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BLOGS | 30-07-2013 16:47

Lo que sucede en Las Vegas

Luces y sombras, mitos y verdades sobre la ciudad de los hoteles gigantes, las luces de neón y los megacasinos.

El eslogan es tan metiroso como tantos otros: "Lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas". La frase circula desde hace décadas como parte de la sabiduría popular que dicta que una de las dos capitales de la timba de Estados Unidos (la otra es Atlantic City) es, ante todo, un lugar discreto. Y en una ciudad cuyo sobrenombre debería ser "descontrol", nada más ansiado para el viajero tramposo que dejar en el olvido, en el anonimato, lo que sea que haya pasado en mitad del caluroso desierto del Mojave.

Lo cierto es que lo que sucede en Las Vegas no termina de quedarse del todo en Las Vegas. En parte, porque algo de esa ciudad ya estaba en el imaginario popular de los que nos criamos con series como "Historia del crimen", con el implacable y bigotón Teniente Mike Torello y su obsesión por cazar al mafioso del juego Ray Luca; o con el Dan Tanna de Aaron Spelling, el detective que metía el convertible en el living de su casa, en la serie que acá conocimos como "Las Vegas" a secas, pero que tenía un título original bastante más elocuente: "Vega$". Sin embargo, el "efecto Vegas" va más allá de los íconos pop. La ciudad de los megacasinos y los shows de Celine Dion a toda hora se le queda a uno pegada con una fuerza que supera a los clisés de Fremont Street, con sus "clubes para caballeros" y sus casinos anacrónicos. El choque cultural y estético es fuerte y se prende del subconsciente como una garrapata.

En el estrambótico y colorido polo urbano, la pregunta más frecuente es: "Where are you from?". Porque nadie es del todo de Las Vegas. Es una ciudad de inmigrantes, tanto internos como externos. El taxista paquistaní te deja en la puerta del hotel, donde el botones cubano te lleva hasta el conserje filipino. En muchos de los hoteles, los empleados llevan en el uniforme un cartelito que no solo tiene su nombre, sino también su ciudad de origen. Que puede ser Budapest o Chicago. Porque nadie es del todo de Las Vegas, ni siquiera los mismos norteamericanos. Todos llegan buscando más fortuna que excesos y la verdad es que el índice de empleo es alto y los sueldos son buenos –en la industria de casinos y hotelería, por supuesto– a pesar de la crisis. Un croupier en cualquier casino de Las Vegas Boulevard ("The Strip", para los lugareños) gana solo en propinas más que la media del docente del mismo estado.

Pero si algo caracteriza a la ciudad es el brillo. Neones que son una patada en la retina desde el mismísimo aeropuerto hasta el rincón más discreto del hotel menos lujoso. Todo tiene luz. Mucha luz. Más de 20 millones de megawatts al año, con un consumo per capita de electricidad que multiplica por diez al de Buenos Aires. Electricidad importada, dicho sea de paso, desde Canadá, a pesar de la cercanía de la represa Hoover. Pero lo más curioso de tantas luces de colores, más allá del consumo salvaje, es que todo, absolutamente todo, está reñidísimo con el buen gusto.

Los argentinos, siempre tan glamorosos, seríamos incapaces de perdonarle a un hotel marplatense que pusiera un león dorado en su lobby (como hay en el MGM Grand) o que decorara toda una galería comercial simulando un pueblecito italiano (como en el Caesar's Palace). Pero en casinópolis hay eso y muchísimo más: letreros sobredimensionados, pantallas gigantes en las calles, fuentes de aguas danzantes, montañas rusas montadas en las cimas de edificios –hoteles, por supuesto– y réplicas de íconos internacionales como la Esfinge, la Tour Eiffel o la Estatua de la Libertad. Visto en perspectiva, todo allí es irredimiblemente mersa.

Y, sin embargo, se lo perdonamos. Porque es Las Vegas. Porque es la ciudad de Mike Torello. Porque, cuando el visitante entra en clima y empieza a vibrar al calor árido del desierto, es capaz de olvidarse completamente del buen gusto y entrar al Hotel Bellagio en bermuda y ojotas. Porque todos lo hacen. Porque es parte del paisaje. Porque estamos en Las Vegas. Y, lo que sucede en Las Vegas –nos han dicho– se queda ahí.

Pero no es cierto. Lo que sucede en Las Vegas no se queda en Las Vegas. Te persigue de regreso a casa en forma de resumen astronómico en la tarjeta de crédito; en una ficha de casino olvidada en el bolsillo de un jean; en una colección de souvenires que poco tienen que envidiarle al mate de alpaca que reza altivo "recuerdo de Las Toninas"; en una foto desprolija, sacada con un celular en un club nocturno y etiquetada en Facebook.

Porque lo que sucede en Las Vegas no se queda en Las Vegas.

Si no, pregúntenle a Messi.

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