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POLíTICA | 04-04-2013 16:57

Secretos de la contabilidad K

Extracto del libro de Franco Lindner que revela cómo la Presidenta investigó la fortuna que le dejó Kirchner. Los cuadernos de Néstor.

Los ocho cuadernos de tapa dura tardaron diez largos meses en aparecer tras la muerte de su dueño, Néstor Kirchner. Máximo, el hijo mayor, era quien los buscaba con desesperación. Intuía que en esas hojas rayadas encontraría la respuesta a muchas de las preguntas que se hacían él y su madre viuda.

Porque era en esos anotadores donde el ex presidente solía escribir nombres, números con varios ceros, favores, contraprestaciones y distintos emprendimientos que acaso no figuraban en su declaración jurada. Kirchner empleaba una letra chica y desprolija y explicaba:

–Hay que escribir así, chiquito, para que los que estén hablando con vos no lleguen a leer.

Y también decía:

–Las computadoras te las pueden hackear. En cambio, de acá no se escapa nada.

Pero el problema era que Kirchner ya no estaba. Y que los cuadernos habían desaparecido con él.

Máximo los había buscado sin suerte en los cajones de los distintos escritorios de su padre, en los placares, entre su ropa, en la Quinta de Olivos, Río Gallegos, El Calafate, en su oficina del Congreso, que permanecía intacta. Nada.

Ya estaba por rendirse cuando alguien le avisó dónde podía encontrarlos.

–Los debe tener Danielito –le dijo el funcionario, uno de los más influyentes del Gobierno.

Danielito era Muñoz, el histórico secretario de Kirchner que había dejado su trabajo por decisión propia tras la muerte del jefe.

No se sabe si los cuadernos realmente los tenía Muñoz, pero lo cierto es que días después de la pista dada por el funcionario ya estaban en poder del auténtico heredero del ex presidente y no de alguno de sus asistentes. Máximo había recuperado el tesoro. Corría agosto del 2011.

–¿Y? ¿Qué hay en los cuadernos? –quiso saber el funcionario que lo había guiado.

–Muchas cosas –dice que le contestó el joven Kirchner, con su locuacidad habitual.

La Presidenta agradeció esa información sensible de la que carecía hasta entonces. Su intento de reconstruir el verdadero patrimonio heredado, sus intempestivas inspecciones a empresas de integrantes del entorno kirchnerista, sus incómodos careos con empresarios cercanos a su difunto marido, todo lo había hecho a tientas hasta ese momento. Pero ahora parecía tener una lista precisa: la letra diminuta de Kirchner, los nombres, los números que había anotado, la llave de su contabilidad paralela descubierta recién diez meses después de haber enviudado.

Máximo, el nuevo macho alfa de la familia, la acompañó en la lectura e interpretación de aquellos garabatos escritos en tinta negra. Y la secundó en cada encuentro que la Presidenta tuvo con los hombres que aparecían en el ayuda-memoria de Kirchner. También mandó avisarles, antes de las reuniones, que se esperaba algo de ellos, al menos una explicación.

Fue lo que ocurrió con Sebastián Eskenazi, por entonces director de la petrolera YPF. En septiembre del 2011, un emisario del hijo K lo citó en el hotel Hilton de Puerto Madero para adelantarle lo que Máximo y la Presidenta pretendían de él: sentarse a discutir el futuro de la empresa, hacer causa común contra los españoles de Repsol –socios mayoritarios de Eskenazi– y pedirles que reinvirtieran los dividendos en la Argentina. Tres meses después, en diciembre de ese año, confirmó que el tema iba en serio cuando escuchó las mismas exigencias de boca de la propia Cristina en la Quinta de Olivos.

Fue en esa dura reunión cuando el empresario quebró su amistad con el Gobierno.

–Cristina, perdoname, pero yo no soy empleado tuyo –aseguran que le dijo.

Y cuando intentó explicarle que el trato que había cerrado con Kirchner era destinar todos las ganancias que obtuviera a pagar la deuda que mantenía con los españoles de Repsol tras su ingreso a la empresa, y no a reinvertir esa plata en la Argentina, la viuda lo frenó en seco:

–No me importa lo que hayas arreglado con mi marido.

¿Por qué el ex presidente había aceptado esa condición tan poco nacional y popular? ¿A cambio de qué?

No se sabe si su viuda interrogó a Eskenazi al respecto, pero sí está claro que la despedida que le dedicó ese día fue brutal:

–Mirá que te podés quedar sin nada si estatizamos la empresa. Sin nada y en Tribunales.

Máximo presenció la escena sin hablar.

YPF fue expropiada tres meses y medio después, bajo la batuta de Axel Kicillof. Y Eskenazi perdió toda su participación en la empresa.

Para leer la nota completa, adquiera online la edición 1892 de la revista NOTICIAS.

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