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OPINIóN | 19-10-2012 12:31

La superpotencia y los demás

Obama. El presidente norteamericano tropezó en el debate con su rival republicano Romney y su ventaja se achica.

Si les tocara a los argentinos decidir el resultado de las elecciones norteamericanas del martes, el 6 de noviembre, Barack Obama derrotaría con facilidad a su contrincante republicano Mitt Romney. Aunque la imagen del primer presidente de raza mixta de la superpotencia ha perdido el brillo extraordinario que, en el 2008, encandiló al progresismo mundial que lo tomó por un auténtico mesías, un redentor capaz de rejuvenecer el planeta, sigue siendo más atractiva que la de Romney, hombre cuyo perfil es el de un empresario frío, casi robótico y, desde luego, demasiado norteamericano.

Pero, felizmente para los republicanos, a la hora de votar sus compatriotas no suelen prestar mucha atención a las preferencias ajenas; como aquellos argentinos que atribuyen el desprecio que sienten tantos europeos y norteamericanos por el peronismo, movimiento que a su entender es una variante tardía del fascismo italiano, a la ignorancia supina que les impide comprenderlo, se aferran con terquedad a sus propios criterios. Si bien parecería que Obama sigue aventajándolo, según las encuestas de opinión Romney le está pisando los talones.

Un eventual triunfo del mormón Romney se debería menos a sus propios méritos que a la sensación de que Obama es, en el fondo, un pesimista que da por descontado que el sueño norteamericano pertenece al pasado y que por lo tanto la tarea del presidente consiste en administrar la decadencia, amortiguando en cuanto sea posible el impacto de los cambios por venir. He aquí la razón por la que el primer debate televisivo perjudicó tanto al presidente: brindaba la impresión de que no le interesaba defender su propia gestión contra un rival que, a su juicio, sencillamente no comprendía la magnitud de los problemas que, de mudarse a la Casa Blanca, tendría que enfrentar, y que por lo tanto sería inútil tratar de explicarle que no habría forma de recuperar el dinamismo que había sido tan característico de los Estados Unidos antes del estallido financiero de mediados del 2008.

A diferencia de Obama, Romney se esfuerza por hacer gala de su optimismo. Quiere emular a otro republicano, Ronald Reagan, el que, al proclamar su confianza sin límites en el futuro de su país hablando de “un nuevo amanecer en América”, destronó al lúgubre pesimista demócrata Jimmy Carter. Desde el punto de vista de los hartos de la arrogancia de los líderes del “imperio” norteamericano, la postura de republicanos como Reagan y Romney es mucho más antipática que la humildad que manifiestan progresistas como Obama que, a menudo, dan a entender que comparten plenamente las opiniones de quienes dicen creer que los Estados Unidos son responsables de casi todas las lacras del mundo actual, pero esto no quiere decir que a los demás países les convendría que la superpotencia optara por replegarse, abandonando a su suerte al resto del planeta.

Hace cuatro años, los kirchneristas creyeron que les resultaría fácil congraciarse con el sucesor del a su juicio nada simpático George W. Bush. Aunque Cristina hubiera preferido que su “amiga” Hillary Clinton ganara la interna demócrata para entonces erigirse en presidenta, de tal modo confirmando que estábamos en “el siglo de las mujeres”, suponía que Obama la trataría con benevolencia ya que, al fin y al cabo, su marido se las había arreglado para emboscar a Bush en la cumbre panamericana que se celebró en Mar del Plata. Se equivocaba, claro está. A Obama no le cayó del todo bien la falta de respeto así manifestada por la presidencia de los Estados Unidos.

Asimismo, una serie de episodios rocambolescos, como los supuestos por las andanzas del valijero venezolano Guido Antonini Wilson, la reacción furibunda de Cristina frente a las acusaciones que se formularon ante un tribunal en Miami, y la incautación, por el canciller Héctor Timerman en persona, de material sensible que llevaba un avión militar norteamericano que fue demorado en Ezeiza, le recordaron a Obama que el gobierno argentino era, por decirlo de algún modo, decididamente excéntrico.

Desde entonces, la reacción bilateral ha sido fría. Por cierto, los norteamericanos no parecen tener la menor intención de ayudar a la Argentina a reconciliarse con los mercados internacionales; antes bien, últimamente se han solidarizado con los europeos y japoneses que quieren que el gobierno salga del default pagando lo que aún queda de su deuda externa.

¿Mejoraría la relación en el caso de que triunfara Romney? Es posible, aunque sólo fuera porque un cambio de gobierno en los Estados Unidos brindaría a las dos partes una oportunidad para adaptarse a circunstancias nuevas. Con todo, el mero hecho de que ocupara la Casa Blanca un “derechista” no solo “imperialista” sino también “neoliberal” como Romney daría a Cristina y sus incondicionales un pretexto tal vez irresistible para batir el parche antinorteamericano, de suerte que lo más probable sería que la relación se hiciera todavía peor. Asimismo, aun cuando los kirchneristas decidieran que sería de su interés intentar llevarse bien con Washington, tendrían que superar el obstáculo que les supone su voluntad patente de acercarse al Irán de los ayatolás nucleares en el momento menos indicado, ya que todo hace prever que el próximo presidente de los Estados Unidos, trátese de Obama o de Romney, tendrá que elegir muy pronto entre resignarse a convivir con una teocracia de aspiraciones genocidas pertrechada de un arsenal atómico, o tomar las medidas militares necesarias para frustrar sus planes en tal sentido antes de que sea demasiado tarde.

Mientras que Romney propende a favorecer la opción militar, Obama apuesta a que las duras sanciones económicas que está aplicando “la comunidad internacional” resulten ser suficientes como para obligar a los islamistas iraníes a tirar la toalla. Así las cosas, a ninguno de los dos les hace gracia que la Argentina haya elegido minimizar la importancia de los atentados sanguinarios contra la embajada de Israel y la sede de la AMIA con el presunto propósito de ganarse algunos dólares aumentando el comercio con Irán. Por el contrario, lo toman por un acto hostil imputable a la amistad de Cristina y sus muchachos con el caudillo venezolano Hugo Chávez, el aliado extranjero más fervoroso –con la excepción del sanguinario dictador sirio Bashar al-Assad–, de la belicosa República Islámica.

De conseguir los iraníes fabricar una bomba atómica, o de estallar a causa de su programa nuclear otra guerra en gran escala en el crónicamente explosivo Oriente Medio, la Argentina se vería involucrada, aunque solo fuera de manera tangencial, debido a los esfuerzos recientes del gobierno de Cristina de modificar la relación con Irán. El gobierno norteamericano no podría lavarse las manos del asunto ya que, les guste o no a Obama y Romney, a la superpotencia de turno le corresponde desempeñar el papel sumamente ingrato pero, desafortunadamente, necesario del gendarme internacional. La sospecha de que los Estados Unidos, bajo la conducción de Obama, están replegándose para concentrarse en sus propios problemas internos, es de por sí desestabilizadora. Puesto que, de reemplazarlo Romney, los intentos por recuperar el terreno ya perdido no contribuirían a restaurar el statu quo anterior, los años próximos resultarán ser sumamente agitados; por lo tanto, a los gobiernos de países como la Argentina les convendría manejarse con mucha cautela.

Asimismo, si bien parecería que a Cristina le encanta que “el mundo” –es decir, los Estados Unidos y la Unión Europea–, se vea inmerso en una gigantesca crisis económica y social, los demás argentinos no tienen muchos motivos para regodearse de las penurias de los países desarrollados, sobre todo si a causa de ellas China deja de crecer al ritmo veloz que se ha registrado a partir de la decisión de los líderes comunistas de suplementar su credo marxista o maoísta agregándole una versión “salvaje” del capitalismo liberal. El modelo agroexportador de Cristina depende casi por completo del poder adquisitivo del resto del mundo; sin el aporte del complejo sojero, se desmoronaría en un par de semanas.

La estrategia económica de Obama ha decepcionado mucho a sus compatriotas que ven con alarma el aumento constante del endeudamiento y lo lenta que está resultando la recuperación: temen que las próximas generaciones tengan que conformarse con ingresos inferiores a los percibidos por la del “baby boom”, o explosión de natalidad que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial, que está por jubilarse. Romney, un empresario exitoso, dice saber lo que sería necesario hacer para que la gigantesca economía norteamericana recupere el brío capitalista perdido. Sería bueno para la Argentina que, de ganar el republicano en noviembre, resultara tener razón. Mal que bien, la salud de la economía internacional dependerá por mucho tiempo más de la evolución de la de los Estados Unidos, país que, por un conjunto de motivos demográficos y culturales, está mejor ubicado que hipotéticos competidores como la Unión Europea y China para superar los desafíos planteados por los cambios tecnológicos y sociales vertiginosos que, con toda seguridad, continuarán produciéndose en los años venideros.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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