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RESTAURANTES | 20-09-2013 11:00

El viejo cañón, una leyenda bonaerense

Bastión de Zona Sur, no hay quien no tenga en Avellaneda una leyenda urbana sobre “El viejo cañón”. En este mítico bolichón, ex almacén con mostrador y palenque para el caballo, un mozo nos cuenta que allí encontraron enterrado un cañón, “apuntando exactamente hacia la comisaría de la zona”.

La versión oficial dice que lo que encontraron fueron unas balas de cañón, cartuchos y bayonetas de la época de la colonia, lo cual no es poco, pero tiene menos magia que una buena anécdota, aunque sea inventada.

Magia es una palabra que define bien a “El viejo cañón”. Basta con cruzar sus puertas en una noche de tango, para sentir que uno entró en la máquina del tiempo y llegó a los años 40 en todo su esplendor. Toca un terceto de piano, contrabajo y bandoneón; canta desde el mítico Ricardito Marín, Karina Paiva y Carlos Morel, y hasta el propio dueño del lugar, José Beraldi.

El salón está reluciente y a la vez intacto: coronado por grandes lámparas de vitraux, estanterías llenas de botellas antiguas, sillas de pana roja y boxes de madera, el último agregado del lugar, bien integrados al espacio y la época.

En “El cañón” se sirve parrilla de todo tipo de carnes: vaca, cerdo, chivito y pescado, un infaltable de la zona. Las entradas y acompañamientos son los clásicos, entre ellos algunos en vías de extinción, como los bocaditos de seso, los riñoncitos al jerez y los porotos a la provenzal. Los platos de cocina tienen un toque francés, aportado por el conocido chef Jean Paul Azema, quien hizo la última actualización de la carta.

Lomo envuelto en panceta con salsa de vino tinto; conejo con hinojos y vino blanco; pollo pssitella, guisado con arvejas, champignones y jamón cocido; solomillo de cerdo a la sidra, con manzanas, calabaza y batatas asadas; entre otros. También hay pastas caseras, entre ellas los célebres “diamantes”, ravioles negros rellenos con abadejo y verduras, en salsa crema de salmón. Es una cocina como de otra época, de cocciones largas, con muchos ingredientes y salsas; pero no le queda mal al lugar.

En el precio del cubierto está incluida una servida del salad bar, abundante aunque no tan variado. Los postres, en su afán de rebuscarse, se quedan a mitad de camino (¿por qué pañuelitos de dulce de leche en vez de un típico panqueque?). Mejor ir a lo seguro con un budín de pan, un flan o un borracho “El cañón” es otro postre de antaño que difícilmente encuentre en otro lugar. La carta de vinos tiene buenas etiquetas, a precios moderados, más una buena selección de whiskies y aperitivos para acompañar una picada a la tardecida.

Al mediodía o a la noche, se arman mesas largas con clientela fija, que va pasando la tradición de generación en generación. Si vive en Capital, vale la pena cruzar el Riachuelo para hacer la experiencia. Barato no es, pero si existieran los restaurantes notables, además de los bares, “El viejo cañón”, debería ser uno de ellos.

Cómo llegar:

por Cayetana Vidal Buzzi

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