Thursday 28 de March, 2024

BLOGS | 08-04-2013 02:05

Zarina indie

Regina Spektor, música alternativa con aires de perestroika.

Hablemos de Regina Spektor. Música para minitas. Uno de esos shows a los que uno va cargado de prejuicios. Y, sin embargo, sale satisfecho.

Ante todo, Regina -ya entramos en confianza, en cualquier momento le empezamos a decir Regie- es muy muy muy muy rusa. Los que hayan tenido el placer y la desgracias de compartir algún tiempo con este pueblo maravilloso y atorrante sabrán lo que quiero decir. Anna Kournikova no es la típica rusa. La moscovita de manual es Regina Spektor: ancha de espalda y de caderas, tetona (cuando envejezca, esas tetas chocarán con su panza), con la cara redonda, la nariz chata y la sonrisa amplia a flor de esa piel fantasmalmente blanca. De lejos parece completamente encantadora. De cerca y enojada, si es como todos sus compatriotas, debe ser peligrosísima.

El telonero del show fue Jack Dishel, su marido. Aburrido y anacrónico, Dishel es una clara demostración de que el talento no es una enfermedad de transmisión sexual. Verlos juntos deja una cierta sensación de ley del embudo musical.

Ah, porque, sí, Regina Spektor es indudablemente talentosa. Sobre el piano es eficiente, pero lo que destaca es la performance vocal. Se nota que disfruta de lo que hace, que arriba del escenario la está pasando bien, y transmite eso. Enfundada en un vestidito brillante y unos zapatotes ¿de hombre?, es una nena grande disfrazada de princesa, una zarina indie que -sin embargo- suena mucho más mainstream de lo que sus fans se atreverían a admitir.

El repertorio es ecléctico, pero no tanto, y todo tiene su sello personal, incluyendo esa manía de dejar sus canciones "inconclusas". Sí, la mayoría de los temas de Regina Spektor tienen buenas premisas y algunos fraseos que se pegotean en el patio de atrás del subconsciente. Pero finales, lo que se dice finales, no hay. Muchas de sus canciones parecen terminar abandonadas por el aburrimiento de sus propios ejecutantes.

La banda que la acompaña tiene una formación algo inusual: piano, batería, teclados y violoncello. El baterista es simplemente extraordinario, contrastando con el tecladista, que parece haber dormido la siesta gran parte del show y ser una pieza bastante prescindible del set.

Una curiosidad con respecto al uso del cello: A falta de bajo eléctrico (o contrabajo, o tuba, o cualquier cosa que cubra el rango dinámico de los sonidos graves) el cellista prescinde del arco y pulsa las cuerdas, cubriendo esa vacante. Pero, cuando necesita recurrir al arco para armar colchones, el hueco de los bajos lo cubre la mano izquierda de Spektor, martillando sobre el piano. El que no está atento escuchará una línea de bajo constante. Pero prestando atención, la alternancia entre los dos instrumentos resulta exquisita.

La puesta en escena es de una austeridad que hace lucir a los franciscanos como bon-vivants. En las pantallas no sucede nada que no pueda verse a ojo desnudo sobre el escenario y, aunque el sonido es impecable, el iluminador no parece ponerle demasiada garra. Por momentos, la mise-en-scene da la impresión de ser más apta para un venue más pequeño. Como si Geba les quedara grande.

Quizás si algo le falta a su presentación en vivo es un momento en que el público explote y delire. Porque la música de Regina Spektor es para escuchar de sentado y aplaudir al final. Es el anti-rock-concert. El que espere hacer pogo o bailar sobre la silla saldrá decepcionado.

Sin embargo, a diferencia de otros shows con mucho más despliegue que hemos visto (namely Madonna), el de Spektor en ningún momento aburre. No estalla, pero mantiene el foco durante su escuetísima hora y media de duración, bises incluidos.

Salvo que estés perdidamente enamorado de lo que hace, no te va a volar la cabeza. Pero si no la odiás profundamente, te va a garantizar un buen momento.

Para cuando vuelva, reincidencia recomendada.

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