Como los partidos políticos, los credos religiosos tienen que adaptarse a las circunstancias que, en el mundo actual, suelen cambiar con tanta rapidez que a menudo ni siquiera los pensadores más lúcidos comprenden muy bien lo que está sucediendo. Si no logran hacerlo, morirán. Para una Iglesia que se consolidó en la tardía antigüedad y cuyos líderes se ven constreñidos a reivindicar o, cuando menos, a excusar la conducta de centenares de personajes históricos que se encontraron en situaciones radicalmente distintas de las de nuestros días, esta antipática realidad darwiniana plantea un desafío que intimidaría a cualquiera, sobre todo a un erudito más acostumbrado a lidiar con problemas intelectuales que la mayoría cree esotéricos que desempeñar las tareas múltiples y muy onerosas del encargado de turno de “gobernar la barca de San Pedro”.
No sorprende, pues, que muchos ya hayan decidido que la gestión de ocho años del Papa Benedicto XVI fue un fracaso rotundo; los progresistas lo condenan porque, lejos de prestar la debida atención a sus consejos amables, el alemán siguió oponiéndose al aborto, a la homosexualidad, a la ordenación de las mujeres y otras cosas buenas; los conservadores, porque con frecuencia brindó la impresión de ser extrañamente flexible ante las desviaciones doctrinarias. Para colmo, celebró “sin reserva” los aspectos positivos de la modernidad nacida de la Ilustración, aquella revolución intelectual del siglo XVIII contra la cual ciertos nostálgicos continúan luchando.
Ya antes de convertirse en papa, Joseph Ratzinger era consciente de lo terriblemente difícil que le sería combinar la defensa acérrima de verdades supuestamente eternas con la necesidad de cambiar lo suficiente como para no perder contacto con el mundo que efectivamente existe. El dilema que enfrentó se vio resumido cuando, como Benedicto XVI, anunció que le faltaban las fuerzas necesarias para continuar en su cargo y que por lo tanto lo abandonaría. En aquel momento, muy pocos entendían lo que decía, en parte porque desde hacía casi seis siglos ningún otro pontífice había tomado una decisión tan drástica, pero también porque hablaba en latín, un idioma antes imprescindible para toda persona con pretensiones intelectuales pero que en la actualidad interesa solo a los escasos clasicistas que aún quedan, algunos literatos de gustos anticuados y clérigos por lo común ancianos. Podría decirse lo mismo de la tradición cultural de la que el hombre que en el 2005 se erigió en papa sigue siendo un representante destacado. Luego de siglos de virtual hegemonía en Europa, es rechazado por muchos que la consideran propia de un estilo de vida que les parece exótico y nada atractivo. Mal que le pesara a Ratzinger, un pensador que se ha familiarizado con los debates filosóficos de otros tiempos, le tocó vivir en una época de ruptura, una signada por el desprecio, que le parecía suicida, de las elites dominantes por el pasado occidental y también por el futuro, ya que quienes no sienten ni interés ni respeto por lo hecho por sus propios antepasados supondrán que sus descendientes serán igualmente propensos a consignar al olvido a los suyos. He aquí un motivo por el que la generación que está comenzando a jubilarse no titubeó en acumular deudas monstruosas que sus sucesores tendrán el privilegio de saldar. La voluntad del pontífice que, para desconcierto de los fieles también pasará a retiro dentro de un par de semanas, de reintroducir el empleo del latín en la misa reflejaba el deseo de restaurar los vínculos con los europeos de generaciones ya idas, de respetarlas en lugar de tratarlas como brutos imperialistas reaccionarios, culpables de todos los males del mundo actual.
Ratzinger quiso luchar, desde el atril papal, contra el relativismo facilista que a su juicio planteaba a Europa un peligro mortal porque en su opinión está en la raíz de su decadencia. Sus esfuerzos en tal sentido no prosperaron, lo que no quiere decir que el diagnóstico estuviera equivocado. Por cierto, la devastadora y a esta altura irreversible implosión demográfica que está despoblando a Italia, España, Grecia y Alemania, además del desmoronamiento económico y en consecuencia social de los países mediterráneos, con sus secuelas de desocupación juvenil masiva y la depauperación de millones de personas, hacen pensar que no podrá sostenerse por mucho tiempo más el “modelo”, a un tiempo libertario y, en teoría, solidario, propuesto por el progresismo europeo que a partir del colapso del comunismo soviético disfruta de un consenso muy amplio.
Con todo, aun cuando Ratzinger, como crítico del hedonismo permisivo que es tan característico de los tiempos que corren, haya tenido razón, no hubo mucho que, en el papel de Papa Benedicto XVI, pudo hacer para revertir las tendencias que tanto le alarmaban. El que el aún jefe de la Iglesia Católica sea un ensayista excelente dispuesto a polemizar cortésmente con cualquiera es, sin duda, digno de elogio, pero para cumplir con sus muchas responsabilidades también tendría que ser un administrador muy eficaz y, para difundir con éxito su mensaje, le sería necesario poseer las dotes de un político carismático, como en el caso de su amigo y antecesor, el muy conservador pero así y todo simpático a ojos de sus adversarios intelectuales Karol Wojtyla. Según los enterados, Ratzinger nunca aprendió a maniobrar con soltura en la burocracia laberíntica del Vaticano y sus muchas dependencias. (Más información en pág. 100).
A diferencia del polaco, el bávaro tomaba en serio la corrupción consentida que corroía el clero y se afirmaba horrorizado por “la suciedad” en que habían caído los muchos pederastas, algunos eminentes, cuyas actividades provocaron un sinnúmero de escándalos vergonzosos. Puesto que la Iglesia se había concentrado tanto en reivindicar valores sexuales severos repudiados no solo por los no creyentes sino también por la mayoría de los católicos mismos, la brecha entre lo que decían los clérigos y lo que algunos hacían bastaba de por sí para quitarle autoridad moral. Atribuir esta realidad a Ratzinger sería injusto pero, como sucede en política, como jefe máximo de una institución la responsabilidad formal era suya. ¿Hizo bastante para reparar el daño? Claro que no, pero eran tantas las dificultades de todo tipo que hubiera tenido que superar para recuperar la autoridad moral del conjunto sin por eso minimizar la gravedad de lo hecho por los pederastas que estaba escrito que fracasaría.
De todos modos, el desafío principal enfrentado por Ratzinger y sus sucesores tiene menos que ver con las debilidades de miembros determinados del clero que con el abandono por parte de una proporción cada vez mayor de los europeos del cristianismo. No es un fenómeno nuevo. A mediados del siglo XIX, el poeta inglés Mathew Arnold ya lamentó que solo escuchaba el “rugir lleno de tristeza, largo y en retirada”, del “mar de la fe”, dejándonos “como en una llanura sombría, envueltos en alarmas confusas de fugas y batallas, donde los ejércitos ignorantes se enfrentan de noche”. Sus palabras resultaron ser proféticas.
Como Ratzinger entendía antes de convertirse en Benedicto XVI, en Europa el “mar de la fe” en el que flotaba “la barca de San Pedro” se secaba con rapidez, privándola de poder e influencia. En países antes célebres por el fervor católico de sus habitantes como Italia, España e Irlanda, la mayoría de los jóvenes suele optar ya por una versión sensiblera y nada ortodoxa del viejo credo, ya por el laicismo burlón. Huelga decir que no han servido para mucho los intentos de Ratzinger de convencer a los intelectuales de que no es incompatible la racionalidad con la fe, que en última instancia es mejor ver el mundo a través del prisma cristiano que, ha señalado una y otra vez, fue creado por el encuentro del razonamiento griego con la religiosidad judía que, andando el tiempo, se vería formalizado por la jurisprudencia romana, y que según él constituiría la base de la civilización europea, porque todas las alternativas han resultado ser peores.
Fue con el propósito de defender el concepto así supuesto que Ratzinger pronunció, en la universidad de Ratisbona, aquel célebre discurso en que subrayó la diferencia entre el cristianismo, en que “es necesario y razonable interrogarse sobre Dios por medio de la razón” y el islam que prefiere métodos más expeditivos, ya que se ha propagado “por medio de la espada”, citando en su apoyo a un emperador bizantino. Estaba en lo cierto el Papa. Por lo demás, la guerra santa contra la que protestaba sigue cobrando fuerza y, tal y como están las cosas, podría significar la pronta aniquilación de los reductos cristianos que todavía quedan en el mundo musulmán. Pero si lo que el Papa se proponía era advertirles a los europeos que les convendría entender que la historia aún no había terminado y que sería prematuro festejar el esperado final feliz de hermandad universal y respeto mutuo interreligioso, la reacción indignada tanto de los musulmanes como de los progresistas occidentales lo hizo cambiar de actitud. ¿Es que exageraba la gravedad de la amenaza? No tardaremos en saber la respuesta a dicho interrogante, pero de intensificarse mucho más la persecución de los cristianos de Pakistán, el Oriente Medio y el Norte de África, el eventual sucesor de Benedicto XVI no podrá lavarse las manos del asunto.
* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.
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