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OPINIóN | 15-03-2013 14:36

Cristina se tiende una trampa

La "democcratización judicial" que planea la Presidenta podría contrariar las intenciones del kirchnerismo.

En el mundo mágico de Cristina, el tiempo se detuvo el anochecer del 23 de octubre del 2011, justo cuando, según el INDEC electoral, el 54 por ciento de los votantes terminó por darle su apoyo. Desde entonces, nada ha cambiado. Cristina es pueblo. Encarna la voluntad popular. Puede hacer lo que se le antoje. Los cacerolazos multitudinarios, el desastre ferroviario de Once, el desplome de su rating en las encuestas, el parate económico que apenas se ha iniciado, la huida despavorida de empresas gigantescas como la Vale brasileña, la indignación causada por el pacto con el vil régimen iraní, solo se trata de episodios anecdóticos ajenos a la realidad real que es la de la Presidenta.

Es en base a esta convicción que Cristina se ha propuesto “democratizar” la Justicia, arrancándola de las manos sucias de la corporación judicial para que por fin la gente tenga la última palabra. Da por descontado que quienes presuntamente la votaron casi un año y medio atrás –el ex ministro de Economía, Roberto Lavagna, dice que el resultado oficial de la contienda fue fraudulento–, la ayudarán a llenar el Consejo de la Magistratura de cristinistas incondicionales, personas tan leales y tan serviciales como los muchachos y muchachas de La Cámpora, aquellos legisladores obedientes que aprueban cualquier proyecto que se le ocurre enviarles y los abnegados aplaudidores empresariales que, como muñecos de resorte, se ponen de pie para celebrar sus ocurrencias. En tal caso, la presidentísima no tendría motivos para preocuparse por el futuro que, dicen los reaccionarios, sí vendrá y que, para ella y sus cortesanos, podría resultar ser decididamente sombrío.

Desgraciadamente para Cristina y sus acompañantes, el pueblo es veleidoso por naturaleza. Se niega a entender que el país entró en el freezer el día en que Cristina barrió con la oposición. Propende a cambiar de opinión. Con cierta frecuencia, el caudillo todopoderoso, amo y señor del país, se ve transformado de la noche a la mañana en un impresentable. Si no lo creen los miembros del círculo áulico de Cristina, que pregunten al compañero Carlos Menem.

No es del todo inconcebible que, de ponerse en marcha el proceso democratizador impulsado por Cristina, la mayoría elija no solo a partidarios de la mano dura con delincuentes e incluso de la pena capital, sino también a quienes se hayan comprometido a asegurar que todos los señalados como corruptos, comenzando con la mismísima Presidenta, sean condenados a muchos años de cárcel, que la mutual que se llama La Cámpora sea declarada una asociación ilícita, que los terroristas de la década de los setenta del siglo pasado paguen por su aporte a la guerra sucia como ya han hecho los milicos y así, largamente, por el estilo. ¿Será el pueblo del 2014 idéntico a aquel del 2011? No hay motivo alguno para creerlo.

Los países más civilizados han desarrollado sistemas judiciales relativamente autónomos que, hasta cierto punto, son capaces de resistir las presiones tanto del gobierno como de la opinión pública. Lo hicieron porque querían reducir el peligro de una dictadura monárquica o ideológica por un lado y, por el otro, a raíz del temor a las consecuencias previsibles de dar rienda suelta a turbas vengativas. La Justicia popular suele degenerar muy rápido en la ley de Lynch. Asimismo, a través de los siglos se han perpetrado millones de crímenes horrorosos en nombre ya del soberano absoluto, ya de la voluntad mayoritaria. Parecería que lo que Cristina tiene en mente es una combinación de ambas aberraciones, que, además de blindarse a sí misma y a los suyos contra una eventual campaña mani pulite criolla, le encantaría ver institucionalizados los escraches para que sus adversarios, mejor dicho, enemigos, aprendan de una vez a tratarla con la veneración debida.

La Justicia argentina dista de ser perfecta. Luego de diez años de colonización kirchnerista hay, como siempre ha habido, jueces venales, jueces de ideas estrambóticas, jueces demasiados permisivos y otros que, de tener la oportunidad, obrarían con severidad sádica. Puede que, por poco probable que parezca, en algunos lugares aún haya jueces liberales. Los tiempos de la Justicia suelen ser decimonónicos o, cuando está en juego algo que interesa al poder político, dejan boquiabiertos a todos por su vertiginosidad. La burocracia judicial, cuyos orígenes se remontan a los días del imperio español, es a menudo asfixiante.

Sin embargo, a ojos de Cristina tales deficiencias, que son notorias, importan mucho menos que la negativa de los jueces más influyentes, los de la Corte Suprema, a cohonestar enseguida todas sus iniciativas, en especial las destinadas a pulverizar al Grupo Clarín por no haberla respaldado con la vehemencia exigida cuando la guerra contra el campo. Con toda seguridad, la Presidenta ha llegado a la conclusión de que su marido fallecido, bendito sea su nombre, cometió un error imperdonable al reemplazar, por las malas como corresponde en los tiempos que corren, a la flexible Corte Suprema menemista por una dominada por juristas ingenuos que tomen en serio lo de la división de poderes y la independencia judicial. Para el revisionismo kirchnerista, lo que en los primeros años de la década ganada era considerado por casi todos un gran acierto ha resultado ser un bodrio. Como dijo una vez el consigliere en jefe presidencial Carlos Zannini, un –es de suponer– ex maoísta: “Nosotros pusimos esta Corte para otra cosa”.

Convivir con la Corte que efectivamente existe no sería fácil para la Presidenta aun cuando estuviera resuelta a respetar todas las normas legales. En América del Norte y Europa, pocos días transcurren sin que un oficialista se queje amargamente del obstruccionismo a su juicio perverso de los jueces locales. Es lógico, pues, que la convivencia sea virtualmente imposible para los militantes de un gobierno como el de Cristina que, so pretexto de ser revolucionarios, son transgresores por principio y creen estar librando una “batalla cultural” furibunda contra medio mundo con el propósito de hacer de la Argentina una versión de la Santa Cruz de antes y que, para más señas, no disimulan su intención de ir por todo, subordinando el país a una sola persona. En el esquema kirchnerista, no hay lugar para la Justicia independiente. Tampoco lo hay para la Justicia a secas, a menos que se dignifique con tal palabra lo que se encuentra en Cuba, China, Irán y Arabia Saudita, país este que debería interesar más a los oficialistas porque lleva el nombre de la familia reinante.

Por fortuna, la Argentina no se asemeja mucho ni a las tiranías mencionadas ni a los integrantes del bloque bolivariano. A pesar de la depauperación de casi la mitad de sus habitantes y la decadencia del sistema educativo, la mayoría intuye que el ciclo de la facción coyunturalmente “hegemónica” se ha agotado y que la decisión de ir por la Justicia es un síntoma de debilidad, de desesperación, de quienes no saben qué hacer para mantener a raya el tsunami económico amenazante que ven aproximándose y que, para colmo, siguen haciendo gala de un grado asombroso de ineptitud.

Los soldados de Cristina apuestan a que la politización de todo, a la militancia frenética, aun cuando se ponga al servicio de algo tan insólito como un acuerdo con una banda de extremistas religiosos acusados de apadrinar el mayor atentado terrorista de la historia del país, sirva para distraer la atención de los ya perjudicados y a los pronto a serlo por la insensatez de los equipos pendencieros que disputan el manejo de la maltrecha economía nacional que, tal y como están las cosas, corre el riesgo de hundirse por enésima vez en medio de una tormenta inflacionaria. Es probable que se hayan equivocado, que, lejos de dejarse engañar por la combatividad estéril de los ultra K, la mayoría opte por las alternativas representadas por moderados como Daniel Scioli o, tal vez, por un “derechista” como Mauricio Macri. No quiere que haya una ruptura traumática, pero de agravarse mucho más el estado de la economía, un día de estos podría asumir una postura menos pasiva.

En tal caso, Cristina y sus funcionarios tendrían motivos de sobra para aferrarse a antigüedades a su parecer tan despreciables como la Constitución y la Justicia de la desdeñada “corporación judicial”. Son instituciones tan reaccionarias, y tan lentas, que podrían salvarlos de la ira popular, mientras que una Justicia más “democrática” y más veloz sería reacia a permitirles defenderse con argumentos legalistas. Antes bien, magistrados deseosos de merecer la aprobación de la gente procurarían congraciarse con el pueblo fallando conforme con lo que tomen por el sentir mayoritario, erigiéndose en tribunos de hordas que reclamen el sacrificio inmediato de algunos chivos expiatorios. Muchos jueces ya actúan de esta manera, razón por la que es rutinario que un cambio de régimen se vea seguido por la encarcelación de un conjunto de emblemáticos del recién desplazado; de prosperar las “reformas” sugeridas por Cristina, en adelante habrá muchos emblemáticos más, todos kirchneristas, y los fallos en su contra serán llamativamente más contundentes que los que en otros tiempos privaron de su libertad a radicales, menemistas y servidores de las diversas dictaduras militares..

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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