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MUNDO | 26-10-2012 12:17

Muerte y resurrección

Cada vez que los rumores lo dan por muerto, Fidel Castro reaparece. Pero la política parece que, lentamente, lo estuviera enterrando.

Lo describieron agonizante. En la etapa en que la muerte va insinuándose en el rostro y en el color de la piel. Es difícil imaginarlo sin fuerza para recorrer los pasillos del caserón de Cubanacan, donde estaba el Country Club que clausuró la Revolución. Su Revolución. Esa que tenía un bastión inexpugnable en su físico monumental y la artillería más letal en el vozarrón con que ladraba sus discursos agitadores.

Hay razones para dudar del diagnóstico lúgubre que da el médico venezolano José Marquina. Primero, porque no lo está viendo con sus propios ojos ni auscultándolo con su propio estetoscopio. Segundo, porque lo diagnostica desde los Estados Unidos y en la vereda ideológica opuesta. No obstante, tampoco deben menospreciarse sus contactos con fuentes médicas estratégicas de Cuba. Al fin de cuentas, fue Marquina quien describió acertadamente el cáncer de Hugo Chávez antes de que se hiciera público y dijo, posteriormente y acertando con precisión quirúrgica, que era de dos centímetros el tumor extraído al presidente venezolano en la segunda operación que le realizaron en la isla. El hecho es que cuando su descripción de un Fidel moribundo se instaló en los diarios del mundo, el viejo comandante apareció vestido de granjero y ahuyentando los “pájaros de mal agüero” que siempre andan anunciando su muerte.

Aún en pie, lo indudable es que Fidel Castro está en esa etapa crepuscular de la vida en que empiezan a apagarse los últimos resplandores. En sus ojos ya no está el fuego que los encendía. Su mirada ya no fulmina a enemigos y ocasionales críticos. Son los ojos y la mirada de un anciano como cualquier otro. Con las cejas enarcadas hacia arriba, como si habitara una perplejidad constante. Su mirada es inofensiva y su voz muy tenue. Por momentos, resulta increíble que a semejante fragilidad la haya habitado, durante tanto tiempo, un huracán humano capaz de arrasar con todo lo que intentara detenerlo. No hacen falta los diagnósticos para saber que Fidel se está despidiendo. Pueden faltar días, meses o años para el momento final, pero parece definitivo que ya no habrá ninguna otra acción suya capaz de conmover al mundo, que no sea su muerte.

Las señas crepusculares no están solo en la cara del comandante. También en actos y anuncios de su hermano Raúl. En su último viaje a Moscú, el menor de los Castro Ruz pasó la mayor parte del tiempo en la tumba de Lenin. Pero esta vez no fue a contemplar emocionado el reposo de un prócer en la historia, sino a indagar sobre la fórmula que usaron los científicos Vorobiov y Zbarski para embalsamar al líder de los bolcheviques. También bajó al subsuelo de la pirámide que está junto a los muros del Kremlin, para averiguar todo sobre el sistema de refrigeración que mantiene a la momia intacta desde 1924.

Aquellos trámites en la Plaza Roja justifican imaginar que hay arquitectos de proyectos faraónicos garabateando trazos de lo que será un mausoleo imponente en la Plaza de la Revolución. En esa explanada donde tantas veces vociferó discursos furibundos contra el imperialismo capitalista, construirían la tumba que convertirá a Fidel Castro en el guardián y protector de su legado, aunque lo único que proteja sea el régimen que, desde hace más de medio siglo, rige con poderes absolutos la vida de los cubanos.

Para eso son las momias y las tumbas monumentales. Bien lo sabían el sátrapa persa que inventó el mausoleo y los egipcios que intentaban perpetuar el régimen de los faraones.

Cuando los regímenes envejecen intentan protegerse con los muertos. Como Jean-Claude Duvalier cuando, tras sepultar a su padre François, hizo correr por todo Haití la versión de que, convertido en zombi, “Papa Doc” castigaría a quien conspire contra el gobierno de su hijo y heredero del poder.

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por Claudio Fantini

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