Friday 29 de March, 2024

OPINIóN | 14-06-2013 13:45

Bajo vigilancia en el planeta Panopticón 

Te escucho. El escándalo del espionaje del gobierno norteamericano afecta la credibilidad de Obama.

Hace casi veinte años, los reacios a permitir que los gobiernos anglosajones hurgaran en sus asuntos denunciaban, con la indignación apropiada, la existencia de una gigantesca red de espionaje electrónico llamado Echelon. En aquel entonces, se informó que el sistema operado por los Estados Unidos, el Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda captaban miles de millones de comunicaciones telefónicas e informáticas todos los días, en busca de señales de actividades sospechosas. Luego de transcurrir algunas semanas, la tormenta mediática en torno de Echelon amainó al resignarse la gente a su presencia orwelliana. Huelga decir que el sistema siguió funcionando.

¿Por qué, pues, han motivado tanto desconcierto las “revelaciones” del joven Edward Snowden acerca del interés de la Agencia Nacional de Seguridad yanqui en recopilar una cantidad fenomenal de datos electrónicos de diverso tipo para entonces tratar de analizar los que podrían resultarle útiles?  Ya sabíamos que el ciberespacio está plagado de hackers capaces de apoderarse del contenido de cualquier adminículo informático ajeno, que empresas como Google y Apple se habían familiarizado con los detalles de nuestras finanzas, gustos y, es de suponer, opiniones personales, y que suelen usarlos con propósitos comerciales.

Así las cosas, sería realmente asombroso que los encargados de velar por la seguridad de sus países respectivos se abstuvieran de aprovechar la información que es tan fácilmente disponible. Puede que el programa “Prisma”, que funciona con la colaboración de empresas telefónicas del sector privado, sea el más sofisticado de su género, pero habrá otros similares en países como China, Rusia y Japón, además de versiones acaso más rudimentarias en lugares menos desarrollados.

Que este sea el caso es, desde luego, alarmante, pero a menos que sean desmanteladas todas las extensas redes electrónicas que cubren el planeta y que tantos beneficios nos han brindado, no habrá forma de prohibirlo. El propio Snowden señaló que, “sentado en mi escritorio, yo tenía facultades para intervenir el teléfono de cualquiera: usted, su contador, un juez federal, incluso el presidente si recibía un correo electrónico personal”. Pero no solo se trata de hombres como Snowden que están vinculados con empresas que trabajan para agencias gubernamentales. Miles, tal vez decenas de miles, de personas están en condiciones de hacer lo mismo. Tal y como están las cosas, con un mínimo de ingenio, virtualmente cualquiera puede acceder a secretos que otros preferirían mantener bien ocultos.

A fines del siglo XVIII, el célebre pensador británico Jeremy Bentham, un progresista según las pautas de la época en que le tocó vivir, proyectó una cárcel en que un solo vigilante podría ver lo que hacían todos los prisioneros sin que ellos se dieran cuenta. La bautizó el Panopticón. Nos guste o no nos guste, merced al progreso arrollador de la tecnología, el mundo se parece cada vez más al ideal siniestro del fundador del utilitarismo y amigo de, entre otros, Bernardino Rivadavia.

Por cierto, leyes que apuntan a proteger la privacidad del individuo siempre llegan tarde; la tecnología corre más rápido que los juristas, legisladores o dictadores. Borrar las huellas informáticas que uno deja es tan difícil que muy pocos procuran hacerlo.  Por lo demás, en muchos centros urbanos y carreteras, las cámaras “de seguridad” ya son ubicuas y, para que a nadie se le ocurra intentar esconderse en un lugar alejado de la civilización, desde el espacio nos miran satélites que son capaces de detectar la diferencia entre una hoja y otra. Gracias a ellos, los norteamericanos pueden asesinar a guerreros santos, y a quienes están a su lado, en las montañas de Pakistán enviándoles un avión no tripulado letal, o sea, un drone.

Si bien lo denunciado por Snowden no es exactamente nuevo, ha conseguido desatar un revuelo mayúsculo que ha perjudicado bastante la imagen del presidente Barack Obama. Los más escandalizados no son los republicanos, que con la excepción de algunos libertarios de principios anticuados están a favor de un mayor grado de vigilancia porque a su entender la seguridad nacional es prioritaria, sino los demócratas, en especial los del ala progresista del partido, que habían imaginado que la gestión de uno de los suyos sería radicalmente distinta de la de su anatematizado antecesor, George W. Bush. Para su desazón, las diferencias entre “Bushitler” y el ganador del premio Nobel de la Paz tienen más que ver con su forma de hablar y la imagen pública que han construido que con lo que efectivamente hacen.

Para disgusto de quienes lo habían idolatrado, Obama, no bien se instaló en la Casa Blanca, entendió que no le convendría modificar drásticamente la estrategia antiterrorista elegida por Bush como había prometido antes de erigirse en “el hombre más poderoso del mundo”. Además de demorar hasta nuevo aviso el cierre definitivo de la cárcel de Guantánamo en el enclave que conserva Estados Unidos en Cuba porque los norteamericanos no querían ver trasladados a su propio territorio continental a jihadistas que los odian, y también porque los únicos países extranjeros dispuestos a ofrecer refugio a los más notorios podrían ya matarlos enseguida, ya hacer uso de sus servicios, Obama no vaciló en asesinar selectivamente a islamistas considerados peligrosísimos con drones o, cuando se las arregló para poner fin a la vida de Osama bin Laden, con fuerzas especiales.

Es que de la experiencia de Bush aprendió que le sería mejor no obrar a la luz del día, lo que andando el tiempo podría suponerle muchos costos políticos, sino de manera más subrepticia. Por lo demás, Obama siempre ha sido consciente de que le sería desastroso que durante su mandato se llevara a cabo un gran atentado equiparable con el del 11 de septiembre de 2001; el grueso de sus compatriotas lo atribuiría a su negligencia, mientras que una minoría estridente lo tomaría por evidencia de que es en verdad un musulmán.

Obama insiste en que, por ser imposible “tener ciento por ciento de seguridad y también ciento por ciento de privacidad, sin ningún inconveniente”, el espionaje en escala masiva se justifica.  Por lo tanto es, afirma, una cuestión de encontrar el punto de equilibrio. Tiene razón, claro está, pero la ubicación de dicho punto propende a cambiar conforme a las circunstancias; de difundirse la sensación de que “el terrorismo”, este eufemismo que se emplea para no herir las susceptibilidades musulmanas, ya no plantea peligros muy graves, los espías tendrían que ser más respetuosos de la privacidad, pero al producirse más atentados, como el que fue perpetrado hace poco por dos hermanos chechenos en Boston, los servicios de seguridad tienen que defenderse contra ciudadanos airados que los critican por no haberlos frustrado.

Por fortuna, son muy pocos los datos que afectarían a los ciudadanos comunes que merecen la atención de los esforzados agentes gubernamentales que, al fin y al cabo, no perderán el tiempo analizando charlas telefónicas entre adolescentes o amas de casa aun cuando, de quererlo, pudieran dedicarse a tales menesteres.  Así y todo, no hay ninguna garantía de que los funcionarios del gobierno de Obama se limiten a rastrear las comunicaciones de terroristas auténticos con su vasta panoplia electrónica. Ya antes de hablar Snowden, se había revelado que las autoridades del equivalente norteamericano de nuestra AFIP trataban de hostigar a personas y grupos relacionados con el Tea Party mayormente republicano, mientras que el Departamento de Justicia ha pinchado los teléfonos de la Associated Press y Fox News, el programa emblemático de los “medios corporativos” locales.

Exageran quienes comparan la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense con la Stasi de la Alemania oriental comunista, pero la revolución tecnológica de los años últimos le ha suministrado armas que son mucho más potentes que las empleadas por aquella dictadura miserable que dependía de la malicia de los vecinos, amantes o compañeros de trabajo de los sospechosos de albergar ideas subversivas. Por ser tan fácil aprovecharlas para castigar a adversarios políticos, no extraña que algunos militantes obamistas, de actitudes más autoritarias que democráticas, hayan caído en la tentación de hacerlo.

Snowden y sus simpatizantes advierten que está cobrando forma en su país un Estado hostil a las libertades fundamentales, uno que ya posee la capacidad para monitorear buena parte de las actividades humanas, para destruir la vida privada y convertir Internet en una zona vigilada por la Policía secreta del Gobierno. Quieren estrangular el monstruo que ven surgiendo antes de que sea demasiado tarde. Es poco probable que lo logren. Por desgracia, si bien en la fase inicial de la gran revolución informática los comprometidos con la libertad del individuo se han visto fortalecidos por tecnologías que les permiten propagar sus ideas por el mundo entero en un par de segundos, están contraatacando sus enemigos, tanto los que saben muy bien lo que están haciendo como los que juran que nunca pensarían en pisotear los derechos ajenos, porque les es maravillosamente sencillo acumular y almacenar información acerca de virtualmente todas las personas para emplearla en su contra en cuanto les parezca

oportuno.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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