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OPINIóN | 12-04-2013 14:57

Mundos en colisión

A los políticos no les gusta demasiado la realidad real, la auténtica, la del mundo en que lucha por mantenerse de pie la gente que periódicamente avala las pretensiones de los “dirigentes” más exitosos en el cuarto oscuro. Con muy escasas excepciones, la han reemplazado por una realidad virtual que refleja sus propias preferencias sociales, culturales e ideológicas. Si bien pocos irían tan lejos en este sentido como Cristina que, con la ayuda de su gurú más influyente, Guillermo Moreno, y los técnicos militantes del INDEC, ha inventado un país que es llamativamente distinto de la Argentina en que vive el grueso de sus compatriotas, hasta los más pragmáticos se han acostumbrado a minimizar la gravedad de los problemas concretos que se han acumulado. Puede entenderse, pues, el estupor que tantos políticos sintieron cuando, hace poco más de una semana, la realidad, en la forma de lluvias torrenciales, irrumpió, anegando algunos barrios porteños primero y después, con ferocidad destructiva aun mayor, en La Plata, donde murieron ahogadas más de cincuenta personas.

Es como si quienes ocupan puestos en los distintos niveles de gobierno descubriesen, para su asombro, que la Argentina es un país subdesarrollado en que no se ha invertido lo suficiente en obras de infraestructura que hubieran servido para limitar los daños causados por las inundaciones que, si bien en esta ocasión crecieron con rapidez insólita, distan de ser una novedad. En vista de la intensidad inédita que adquirió el temporal, es probable que ningún sistema de contención hubiera logrado impedir que las aguas devastaran muchas viviendas, pero es tan notoria la falta de previsión de los integrantes de la clase política nacional que enseguida la mayoría atribuyó las dimensiones de la catástrofe a la corrupción, desidia y miopía que, de acuerdo común, la caracteriza. Justa o no, tal reacción mostró la desconfianza visceral que siente la mayoría hacia los dirigentes políticos que, en el 2001 y el 2002, se manifestó a través de la consigna desesperada “que se vayan todos”.

Huelga decir que la Argentina no es el único país en que se ha difundido la sensación de que la clase política en su conjunto, incluyendo, claro está, a quienes integran alguna que otra facción opositora, se ha alejado tanto del resto de la ciudadanía que a sus miembros afortunados les preocupan mucho menos los problemas de los demás que sus propios intereses corporativos. En la atribulada franja mediterránea de Europa, siguen abundando “los indignados” que protestan con virulencia contra la incapacidad para mitigar sus penurias de los gobernantes, tanto los elegidos democráticamente como los que en efecto fueron nombrados por funcionarios apenas conocidos de Bruselas o Berlín, y que, con los representantes del FMI, que conforman una “troika” todopoderosa.

Se sienten atrapados, impotentes, en un sistema cruel que nadie parece estar en condiciones de manejar, uno que, para más señas, parece brindar a políticos venales oportunidades para disfrutar de un tren de vida envidiable. En cierto modo, es como si el sur de Europa estuviera en vías de argentinizarse, ya que la prioridad de los políticos es persuadir a la gente de que, a pesar de lo sucedido últimamente, saben lo que hay que hacer para que el bienestar común sea algo más que una aspiración fantasiosa aun cuando en verdad parecerían no tener la menor idea de cómo alcanzarlo.

Por desgracia, para que la ciudadanía confiara en la capacidad de las autoridades locales para hacer frente a las inundaciones que son frecuentes –aunque, en las zonas más pobladas del país al menos, raramente resultan ser tan catastróficas como las que hace poco se ensañaron con La Plata–, hubieran sido necesarias décadas signadas por eficiencia gubernamental, planificación urbana previsora, la construcción de obras de infraestructura que de acuerdo común son imprescindibles y, por si acaso, la formación de equipos de rescate profesionales preparados para actuar sin demora.

Sin embargo, desde hace muchas décadas, los gobernantes del país han privilegiado lo inmediato por encima de aquellas actividades que, al brindar sus frutos muchos años más tarde, podrían ser aprovechadas por los militantes de otras corrientes ideológicas, lo que por razones evidentes sería inaceptable. En teoría, todos coinciden en que lo que el país precisa para salir del atraso es “políticas de Estado”, pero sucede que no hay forma de garantizar que los responsables de ponerlas en marcha o instrumentarlas monopolicen los beneficios electorales que deberían producir.

He aquí un motivo por el que, cuando es cuestión de obras públicas, la generación actual de políticos parece incapaz de emular a la de casi un siglo atrás. Tan llamativo ha sido el deterioro en este ámbito que ciertas zonas del conurbano bonaerense se parecen cada vez más a aquellas partes de África del Norte en que indigentes analfabetos se refugian en tugurios miserables que han improvisado al lado de ruinas grandiosas dejadas por los romanos que gozaban de un nivel de vida material que ellos nunca conocerán.

Que esto haya ocurrido tiene su lógica. Aunque finja creer lo contrario, todo político que se precie entiende muy bien que una imagen atractiva vale muchísimo más que una buena gestión. Desde el punto de vista de Cristina y sus militantes, es incomparablemente más provechoso invertir millones de dólares en Fútbol para Todos de lo que sería perder el tiempo tratando de mejorar el desempeño de lo que aquí hace las veces del Estado, para no hablar de lo inútil que les resultaría gastar dinero para impulsar la construcción de obras hídricas aburridas que, aun cuando sirvieran para salvar muchas vidas, solo impresionarían a un puñado de expertos. Hoy en día, lo que cuenta es “el relato”, es decir, las apariencias.

Así, pues, una vez recuperados de su desconcierto inicial, los dirigentes se abocaron a la magna tarea de minimizar la parte que les correspondería de los “costos políticos” de las inundaciones. Cristina visitó su barrio natal, Tolosa, donde aún vive su mamá; fue mal recibida, pero su acto de presencia mereció la aprobación incluso de sus adversarios, puesto que no le es habitual dar la cara en tales circunstancias. A la cuñada presidencial, Alicia Kirchner, le fue peor; vecinos “agitadores” la denostaron de manera tan fea que la jefa de la familia reinante podría borrarla de la lista de candidatos para las elecciones próximas. El gobernador Daniel Scioli intentó hacer gala de su simpatía por los damnificados, mientras que Mauricio Macri, blanco de diatribas kirchneristas por haber estado de vacaciones en Brasil cuando las lluvias se precipitaron con salvajismo sobre la Capital Federal, se vio aliviado al trasladarse la tormenta, con furia redoblada, a territorio peronista.

El más perjudicado por su falta de reflejos resultó ser el intendente platense, Pablo Bruera, que cometió el error de tomar al pie de la letra el principio clave de la política moderna según el que las apariencias importan decididamente más que la mera realidad; fue enviado un tuit que nos informó que el hombre trabajaba afanosamente como rescatista aficionado cuando resultó que aún estaba en Río de Janeiro. ¿Lo perdonarán los votantes? En algunos países, sus congéneres ya lo habrían obligado a renunciar, pero aquí son más tolerantes, de suerte que sorprendería que Bruera se viera expulsado del gremio político.

¿Ayudan o estorban aquellos políticos que, disfrazados de rescatistas, descienden como paracaidistas en zonas afectadas por un desastre natural para que sean fotografiados entregando pedazos de pan, bidones de agua o colchones a las víctimas? Con toda seguridad estorban, pero, bien que mal, en todas partes, hasta en China, se creen constreñidos a hacerlo por entender que quienes acaban de perder casi todo en medio de una catástrofe terrorífica quieren sentirse acompañados y que, claro está, su propio futuro dependerá no tanto de su capacidad administrativa como del presunto calor humano que sepan exteriorizar.

Se trata, pues, de una forma de vincularse emotivamente con la gente, de reducir la distancia psicológica que separa el mundo político de aquel de los mortales comunes. Parecería que funcionó, ya que luego de un par de días se hicieron menos vehementes las críticas dirigidas contra Cristina, Macri y Scioli, pero debería de motivar cierta inquietud entre los muchos que viven de la política el protagonismo que fue asumido por la llamada sociedad civil. Con ánimo autocongratulatorio, los medios “hegemónicos” –lo son porque el público les presta más atención que a los gubernamentales–, elogiaron la solidaridad de las muchas personas que donaron bienes y, en algunos casos, contribuyeron a repartirlos entre los necesitados, de tal manera insinuando que, a diferencia de los políticos, la “gente común” se ha mantenido sana, generosa y plenamente capaz de socorrer al prójimo en una emergencia.

Así las cosas, sería de suponer que en adelante dichas personas votarían a favor de candidatos con las mismas cualidades, pero, de más está decirlo, la posibilidad de que lo haga es casi nula. Habrá exagerado aquel ultraconservador atrabiliario, el conde saboyano Joseph de Maistre, cuando dictaminaba que “cada pueblo tiene el gobierno que merece”, pero no lo hizo por mucho.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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