En su versión operística de la Cenicienta, estrenada en 1817, Rossini y el libretista Jacopo Ferretti optaron por incorporar en el clásico cuento de hadas situaciones disparatadas y personajes jocosos. Así es como en “La Cenerentola”, las hermanastras son tan odiosas como desopilantes, la madrastra aparece sustituida por un padre grotesco y el hada madrina es reemplazada por un filósofo.
Al trasladar el cuento al terreno de la ópera, Rossini y Ferretti decidieron, despojarse de ciertos elementos mágicos de la historia original, que reaparecen en la puesta de Sergio Renán. Con acertadas marcaciones actorales, un extremo cuidado en los detalles y varias sorpresas, el planteo escénico es dramáticamente eficaz y visualmente encantador. Renán vuelve a recurrir a las proyecciones para subrayar situaciones o para destacar la expresión de los rostros. La puesta encuentra grandes aliados en la escenografía de Emilio Basaldúa, el vestuario de Gino Bogani y la iluminación de Eli Sirlin, fundamentales para el notable resultado final.
En el elenco sobresalió la mezzo Serena Malfi, una Cenicienta de voz bella, impecable dominio de la coloratura y profunda sensibilidad. El bajo Carlo Lepore se mostró dúctil en su desempeño vocal y desenvuelto en lo actoral. Kenneth Tarver fue un Ramiro de voz perfectamente emitida, aunque no pudo evitar ciertas dificultades en el registro agudo. Marisú Pavón y Florencia Machado se lucieron como las hermanastras, al igual que Aris Argiris en el rol de Dandini y Carlos Esquivel como Alidoro.
Reinaldo Censabella dirigió la orquesta con precisión, y el Coro Estable fue irreprochable.
por Margarita Zelarayán
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