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OPINIóN | 02-08-2013 14:50

Francisco frente a un mundo turbulento

Bergoglio. Tras su exitosa visita a Brasil, el jefe del Vaticano debe afrontar los cuestionamientos internos por su reformismo.

El papa Francisco dice que le gustaría poder salir de la “jaula” vaticana y pasear por la calle, como hacía Jorge Bergoglio en tiempos idos, pero, como sabe muy bien, ser el Sumo Pontífice tiene sus privilegios. Uno consiste en que hasta sus palabras más banales son festejadas por multitudes que ven en ellas evidencia de sabiduría supernatural. Si un político en campaña –o un obispo porteño–, nos asegura que la realidad puede cambiar, que la corrupción, la pobreza, la exclusión y la droga son malas pero que no hay que desanimarse y así por el estilo, a nadie le llamaría la atención, pero cuando el Papa habla así sus admiradores dicen que se ha erigido en el líder de una especie de revolución espiritual destinada a transformar el mundo.

Asimismo, si bien Francisco sorprendió a muchos al preguntarse, con la humildad apropiada, “¿Quién soy yo para juzgar a los gay?”, afirmó basarse en el “catecismo de la Iglesia Católica” que, dijo, apunta a “integrarlos en la sociedad”. Es de suponer, pues, que cuando de la ética sexual se trata, Francisco –lo mismo que Bergoglio– es en el fondo un tradicionalista: compadecerá con los que a su juicio son pecadores pero que así y todo “buscan al Señor”, sin por eso condonar el pecado.

Aunque de acuerdo común, Francisco es “carismático” porque habla con sencillez, desprecia el lujo y por su mera presencia convoca a muchedumbres que motivarían la envidia de cualquier estrella del rock, no le será nada fácil impedir que la Iglesia Católica se convierta en “una ONG”, o un club para quienes toman en serio las lucubraciones teológicas y sienten nostalgia por rituales milenarios. En Europa, el hedonismo laico ya la ha reducido a un culto de influencia menguante en países antes renombrados por el fervor de los fieles, un retroceso que se ha visto impulsado últimamente por una serie al parecer interminable de escándalos protagonizados por pedófilos clericales. Asimismo, a pesar de la hostilidad eclesiástica hacia lo que Francisco califica del “dios dinero”, los banqueros del Vaticano han resultado ser tan corruptos como sus homólogos de otros credos.

¿Incidirá la prédica vehemente de Francisco, y de sus antecesores pontificales, a favor de la justicia social, la equidad y la inclusión de los pobres, y en contra de la corrupción estructural, en la evolución de los países de mayoría nominalmente católica? Es poco probable. Por las razones que fueran, las sociedades que se ajustan mejor al ideal reivindicado por los papas son las protestantes del Norte de Europa o, en lo que concierne a la equidad económica, las “confucianas” de Asia Oriental. En cambio, los países latinoamericanos, comenzando con Brasil, están entre los más desiguales y corruptos del mundo entero. Puesto que hasta hace muy poco, la Iglesia Católica siempre había desempeñado un papel cultural y educativo preponderante, a menudo casi monopólico, en la región, es legítimo suponer que ha hecho un aporte muy grande a esta realidad a primera vista paradójica. ¿Le preocupa a Francisco el que hayan brindado resultados decididamente magros todas las muchas exhortaciones episcopales y papales para que los gobernantes, empresarios y otros cambien su forma de actuar? Parecería que no.

Además de tener que poner su propia casa en orden, expulsando a los pedófilos, los corruptos, los intrigantes y los especuladores financieros, el jefe de la Iglesia Católica tiene que hacer frente al reto planteado por los muchos que no quieren a “la verdadera fe”. En Europa, los más peligrosos desde el punto de vista del clero son los ateos y agnósticos; la ortodoxia imperante es que la verdad es una noción relativa y que todos tienen derecho a elegir la suya con tal que no perjudique a los demás. ¿Es compatible la tolerancia mutua así supuesta con la defensa de una fe de naturaleza absolutista? Mientras pudo, la Iglesia Católica lo negaba, pero cambió de actitud al darse cuenta de que, debilitada, le convendría más resignarse a su condición minoritaria y aseverarse abierta al “diálogo”.

En América latina, el cristianismo aún disfruta de una salud más robusta que en Europa pero, sobre todo en Brasil, quienes se han adaptado mejor a la versión local de la modernidad no son los católicos sino los evangélicos. Según las cifras disponibles, mientras que hace apenas cuarenta años más del 90 por ciento de los brasileños se afirmaba católico, hoy en día lo hace solo el 57%, mientras que por lo menos el 25% es evangélico. Parecería que en opinión de los pobres mismos, el “compromiso” con ellos de los pastores es mucho más sincero que el de los clérigos católicos. Para más señas, han resultado ser más exitosos a la hora de enseñar ciertas virtudes anticuadas –la sobriedad, la responsabilidad personal, el respeto por la educación– que sus rivales en esta interna cristiana; una consecuencia es que suele ser mayor la proporción de evangélicos que, por sus propios esfuerzos, consigue dejar atrás la pobreza.

Aunque en su visita triunfal a Brasil Francisco se concentró en temas que son prioritarios en aquel país y en el resto de la región como la corrupción sistémica, la desigualdad y la pobreza, como líder de una institución de pretensiones planetarias –“católico” quiere decir “universal”– también le toca asumir el rol de protector de los creyentes en otras partes del mundo. En el norte de África, Nigeria, el Oriente Medio, Pakistán, Afganistán y Asia Central, tanto los católicos como los fieles de otras comunidades cristianas están sufriendo una ola de persecución con muy pocos precedentes en la historia. Todos los días, mueren docenas, a veces centenares, a manos de los resueltos a exterminarlos o sojuzgarlos. Hace un siglo, más del veinte por ciento de los habitantes del Oriente Medio era cristiano; en la actualidad, apenas suman el dos por ciento; tal y como están las cosas, pronto no habrá ninguno salvo en Israel, el único país de la región en que el número de cristianos ha aumentado en las décadas últimas.

Para millones de cristianos, el resurgimiento del islam militante, un producto del repliegue tanto político como anímico de Europa y Estados Unidos, ha sido una catástrofe sin atenuantes. Víctimas de operativos feroces de “limpieza étnica” –en verdad sectaria–, su destino no parece interesar a sus correligionarios o ex correligionarios de los países occidentales que, con escasas excepciones, temen verse acusados de “racismo” o, peor aún, de “islamofobia”. Como descubrió el papa emérito Benedicto XVI cuando se atrevió a criticar, con cautela, los métodos proselitistas contundentes que siempre han empleado los islamistas, hasta aludir el tema es suficiente como para convertirse en blanco de criticas furibundas proferidas no por los islamistas mismos, que, lejos de fingir ser pacifistas, alardean de su voluntad de sembrar terror entre los infieles, sino de los bienpensantes occidentales. A partir de entonces, Benedicto mantuvo una postura más conciliatoria, lo que, huelga decirlo, no ayudó a los católicos y otro cristianos que seguirían siendo asesinados por guerreros santos.

Francisco no ignora lo que está sucediendo: en mayo, canonizó a los 800 italianos que, en 1480, fueron decapitados en Otranto por los turcos por negarse a convertirse al islamismo. Con todo, parece ser tan reacio como el que más a enfrentar lo que en buena lógica debería ser el desafío más importante para el jefe de lo que es, al fin y al cabo, la iglesia cristiana principal. Se estima que más de 100 millones de cristianos corren peligro de ser muertos o, si tienen suerte, solo expulsados de sus hogares, pero hasta ahora tanto el Papa como los líderes de otras entidades religiosas occidentales han sido reacios a llamar la atención al desastre de dimensiones históricas que está ocurriendo y que con toda seguridad se hará todavía más cruento en los meses y años próximos, ya que Egipto, país en que hay aproximadamente 10 millones de coptos, parece condenado a una guerra civil tan obscenamente cruenta como la de Siria, en Irak los atentados contra los escasos cristianos que todavía quedan son rutinarios, en Nigeria los islamistas de Boko Haram están perpetrando una matanza tras otra –en un episodio reciente quemaron vivos a muchos niños–, y en lugares como Pakistán e Indonesia turbas de exaltados suelen matar con impunidad a los no musulmanes por “blasfemia”. Tal vez no habrá problemas en Afganistán; en 2010 fue destruida la última iglesia cristiana que se encontraba en aquel país desafortunado.

Parecería que, lo mismo que otros integrantes de las elites occidentales, los líderes cristianos se han convencido de que sería más sabio minimizar la importancia de tales detalles porque, de lo contrario, los islamistas se enojarían todavía más. De ser así, la limpieza sectaria que está en marcha en más de cincuenta países continuará hasta que comunidades que en algunos casos se formaron hace casi dos mil años hayan sido definitivamente aniquiladas. Claro, a diferencia de los “mártires de Otranto”, no serían beneficiados póstumamente por una canonización papal: a lo mejor, el futuro de una iglesia tan apocada que ni siquiera se anima a defender a su propia grey con el vigor exigido por las circunstancias será el de una ONG inofensiva. De ser así, el renacimiento previsto por los impresionados por la visita a Brasil de Francisco, el carismático, no habrá sido más que una ilusión piadosa.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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