Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 09-08-2013 14:53

El sueño de una transición no traumática

Massa. El candidato, al igual que su rival Scioli, propone un kirchnerismo light con correcciones parciales al Modelo.

En los países de cultura occidental por lo menos, parecería que ya se han ido los tiempos en que políticos ambiciosos hablaban como profetas resueltos a conducir al pueblo a la tierra de promisión. El norteamericano Barack Obama perdió su carisma hace años y, muerto Hugo Chávez, su heredero como comandante de la revolución bolivariana es un bufón truculento. Mientras tanto, en la Argentina las pretensiones mesiánicas del kirchnerismo y el comportamiento prepotente de sus representantes más destacados, encabezados por Cristina, han provocado la reacción de una parte sustancial de la sociedad que, harta del áspero “estilo K”, quiere verlo remplazado por uno menos urticante. No se trata de oponerse al “modelo” como tal, porque nadie sabe muy bien en qué consiste, sino de la sensación de que el país está en manos de una extraña coalición de fanáticos pendencieros, farsantes improvisados y oportunistas corruptos que lo están vaciando. Por lo demás, está difundiéndose con rapidez la conciencia de que, tal y como están las cosas, la economía se dirige hacia lo que los especialistas en la materia llaman un aterrizaje forzoso, o sea, un choque contra la realidad, como ha ocurrido esporádicamente a través de los años.

Así y todo, para desazón de quienes sienten nostalgia por las grandes batallas ideológicas del pasado, cuando la política era literalmente una cuestión de vida o muerte, los líderes de las facciones que luchan por el poder están más interesados en llamar la atención a su propia voluntad de dialogar cortésmente con sus adversarios que en aludir a asuntos que podrían ser divisivos. Aunque muchos se afirman progresistas e incluso izquierdistas, para entonces denunciar como derechistas a sus rivales, las hipotéticas diferencias así supuestas importan relativamente poco. Por cierto, nadie supone que determinarán los resultados de la larga campaña electoral que, una vez superadas las primarias y las legislativas, seguirá hasta que Cristina haya abandonado la Casa Rosada. Como sucede en la mayoría de los países europeos, aquí casi todos los políticos son centristas pragmáticos que privilegian la imagen por encima de las convicciones, sean estas auténticas o meramente simuladas. Por ahora cuando menos, el tema dominante es la transición. Si bien los más avezados no quieren hacer gala de su impaciencia, todos saben que los tiempos están acortándose y que, a menos que nos sorprenda un triunfo oficialista tan arrollador que se reabran las puertas para la re-re de Cristina, en octubre la competencia entrará en su fase decisiva.

Puesto que nadie, con la eventual excepción de la “apocalíptica” Elisa Carrió, quiere asustar al electorado hablándole de los problemas gravísimos que el eventual sucesor de Cristina tendrá que enfrentar, o de lo que sucedería si los resultados de las elecciones legislativas le fueran tan negativas que se vería convertida en un pato llamativamente rengo, los presuntamente presidenciables dan a entender que se limitarían a corregir los errores cometidos por el gobierno actual, lo que, insinúan, podrían hacer con algunos retoques menores. Aunque los peronistas más disidentes y otros opositores denuncian con vehemencia las barbaridades que en su opinión han perpetrado la Presidenta y sus acompañantes, son reacios a brindar la impresión de creer que, si ellos llegaran al poder, se sentirían obligados a tomar medidas tan drásticas como las aplicadas por otros que en el pasado no tan lejano se encargaron de “un país en llamas”.

El gobernador bonaerense Daniel Scioli y su mejor alumno, el intendente de Tigre y diputado nacional en potencia Sergio Massa, basan sus campañas respectivas en la idea de que haya que conservar lo bueno de la prolongada gestión kirchnerista y eliminar lo malo. Por “lo bueno”, quieren decir los subsidios que perciben quienes los necesitan para no caer en la indigencia más absoluta. Se trata de muchísimas personas, por lo común de nivel educativo decididamente modesto, que, por casualidad, conforman el “núcleo duro” del electorado oficialista y que atribuyen sus ingresos –magros, pero suficientes como para mantenerlos a flote–, a su lealtad hacia la Presidenta. A diferencia de lo que sucede en los países europeos en que todos saben que tales beneficios proceden del Estado, es decir, de la sociedad en su conjunto, no de una persona generosísima con nombre y apellido, en la Argentina los operadores políticos de las distintas variantes del peronismo y, a veces, del radicalismo, han logrado perpetuar las viejas tradiciones clientelistas según las cuales el destino de cada uno depende de la magnanimidad de los líderes locales.

Aunque por razones que podrían calificarse de tácticas no lo dirá en público, Scioli no podrá sino coincidir con Massa en que “lo malo” del kirchnerismo consiste en la intolerancia, el cortoplacismo, el desprecio por la ley, la corrupción rampante, la mendacidad institucionalizada por el Indec, la torpeza administrativa, la anarquía económica, el patoterismo destructivo de Guillermo Moreno, los delirios de los muchachos y muchachas de La Cámpora y muchas otras cosas que aseguran que, en el futuro, generaciones de historiadores encuentren el reinado de Cristina tan fascinante como aquellos de ciertos emperadores romanos. Reparar el daño causado por la voluntad mayoritaria de permitir que la Presidenta y otros miembros de su gobierno violaran con impunidad las normas más básicas con tal que la economía funcionara de manera satisfactoria no será del todo fácil, pero a menos que sus sucesores logren hacerlo, la Argentina seguirá perdiendo terreno.

Además de la tarea inmensa que les plantearía la reconstrucción institucional en un país que se ha habituado a que sus gobernantes operen al margen de la ley, los herederos del kirchnerismo tendrían que intentar solucionar una serie de problemas puntuales nada sencillos. Lo mismo que el gobierno del presidente Raúl Alfonsín frente a los delitos perpetrados por los militares, les será necesario elegir entre amnistiar a los acusados de robar vaya a saber cuántos centenares de millones de dólares por un lado y, por el otro, correr los riesgos que les supondría intentar obligarlos a rendir cuentas ante la Justicia.

Para garantizarse el apoyo del aparato kirchnerista, Scioli se verá tentado a pactar con Cristina, pero de cambiar, como es más que probable, el clima político antes de las elecciones previstas para el 2015, cualquier arreglo que sirviera para tranquilizar a la Presidenta podría costarle los votos que precisaría para trasladarse a la Casa Rosada. Lo mismo le sucedería a Massa si en los meses próximos la fortuna le sonríe. Mal que les pese a los dos partidarios de una transición balsámica, el éxito de lo que se han propuesto dependería de factores que no estarán en condiciones de controlar. Si, como suele ser el caso cuando un ciclo está acercándose a su fin, el clima político sufre una mutación repentina, les sería forzoso modificar radicalmente su propia postura, dejando atrás la ambigüedad que ambos han cultivado para asumir una que sea mucho más decisiva.

Como es notorio, la importancia política de la corrupción depende, con precisión matemática, de la marcha de la economía; si parece que todo anda viento en popa, los considerados responsables de la sensación de prosperidad incipiente que se propaga pueden apropiarse de una tajada de lo que está a su alcance sin preocuparse por los reparos de moralistas envidiosos, pero si todo empieza a caerse en pedazos, a los juzgados culpables del desaguisado no les será permitido embolsar un solo centavo.

Pues bien; desafortunadamente para los kirchneristas y, desde luego, para millones de otros, todo hace pensar que la economía nacional ya ha entrado en una fase sumamente difícil. La inflación está cobrando cada vez más fuerza, la necesidad de importar energía a precios internacionales aumenta a una velocidad alarmante, la soja y otros productos del campo no aportan tanto como hasta hace poco se preveía, los dólares escasean y, de persistir las tendencias actuales, las reservas del Banco Central se agotarán por completo antes del día fijado por el fin del mandato de Cristina. Por lo demás, no hay inversiones significantes y el país no cuenta con empresas capaces de competir fuera de las fronteras nacionales.

Por motivos comprensibles, los candidatos que aspiran a combinar votos kirchneristas con los propios, de tal modo distanciándose de los demás contendientes, son reacios a decirnos lo que harían para frenar la inflación. En otras latitudes, para lograrlo los gobiernos suelen “ajustar”, pero puesto que en la Argentina quienes proponen una estrategia tan desalmada son execrados como “neoliberales”, cuando no “genocidas”, muchos políticos se limitan a criticar al Gobierno por negarse a reconocer que el costo de vida sigue subiendo, como si sólo fuera cuestión de la falta de sinceridad de los voceros gubernamentales. Del mismo modo, insinúan que no les parecen convincentes los argumentos esgrimidos para minimizar el significado de la caída vertiginosa de la reservas o para reivindicar el cepo cambiario, pero se resisten a decir que les preocupa menos el discurso engañoso del gobierno de Cristina que el hecho de que a su sucesor no le quedará más alternativa que la de tomar algunas medidas decididamente antipáticas.

* PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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