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OPINIóN | 11-06-2013 16:24

Estados alterados

Paciente. Scioli espera su turno en el 2015 y aspira a suceder a Cristina, aunque la Presidenta no le confía y lo reta en público.

Por ser la Argentina una monarquía casi absoluta en que tanto depende de la voluntad de una sola persona, lo que está sucediendo en la cabeza de Cristina es un asunto de gran importancia. ¿Está tan “alterada psicológicamente”, como aventuró hace poco el ex presidente Eduardo Duhalde, un observador astuto, si bien interesado, del interminable melodrama político nacional, que una derrota en las elecciones legislativas de octubre le haría perder los estribos, una eventualidad que a su juicio tendría consecuencias nefastas “porque no tenemos vicepresidente”? ¿O sería que la señora a veces opta por brindar la impresión de estar a punto de estallar de furia por entender que tratar a personajes como Daniel Scioli y Sergio Massa como si fueran escolares díscolos la ayudaría a disciplinarlos, además de asegurarle el apoyo fervoroso de los muchos que temen que la alternativa al gobierno actual sería una gélida tiranía neoliberal que los despojaría de lo poco que tienen?

Sea como fuere, los preocupados por el futuro del país no pueden darse el lujo de pasar por alto las vicisitudes del estado de ánimo de Cristina. Aunque nadie la cree “una idiota”, muchos la consideran proclive a oscilar entre la depresión y la euforia, tema este que en una oportunidad llegó a la atención del gobierno norteamericano que, como otros, se sentía desconcertado por su forma muy extraña de gobernar la Argentina.

Pues bien: si Cristina reacciona frente a las malas noticias exhortando a sus simpatizantes más fanatizados a contraatacar por todos los medios, nos aguarda una etapa convulsiva. Si prefiere tranquilizarlos, señalándoles que en una democracia es perfectamente normal que un gobierno de un signo determinado se vea sucedido por otro distinto, se difundiría la sensación de que el ciclo kirchnerista ya ha llegado a su fin, lo que le provocaría tantos problemas que no le sería del todo fácil mantenerse en el poder hasta diciembre de 2015. Puesto que la economía está deslizándose con rapidez hacia otra de sus crisis ya rutinarias, podría producirse nuevamente una situación comparable a la que siguió a la implosión de la convertibilidad. Aunque la fragmentación crónica del mundillo político puede ser ventajosa desde el punto de vista del presidente de turno mientras conserve la autoridad necesaria para gobernar, significa que a menudo resulte tumultuoso el período entre el ocaso de un caudillo y el surgimiento definitivo de su sucesor.

Como afirma Duhalde, Cristina “no tiene contención”. No la tiene en parte porque su temperamento un tanto autoritario no lo permite, pero también porque un sector sustancial de la clase política nacional se resiste a ponerse a la altura de sus responsabilidades. A muchos profesionales de la política les resulta más cómodo limitarse a obedecer sin chistar las órdenes de arriba, por arbitrarias que fueran, de lo que sería intentar hacer un aporte más positivo. Por lo demás, suelen ser más “leales” hacia el líder máximo del movimiento al que se han plegado que hacia los valores democráticos. Nunca lo comprenderán, pero quienes obran así están traicionando a la jefa idolatrada privándola de los consejos ecuánimes que todo mandatario precisa. Para funcionar bien, el sistema democrático necesita contar con la colaboración activa de muchos miles de personas experimentadas que estén dispuestas a aprovechar plenamente su capacidad intelectual, a ser algo más que burócratas dóciles y asustadizos. El servilismo parasitario de tales sujetos está en la raíz de virtualmente todas las tiranías habidas y por haber; de no ser por ellos, el mundo sería un lugar decididamente mejor.

Cristina es víctima no tanto de sus propias características como de las deficiencias de la cultura política del país, deficiencias que se hicieron dolorosamente patentes hace más de dos siglos en los años confusos que precedieron a la independencia y que aún no se han remediado. Obligada por las circunstancias a intentar gobernar a través de instituciones raquíticas, la Presidenta pronto se sintió sin más opción que la de rodearse de fieles obsecuentes que aplaudirían todas sus medidas sin animarse a advertirle de los riesgos que corrían. Escasean los que en una situación parecida resultarían inmunes a la tentación de creerse infalibles y por lo tanto con el derecho a ir por todo. Por desgracia, parecería que Cristina nunca se ha permitido demasiadas dudas al respecto o, cuando menos, que las ha reprimido por sospechar que, si vacilara, todo se vendría abajo.

Aunque el sueño de la re–re, cada vez más tenue, sigue flotando en el aire, Cristina sabe que el tiempo no perdona, que “yo no soy eterna”, como dijo antes de ensañarse con los que, como Scioli y, tal vez, Massa tienen “un millón de amigos” porque no ponen la cara para defenderla contra los ataques de los odiados “medios corporativos”. Quiere que su “proyecto” se eternice pero, por tratarse de uno que es forzosamente unipersonal, no hay nadie salvo ella que podría encabezarlo.

Es todo un dilema. Por instinto, Cristina aleja enseguida a cualquier persona que a su juicio sería capaz de erigirse en un presidenciable auténtico, pero no puede sino entender que un subalterno debidamente abnegado se vería repudiado incluso por los votantes más leales. Ni siquiera a los muchos de La Cámpora les gustaría gritar “Alicia al gobierno, Cristina al poder”, remedando así las consignas coreadas por sus padres o abuelos.

¿Le serviría a la Presidenta apoyar a un gobernador provincial como el entrerriano Sergio Urribarri o el chaqueño Jorge Capitanich? Es posible, pero también lo es que, una vez consagrado, el elegido optara por sacrificarla, tratándola con el mismo desprecio que ella y Néstor manifestaron por su propio padrino, Duhalde. Como Cristina sabe mejor que nadie, la gratitud no figura entre las virtudes peronistas: si a su sucesor le conviniera echarla a los leones a fin de congraciarse con un pueblo vengativo, no titubearía en hacerlo. El que ciertos kirchneristas se hayan puesto a ponderar los méritos de Amado Boudou nos dice todo cuanto necesitamos saber acerca de lo complicado que le sería prolongar la vida de su “proyecto” o “modelo”.

El tiempo apremia. Además de mantener cruzados los dedos y rezar para que las elecciones de octubre no le resulten tan adversas como prevén los convencidos de que el oficialismo sufrirá una derrota rotunda, para no decir épica, en las urnas, Cristina tiene que prepararse para enfrentar el día aciago en que se vea constreñida a abandonar el poder y, con él, la impunidad. Puede que no ocurra tan pronto como muchos quisieran, pero tarde o temprano llegará. Su estrategia es sencilla: como el mariscal francés Ferdinand Foch que en 1914, cuando se temía que París cayera en manos de los alemanes, emitió la siguiente orden del día: “Mi derecha está hundida. Mi centro flaquea. La situación es excelente. Me lanzo al ataque…”; Cristina ha emprendido una ofensiva furibunda en todos los frentes, embistiendo contra los ejércitos mediáticos, las hordas judiciales, Scioli, Massa y vaya a saber cuántos más.

Felizmente para los aliados, Foch se salió con la suya. Más de un cuarto de siglo transcurriría antes de que los teutones tomaran París. ¿Lo emulará Cristina? Pocos se arriesgarían apostando al éxito de la maniobra presidencial que, hasta ahora, ha resultado ser contraproducente: con escasas excepciones, los jueces se han movilizado en defensa de su autonomía, devolviendo los golpes con cautelares a la espera de que la Corte Suprema declare inconstitucional el intento de la Presidenta de reemplazar la vieja Justicia burguesa por otra “popular”, o sea, kirchnerista. Mientras tanto, los “generales mediáticos”, liderados en esta oportunidad por el mariscal Jorge Lanata, están bombardeando a Cristina con denuncias de corrupción que ya han dejado agujereada la imagen que está en la base del poder desmedido que una sociedad excesivamente confiada insistió en darle.

Entre otras cosas, la severa amonestación presidencial a Scioli llamó la atención a la soledad de una Presidenta que no sabe cómo hacer frente a las denuncias. Parece haberse entregado a la autocompasión, lamentando la negativa de quienes presuntamente militan en el oficialismo a ayudarla, sin explicarnos lo que les está reclamando. ¿Qué podrían hacer? ¿Decir que no creen que Néstor Kirchner se haya apropiado ilícitamente de una cantidad fenomenal de dólares, que las bóvedas patagónicas son un mito urbano, que no les parece raro que Lázaro Báez, un cajero de un banco de Santa Cruz cuando se puso al servicio de quien andando el tiempo sería gobernador provincial y presidente de la república, se haya transformado en un magnate riquísimo, dueño de empresas, estancias y otras propiedades valiosísimas, que el ex jardinero de Néstor disponga de una flotilla de helicópteros, que, pensándolo bien, están a favor del saqueo progresista? Mal que le pese a Cristina, Scioli no puede darle más ayuda que la supuesta por su negativa a romper con ella. Es más; de todas las opciones hipotéticas que aún le quedan, la que tiene como protagonista el ex motonauta del “millón de amigos” cuya mera existencia le molesta es la menos peligrosa.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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