Si hay algo que caracteriza a los kirchneristas, es el desprecio que sienten por sus compatriotas. Aunque en ocasiones parecen convencidos de que el país cuenta con recursos humanos sobresalientes, muy superiores a los disponibles en otras latitudes, todos coinciden en que, de los más de 40 millones de argentinos, solamente uno está en condiciones de ser presidente de la Nación. Quienes discrepan, o meramente insinúan que acaso haya otros que, en caso de emergencia, podrían desempeñar dicho papel de manera adecuada, corren el riesgo de ser calificados por los defensores de la ortodoxia imperante como traidores, golpistas, gorilas destituyentes y enemigos siniestros de lo nacional y popular.

Lejos de sentirse personalmente humillados por la chatura realmente extraordinaria así supuesta, los incondicionales de Cristina parecen enorgullecerse de su propia inferioridad, de ahí su voluntad de rendirle pleitesía, de obedecerla sin chistar, de sumarse al séquito de aplaudidores que la acompañan a todas partes. Tienen que creerla imprescindible; de otro modo, su propia obsecuencia les motivaría vergüenza.

¿Y el proyecto o modelo que según los K está destinado a cambiar la historia, a transformar la Argentina en un dechado de prosperidad equitativa y solidaria en un mundo que está por hundirse en la miseria por culpa del neoliberalismo, pero que según otros está convirtiéndola en una gran villa miseria? Parecería que en opinión de los encargados de manejarlo el modelo kirchnerista es tan frágil que, sin la presencia física de la señora, se desintegraría de la noche a la mañana. Así, pues, hay una contradicción flagrante entre su compromiso con el modelo oficial por un lado y, por el otro, la idea de que todo depende por Cristina; si fuera tan positivo lo que dicen estar impulsando, podría sobrevivir sin dificultad alguna a un eventual cambio de líder pero, como es notorio, el único kirchnerista que sería capaz de heredar el caudal electoral de la presidenta es el gobernador bonaerense Daniel Scioli, hombre que, es innecesario decirlo, dista de ser el indicado para profundizar el modelo. La relación de Scioli con Cristina y la gente de La Cámpora se asemeja a la de Deng Xiaoping, el artífice de la liberalización de la economía de China, con Mao Tse-tung y los jóvenes guerreros culturales que habían hecho de su país un aquelarre tan sanguinario como miserable.

El que a su juicio de los partidarios de la re-re Cristina sea irremplazable, refleja la bancarrota intelectual del oficialismo y la mediocridad de los demás miembros del elenco gobernante. Dan por descontado que, en cuanto la jefa haya abandonado el escenario, irrumpirá “la derecha” liderada por sujetos temibles como Mauricio Macri, que no vacilarían en demoler lo que aún quedara de su obra.  Las perspectivas ante el proyecto de los patagónicos y sus aliados serían distintas si Alicia o Máximo estuvieran en condiciones de suceder a Cristina, pero, con la excepción de algunos ultras, los kirchneristas entienden que no será posible dotarles de una imagen convincente antes de la segunda mitad de 2015.

A pesar de sus propios esfuerzos, y de los aportes costosos que les han suministrado cohortes de intelectuales subsidiados, los kirchneristas no han logrado confeccionar nada parecido a una ideología coherente. Ni siquiera tienen un programa de gobierno que les permitiría decirnos lo que se han propuesto hacer en los meses próximos.  La propia Cristina no los ha ayudado en la búsqueda de una doctrina revolucionaria trascendente. Ya se fueron los días en que la doctora confesaba oscilar entre Hegel y Heidegger. Como corresponde en un país que acaba de ser invadido por una hueste de gurúes New Age, últimamente la presidenta se ha limitado a proclamarse la reencarnación de personajes de la talla de Sarmiento, Napoleón, el faraón Keops y el artífice de la Gran Pirámide.  Diría Walt Whitman: Cristina es inmensa, contiene multitudes.

A los kirchneristas o, si se prefiere, cristinistas, ya que se ha diluido mucho la influencia de Néstor, un pragmático que no compartió el interés de su esposa por temas filosóficos, les gusta afirmarse progresistas. Es natural, para ellos la palabra tiene connotaciones positivas, pero la verdad es que son monárquicos por antonomasia: creen que es necesario que una sola persona monopolice el poder. Con todo, a diferencia de la mayoría de sus hipotéticos correligionarios en Europa y el Japón, no les resulta atractiva la versión blanda del monarquismo, según la que el rey, reina o emperador cumplen funciones que son inocuamente protocolares, mientras que sus parientes se dedican a la caridad o a protagonizar escándalos que mantienen divertido al populacho. Lo que quieren para la Argentina es una monarquía absoluta, como las de otros tiempos, una en que la reina pueda hacer cuanto se le antoje. Desde su punto de vista, es bueno que Cristina sea caprichosa: la arbitrariedad sirve para recordarles a todos que sería inútil pensar en oponérsele.

Si el monarquismo tradicional no les pareciera un tanto anticuado, inapropiado para los tiempos que corren por tratarse de una causa que incluso en Europa pasó de moda hace muchos años, los soldados de Cristina ya hubieran planteado la conveniencia de trocar la Constitución odiosamente liberal que sigue vigente por otra basada en el principio del derecho divino de los reyes. Después de todo, de tal manera asestarían un golpe devastador contra el liberalismo que, siglos atrás, puso fin al absolutismo en países como la Inglaterra de la Magna Carta al privar al rey de facultades que hasta entonces eran consideradas inherentes a su condición.

Es que, como pronto han descubierto muchos que en nombre de la fe, la patria, la raza o el sueño de un mundo más “humano”, decidieron luchar contra todo lo vinculado con el liberalismo, la alternativa al credo que, a partir de la Ilustración dieciochesca, domina el pensamiento occidental, no suele ser una democracia popular simpática, desprovista de excrescencias anglofrancesas ajenas a las esencias nacionales, sino un orden absolutista. ¿Es lo que tienen en mente los entusiasmados por la idea de “la Cristina eterna”?  En algunos casos, es probable que sí: en todos los países del mundo abundan personas que, de tener la oportunidad, estarían más que dispuestas a servir con abnegación a una tiranía, por aberrante que fuera.

A esta altura, no cabe duda de que la cultura política argentina es caudillista, es decir, monárquica. Parecería que son excesivamente complicados los demás sistemas en que el jefe de Estado se ve constreñido a maniobrar con mucha cautela. A la mayoría le gusta sentirse protegida contra las vicisitudes de esta vida por un mandatario “fuerte”. Aunque por motivos estéticos, y por amor propio, el líder máximo se cree obligado a hablar como si se sintiera comprometido con un conjunto de principios de importancia histórica, la ideología reivindicada por el inquilino de turno de la Casa Rosada es siempre lo de menos, razón por la que hay tantos oficialistas seriales que han saltado sin dificultades del “neoliberalismo” de la década menemista al populismo dirigista de la era K.

Los caudillistas de mentalidad autoritaria que hoy en día llevan la voz cantante en el mundillo oficialista cuentan con una ventaja clave en la interminable “batalla cultural” que están librando contra el liberalismo, vicio que algunos quisieran extirpar de la Constitución nacional: los esquemas autocráticos que preconizan son mucho más sencillos que los liberales. Para comenzar, los gobernantes no tienen que preocuparse por asuntos engorrosos como la división de poderes y la necesidad de acatar una plétora de reglas apenas comprensibles. Felizmente para quienes piensan así, el grueso de la población, en especial el sector conformado por los más pobres del conurbano bonaerense y las provincias del norte que siempre votan a favor de candidatos peronistas, concuerda en que es decididamente mejor una presidenta que saca de la galera un decretazo tras otro de lo que sería un mandatario perdiera el tiempo negociando con legisladores opositores resueltos a poner palos en la rueda.

Al acostumbrarse a pasar por alto tales nimiedades, Cristina brinda la impresión de estar gobernando el país con la firmeza exigida por las circunstancias. Según las encuestas, una parte sustancial de la ciudadanía la respalda en base a la capacidad de gestión excepcional que le atribuye, juicio que a primera vista parece absurdo a la luz de la ineficacia a menudo grotesca que es una de las señas de identidad más evidentes del gobierno actual, pero que dadas las circunstancias puede entenderse. Mientras que los demás políticos parecen dedicarse a charlar infructuosamente, a polemizar en torno a temas poco interesantes y a quejarse, Cristina da órdenes tajantes que, a veces, producen cambios concretos, con el resultado de que en opinión de muchos los opositores no sirven para nada. Como ella sin duda entiende muy bien, en un país como la Argentina de cultura monárquica, el desdén por los límites institucionales contribuye a fortalecer al mandatario y a debilitar a quienes protestan contra el abuso de poder, de tal manera confesando su propia impotencia.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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