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OPINIóN | 03-05-2013 13:29

Rumbo a la nada

Reforma judicial. La ley que el Gobierno impuso en el Congreso multiplica el malestar social.

En países de instituciones democráticas robustas, los gobiernos que se las arreglan para protagonizar desastres descomunales suelen despedirse con un gemido, con un “me quiero ir” lastimero y autocompasivo, para que otros se encarguen de restaurar un mínimo de orden. Tienen que dar un paso al costado porque sus integrantes saben que la ciudadanía no les permitiría modificar las reglas del juego a fin de aferrarse al poder; si trataran de hacerlo, los expulsaría sin miramientos. En países de tradiciones más anárquicas, por decirlo de algún modo, desalojar del poder a los artífices de la catástrofe más reciente, sobre todo si se habían creído destinados a cambiar la historia, marcar un antes y un después e inaugurar una edad de esplendor sin precedentes, puede resultar mucho más difícil.

Por cierto, a personajes como los halcones del kirchnerismo no les hace ninguna gracia la visión de T. S. Eliot que, en el poema, “Los hombres huecos” en que aludía a sus congéneres espirituales, dictaminó: “Así acaba el mundo, no con un estallido sino con un gemido”. Puede que los comunistas soviéticos, abrumados por el fracaso de su experimento luego de haber asesinado a decenas de millones de burgueses, se hayan confesado derrotados por la realidad, pero los kirchneristas son más tercos o, quizás, más imaginativos.

Desde el punto de vista de tales militantes, si de perder el poder se trata, sería más digno que fuera después de protagonizar una lucha épica que como consecuencia de algo tan banal como una elección. A diferencia de quienes apenas movieron un dedo para impedir la implosión del colosal imperio soviético, los tienta lo que los españoles llaman el numantismo, la voluntad, auténtica o no, de resistirse a las embestidas enemigas hasta que no quede nadie de pie, lo que a su juicio les aseguraría un lugar honorable en la historia de las rebeliones contra un statu quo insoportable. Asimismo, la experiencia les ha enseñado que si dejan a sus sucesores un país arruinado, después de un intervalo relativamente breve muchos sentirán nostalgia por los buenos viejos tiempos, lo que, siempre y cuando no estén entre rejas, les daría una oportunidad para disfrutar de un regreso triunfal.

Pues bien: en las semanas últimas, se ha difundido la sospecha de que Cristina y sus pretorianos han llegado a la conclusión de que, en vista de que las circunstancias los han forzado a elegir entre la democracia y el poder que, como decía el fallecido Alfredo Yabrán, confiere impunidad, no les queda más alternativa que la de ponerse a demoler las ya destartaladas instituciones republicanas, comenzando con las judiciales que tantos disgustos podrían ocasionarles.

¿Por qué no? Los intelectuales orgánicos del movimiento en que militan dicen que la Constitución Nacional es un artilugio liberal y burgués que fue confeccionado por los enemigos del pueblo con el propósito apenas disimulado de esclavizarlo, realidad que, claro está, los obliga a desmantelarlo cuanto antes. Haciendo gala de cierto sentido del humor, Cristina ya ha iniciado la tarea en nombre de “la democratización”. Como no pudo ser de otra manera, la ofensiva contra la Justicia ha provocado alarma entre quienes no quieren que la Argentina siga el rumbo hacia la nada que ya ha tomado Venezuela y que podría condenarla a años de dictadura lumpen bajo la férula de sujetos impresentables como Nicolás Maduro.

La sensación de que el país está en vísperas de una ruptura del orden constitucional porque los kirchneristas sencillamente no pueden darse el lujo de abandonar el poder, y ni hablar de rendir cuentas ante la Justicia, plantea a los demás un dilema nada agradable. Tienen que optar entre seguir acatando las normas democráticas con la esperanza de que la mayoría los premie por su buena conducta, como efectivamente sucedería en sociedades en que la mayoría está acostumbrada a anteponer el respeto por las reglas a las pasiones ideológicas, partidarias o tribales, a sabiendas de que de tal modo correrían el riesgo de brindar una impresión de pusilanimidad, y resignarse a participar de una lucha de desenlace incierto en que los ayudarían aliados circunstanciales como el camionero Hugo Moyano y las aguerridas formaciones de la ultraizquierda.

Con todo, aunque los dirigentes opositores principales, sean socialistas, radicales, macristas, peronistas herbívoros o sobrevivientes de la Coalición Cívica fundada por Elisa Carrió, son reacios a depender demasiado del activismo extraparlamentario, no pueden ignorar que en la actualidad la resistencia más fuerte al autoritarismo kirchnerista está haciéndose sentir no en el marco de las instituciones que fueron creadas para tal fin, como el Congreso o los tribunales, sino en la calle y en la prensa todavía independiente. Mientras que a esta altura es penosamente evidente que los legisladores kirchneristas que dominan ambas cámaras del Congreso nacional votarán a favor de cualquier proyecto de ley, por autoritario que fuera, que les envía Cristina, y que abunden jueces que son “leales” a la Presidenta y por lo tanto fallarán en consecuencia sin preocuparse en absoluto por los escándalos resultantes, los cacerolazos multitudinarios y otras manifestaciones públicas han servido para recordarles a los soldados oficialistas que acaso no les convendría mofarse de la opinión mayoritaria. Al fin y al cabo, todavía les importan los resultados electorales.

Mientras los kirchneristas aún contaron con el respaldo de una proporción sustancial del electorado – tal vez no de aquel “54%” que dicen haber conseguido en octubre de 2011, pero así y todo de muchísimos–, procuraban guardar las apariencias constitucionales. Dejaron de hacerlo al enterarse de que a Cristina no le sería dado eternizarse en el poder. El esfuerzo frenético del gobierno por kirchnerizar la Justicia antes de que sea tarde es un síntoma de debilidad, no de fortaleza, que se ha intensificado al proliferar las denuncias que, de funcionar como es debido las instituciones, pondrían fin al ciclo que empezó hace casi diez años cuando Néstor Kirchner alcanzó la presidencia de la República en base a menos del 23% de los votos, para entonces ponerse a “construir poder” con los métodos consabidos que, en aquel entonces, merecieron el consenso de los traumatizados por el desplome de un par de años antes. Se entiende: desde hacía muchos años, el temor generalizado a la ingobernabilidad había sido una de las armas más potentes en los arsenales no solo de golpistas militares sino también del peronismo. Huelga decir que los Kirchner supieron aprovecharlo en beneficio propio.

La situación en que se encuentran Cristina y sus cortesanos sería menos grave si aún les sonriera la maltrecha economía nacional pero, después de haberlos apoyado, la economía se ha transformado en un enemigo que es cada vez más feroz. Como muchos han señalado con pesar, es en buena medida merced a la inflación y el parate industrial que la gente se siente indignada por la corrupción, o sea, por el saqueo sistemático de los recursos del país por una banda que, so pretexto de estar llevando a cabo una especie de revolución popular, se dedica a enriquecerse, apropiándose de tajadas crecientes de la riqueza nacional. El latrocinio así supuesto no motivaría muchas protestas si existiera la sensación de que todo marchara viento en popa, pero, desgraciadamente para los kirchneristas, este dista de ser el caso. Por el contrario, el país parece destinado a hundirse en una nueva crisis terminal a pesar de que la coyuntura internacional siga siéndole muy favorable.

He aquí una razón por la que el espectáculo conmovedor que nos brindó hace poco Hernán Lorenzino, el hombre abnegado que hace las veces de ministro de Economía, ha perjudicado tanto la imagen del gobierno de Cristina. Combinada con la irrupción casi simultánea en una asamblea de accionistas del Grupo Clarín del púgil Guillermo Moreno y su ladero marxista-keynesiano Axel Kicillof, la difusión de la malograda entrevista de Lorenzino con una periodista griega no familiarizada con las costumbres locales, ya que no sabía que en la Argentina kirchnerista es considerado de pésimo gusto exigirles a los funcionarios mencionar la palabra “inflación”, llamó la atención de muchos ciudadanos a la deficiente calidad humana de los integrantes más poderosos del Gobierno nacional.

En el idioma de la griega Eleni Vavitsitslotis, la Argentina se ha convertido, una vez más, en una “kakistocracia”, una sociedad gobernada por los peores, una calamidad que no inquietaría a los kirchneristas que, por principio, son contrarios a los esquemas aristocráticos en que se supone que quienes desempeñan dicha tarea son los mejores, pero que no puede sino preocupar a las víctimas en potencia de sus experimentos disparatados.

Lorenzino quiere irse. ¿Y sus compañeros? No extrañaría que por lo menos algunos estuvieran pensando en la conveniencia de alejarse ya de un gobierno cuyos integrantes parecen enorgullecerse de su ineptitud. Tampoco sorprendería que la mismísima Cristina, atosigada por un mundo que insiste en caerle encima y por colaboradores que no están a su altura, también compartiera los sentimientos del hombre que, según las pautas de otros tiempos es el miembro más importante de su gabinete pero que tiene menos prestigio que el responsable de traerle tacitas de café.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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