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OPINIóN | 25-01-2013 13:15

El imperio se encoge

Obama. Asumió su segundo mandato prometiendo el final de “una década de guerra”. Los conflictos no le dan tregua.

Si bien impresionaron las dimensiones de la multitud de aproximadamente 800.000 personas que asistió a la inauguración pública del segundo, y último, mandato presidencial de Barack Obama, fue pequeña en comparación con la de cuatro años antes. También lo fue la visión esbozada por Obama en el discurso relativamente breve que pronunció en las escalinatas del Capitolio. Aunque se comprometió a seguir apoyando la democracia en otras partes del planeta, dio a entender que le preocupan muchísimo más asuntos como la autoestima de los homosexuales, la desigualdad económica, el cambio climático y los problemas enfrentados por los inmigrantes mayormente hispanos.

Son temas que motivan entusiasmo entre los progresistas norteamericanos que se han aliado con distintos grupos de practicantes de la llamada política de la identidad, pero, como Obama sabe muy bien, molestan sobremanera a los conservadores que desconfían de la propensión de los demócratas a prestar más atención a las deudas sociales que a la financiera, que ya ha alcanzado proporciones astronómicas (US$ 16.400.000.000.000) y que con toda seguridad seguirá creciendo en los años próximos, saltando por encima de una serie de abismos y techos fiscales.

Obama, como su antecesor George W. Bush antes de que los soldados de Osama Bin Laden demolieran las emblemáticas Torres Gemelas neoyorquinas y un ala del Pentágono en Washington, es, por sus propias razones, un aislacionista. No quiere que los Estados Unidos pierdan tiempo, dinero y vidas en regiones remotas que están habitadas por personas de ideas y actitudes que son radicalmente ajenas a cualquier variante del sueño norteamericano.

Con todo, al asegurar Obama a sus compatriotas de que está por llegar a su fin “una década de guerra”, se trataba más de una expresión de deseos que de una realidad: mientras hablaba, tropas francesas, argelinas y malienses luchaban furiosamente contra islamistas vinculados con Al-Qaeda que acababan de lanzar una nueva ofensiva en el norte de África. Obama es reacio a involucrarse en tales batallas; como sucedió el año pasado cuando la OTAN participaba de la rebelión en contra del dictador Muammar Gaddafi en Libia, prefiere “liderar desde atrás”, aportando a lo sumo ayuda logística. Aleccionado por la dura experiencia en países como Irak y Afganistán, quiere que otros, es decir, los europeos, se encarguen de desempeñar el papel ingrato del gendarme internacional responsable de impedir que se desmorone el siempre precario orden existente.

Aunque el presidente francés François Hollande y el primer ministro británico David Cameron entienden que les corresponde enfrentar la amenaza planteada por el resurgimiento del islamismo, sus países –los únicos en Europa que están en condiciones de “proyectar poder” a otras partes del mundo–, están tan acostumbrados a depender militarmente de la superpotencia norteamericana que les costaría mucho dotarse de los recursos necesarios para cumplir el rol que Obama les ha ofrecido.

El repliegue de los Estados Unidos ha sido impulsado no solo por las dificultades económicas que se han visto agravadas por el intervencionismo sino también por la convicción de muchos asesores de Obama de que el terrorismo islamista es una consecuencia lógica del imperialismo yanqui, de suerte que, si las legiones norteamericanas vuelven a casa, se iniciará una era signada por la convivencia pacífica y el respeto mutuo universal. Se trata de una manifestación contestataria de arrogancia imperial basada en la noción de que, en última instancia, todo cuanto sucede en el mundo se debe a la maldad de los líderes norteamericanos. En cambio, republicanos como Bush el joven suponen que la benevolencia innata de su país los obliga a tratar de exportar sus valores a regiones dominadas por fanáticos religiosos y señores de la guerra.

Desgraciadamente para Obama, no se dan muchas razones para creer que el “fin de la década de guerra” no se vea seguida por otras décadas aun más cruentas. Siria ya es un matadero, pero no hay garantía alguna de que el eventual sucesor del dictador Bashar al-Assad sea menos sanguinario. En Egipto, millones de coptos cristianos temen ser víctimas de lo que en los Balcanes se llama limpieza étnica. Irán no parece tener ninguna intención de abandonar sus aspiraciones nucleares pero Israel estará resuelto a frustrarlas. Luego de la retirada ignominiosa de la OTAN encabezada por los norteamericanos, Afganistán podría caer nuevamente en manos de los talibán. Para alarma de la India, Pakistán, ya una potencia nuclear, se asemeja cada vez más a un estado fallido. Y, en el norte de África, Mali dista de ser el único país en que los islamistas están activos.

Lo que Obama espera sea el inicio de una nueva etapa de aislacionismo norteamericano, pues, ha coincidido con la multiplicación muy rápida de focos de tensión en distintos lugares del planeta. Huelga decir que la conciencia de que el presidente de la única superpotencia auténtica quisiera que el resto del mundo se cocinara en su propia salsa por un rato, mientras él se dedique a curar las heridas sociales de su país, solo ha servido para estimular a los decididos a aprovechar una oportunidad acaso irrepetible para alcanzar sus propias metas. Mal que les pese a los norteamericanos, no son protagonistas exclusivos del turbulento drama humano. Asimismo, por antipáticos que para muchos hayan resultado ser los años de supremacía yanqui, convendría recordar que los intervalos entre el hundimiento de una potencia hegemónica y la consolidación de otra nunca se han caracterizado por el respeto por los derechos de los débiles.

Según Obama, la recuperación económica de los Estados Unidos ha comenzado, pero si bien la situación en que se encuentran parece mucho mejor que la de la Unión Europea y, para más señas, últimamente el producto bruto del gigante ha crecido a un ritmo más brioso que el de la Argentina sin que la inflación haya planteado problemas, esto no quiere decir que en adelante todo vaya con viento en popa. Para alarma no solo de los puritanos del Tea Party sino también de acreedores como el gobierno comunista de China, la deuda pública norteamericana sigue aumentando. El estado fiscal de California y Michigan se parece a aquel de Grecia. Muchas municipalidades grandes están en bancarrota. Puede que los Estados Unidos logren salir indemnes del pozo financiero en que se han precipitado –las economías modernas funcionan de modo misterioso–, pero también es posible que de un día para otro todo se venga abajo, como sucedió a mediados del 2008 al estallar una burbuja inmobiliaria colosal.

Sea como fuere, podría resultar vana la esperanza de Obama de que la clase media, la de “los anchos hombros”, se vea beneficiada por la recuperación a la que aludía. La desocupación masiva y la subocupación que está socavando dicha clase se debe solo en parte al impacto muy fuerte del desaguisado financiero. También ha contribuido el progreso tecnológico que, combinado con la globalización, ya ha eliminado millones de empleos apropiados para obreros manuales, oficinistas y ejecutivos, y todo hace prever que siga destruyendo puestos de trabajo en los años próximos.

Asimismo, aunque el envejecimiento de la población norteamericana aún no ha llegado a los mismos extremos que en Europa o el Japón, las presiones sobre el sistema de salud y de seguridad social ya se han hecho sentir al empezar a jubilarse los productos del gran boom de natalidad que se dio después de la Segunda Guerra Mundial. La expansión de la “clase pasiva”, además de los cambios demográficos causados por la inmigración de millones de personas procedentes del Tercer Mundo, en especial de América latina, estuvo detrás del triunfo electoral del “progresista” Obama sobre su rival republicano, Mitt Romney, un centrista según las pautas norteamericanas tradicionales, pero ahora el gobierno demócrata tendrá que ingeniárselas para compatibilizar un gasto social cada vez mayor con el dinamismo económico preciso para satisfacer las expectativas de sus simpatizantes.

No le será del todo fácil. En el sur de Europa, los esfuerzos en tal sentido no han prosperado. Aunque los norteamericanos se creen seres privilegiados que jamás podrían compartir el destino de tantos griegos, españoles e italianos que se han visto atrapados en una crisis que les parece incomprensible, cuando del futuro de las distintas economías y de las sociedades que dependen de ellas se trata, nada está escrito.

El primer mandato de Obama decepcionó a quienes –según las malas lenguas, entre ellos el propio Obama–, habían imaginado que era un superdotado carismático que por su mera presencia en la Casa Blanca lograría cambiar la historia. A comienzos de su segundo, es un mandatario mucho más sobrio en un país más sobrio. En ciertos círculos, tanto izquierdistas como derechistas, se ha puesto de moda el “declinismo”, la sospecha de que el imperio informal estadounidense está por verse depositado, al lado del británico, el español y el romano, en el basural de la historia. Tal vez tanto pesimismo sea prematuro. Si no lo es, muchos que fantasean con festejar pronto el derrumbe del coloso cuya arrogancia les resultaba insoportable tendrán motivos de sobra para lamentarlo.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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