Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 21-02-2014 07:57

En el espejo venezolano

Ambos países se están deslizando hacia la bancarrota en medio de una violenta tormenta inflacionaria.

Cristina y los personajes variopintos que la rodean tienen buenos motivos para sentirse alarmados por lo que está sucediendo en Venezuela. Temen que su propio proyecto termine como “el socialismo del siglo XXI” que, antes de morir, el comandante Hugo Chávez dejó en manos de Nicolás Maduro, un ex sindicalista tan torpe que parece haber salido de las páginas de una novela satírica.

Con todo, si bien la conducta esperpéntica del hombre que habla con su líder muerto reencarnado en un pajarito ha hecho aún más surrealista el drama que está viviendo el país hermano, sería injusto culparlo por el desastre en que le ha tocado desempeñar un papel protagónico.

Lo mismo que el “modelo” de Cristina, el armado por Chávez se está cayendo en pedazos porque se basa en la idea descabellada de que, por ser inagotables los recursos económicos, lo único que tiene que hacer un gobierno popular es gastarlos. Es lo que hicieron los dos mandatarios sin pensar en la posibilidad de que llegara un día en que la alcancía quedara vacía y que, como en países gobernados por gente menos imaginativa, tendrían que cuidar los centavos.

Desgraciadamente para decenas de millones de personas, la mezcla mágica de dinero y voluntad “revolucionaria” ensayada por Chávez y los Kirchner ha resultado ser peor que inútil. A pesar de los vaya a saber cuántos miles de millones de dólares aportados por el petróleo a las arcas del gobierno venezolano o por la soja a la caja de Cristina, ambos países se están deslizando hacia la bancarrota en medio de una violenta tormenta inflacionaria.

Venezuela lleva la delantera, ya que el costo de vida sube a más del 50 por ciento anual, pero los hay que creen que en los meses próximos la Argentina podría alcanzar e incluso superar a su gran rival en la frenética carrera hacia el abismo. En Venezuela, el impacto del desaguisado económico ha sido feroz. Faltan alimentos a precios accesibles para los pobres, papel higiénico y, desde luego, papel para los odiosos diarios no revolucionarios que han tenido que achicarse. En la Argentina, muchos supermercados están comenzando a asemejarse a los venezolanos.

Para gobiernos como los de Maduro y Cristina, culpar a otros por las calamidades ocasionadas por su propia inoperancia es prioritario. Todo ha de subordinarse al relato oficial. El venezolano, víctima profesional del imperialismo gringo, acusa a Estados Unidos de ser responsable de todos los males habidos y por haber. También está adoptando posturas cada vez más agresivas y amenazadoras que, en un país que ya está entre los más violentos del planeta, plantean el riesgo de que mueran muchos más jóvenes opositores asesinados por matones oficialistas.

La retórica truculenta de Maduro no preocupa a los kirchneristas; lo apoyan con su fervor habitual. Lejos de sentirse molestos por la voluntad del escasamente democrático régimen chavista de pisotear los derechos humanos de los manifestantes, encabezados por estudiantes, que están llenando las calles de Caracas y otras ciudades, se solidarizan con los represores; según el canciller Héctor Timerman, es evidente que el régimen de Maduro es blanco de “un intento claro de desestabilización” y “lo vemos como un ataque a nosotros mismos”. ¿Fue una advertencia de que en adelante el gobierno kirchnerista, con la ayuda de fuerzas de choque como Quebracho y Vatayón Militante, actuará del mismo modo frente a quienes participen de protestas públicas contra las consecuencias de la mala praxis económica, tratándolos como golpistas, subversivos, traidores a la Patria al servicio de la sinarquía internacional? Es posible.

Si bien hasta ahora Cristina se ha abstenido de atribuir a aquel reaccionario notorio Barack Obama los supuestos intentos de desestabilización que a su entender están haciéndole la vida imposible aquí en la Argentina, parece convencida de que el bloque bolivariano, del que se siente parte, se ve amenazado por una maligna ofensiva neoliberal de origen foráneo.

Aunque no cabe duda de que muchos norteamericanos festejarían el eventual colapso del régimen chavista y de otros que le son afines, saben muy bien que no sería de su interés tratar de apurar la caída de quienes son sus enemigos declarados. ¿Por qué intervenir si las deficiencias intrínsecas de la versión venezolana del socialismo militarizado la están llevando al basural de la historia donde pudren los restos de la Unión Soviética?

Para Cristina, el que justo ahora haya recrudecido la lucha en Venezuela ha sido una noticia pésima. Su adhesión apasionada a la causa de sus amigos bolivarianos no puede sino hacer más difícil el intento de congraciarse con los financistas de otras latitudes que, espera, habrán interpretado el abandono de las estadísticas confeccionadas por el Indec de Moreno por una señal de que se ha propuesto manejar la economía nacional de forma un tanto más racional.

Para lograrlo, Cristina tendría que insistir en que la Argentina no es Venezuela y que su gobierno no tiene nada en común con un régimen que ha arruinado una economía que, en buena lógica, debería ostentar un producto per cápita equiparable con aquellos de los emiratos más prósperos del Golfo Pérsico, pero sucede que a la Presidenta le importan mucho más la ideología y su hipotética militancia revolucionaria que la relación del país con los inversores.

En vez de distanciarse del conflicto venezolano y pronunciar algunas banalidades a favor de la no violencia y las ventajas de buscar soluciones consensuadas, optó por asegurarle a Maduro que tendría el “firme respaldo” en su batalla que está librando contra Henrique Capriles y Leopoldo López, un opositor democrático bastante duro que de “fascista” no tiene nada.

Todo sería más sencillo para los chavistas y sus amigos si no fuera por la astucia satánica de los presuntos conspiradores, si es que los hay, ya que, tanto en Venezuela como en la Argentina, se afirman resueltos a respetar a rajatabla las reglas constitucionales.

A Maduro y Cristina les encantaría que sus enemigos trataran de derrocarlos por medios ilícitos, pero, para su frustración, los líderes opositores se resisten a caer en la trampa. No mienten cuando niegan ser golpistas: en sendos países muchos creen que la gestión del gobierno actual culminará en una catástrofe descomunal cuyos efectos se harán sentir por muchos años, pero prefieren la alternativa así supuesta a la de encargarse ellos mismos de la tarea sumamente ingrata de desactivar la bomba de tiempo que los “revolucionarios” quisieran entregarles.

Desde su punto de vista, lo mejor sería que los chavistas y sus aliados kirchneristas cambiaran de rumbo para asumir la plena responsabilidad del ajuste tremendo que han hecho inevitable, para que, en la fecha prevista por la Constitución, el electorado les aseste un golpe humillante. Puede que se trate de la estrategia menos mala, pero también significa que quienes piensan así se han resignado a la depauperación de buena parte de sus compatriotas.

La situación en que Maduro se encuentra es más precaria que la de Cristina, cuyo problema principal es que en su entorno no hay nadie que podría sustituirla si por razones de salud no le fuera dado continuar gobernando el país, lo que la ha privado de una opción que le permitiría ahorrarse muchos “costos políticos” y, tal vez, un futuro personal muy desagradable. En cambio, los chavistas más lúcidos desprecian a Maduro.

Parecería que a su entender es tan indigno de ocupar el lugar del comandante reverenciado como sería Amado Boudou de suceder a la señora, de suerte que corre peligro de verse remplazado por alguien como Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea Nacional que a juicio de ciertos militantes estaría en condiciones de brindarle al régimen el liderazgo fuerte que le permitiría sobrevivir a las convulsiones que ya está experimentando y las aún peores que con toda seguridad le aguardan.

Sea como fuere, a esta altura no habrá forma de salvar de la ruina a la “revolución bolivariana”. Aun cuando contara con un líder máximo extraordinariamente capaz, no tardaría en verse devorada por sus muchas contradicciones internas.

Venezuela depende por completo del petróleo. Sin los ingresos proporcionados por “el excremento del diablo”, el país sufriría hambrunas comparables con las que esporádicamente diezman la población de Corea del Norte. No es que carezca de tierra fértil, es que nunca ha intentado aprovecharla debidamente. ¿Por qué hacerlo si el crudo suministra todo cuanto se necesita? La actitud así reflejada no se limita a los chavistas. La comparten con los partidos “burgueses” que dominaban el escenario político antes de que la irrupción del militar fogoso pusiera fin a su hegemonía.

El chavismo es una manifestación extrema de la mentalidad parasitaria de las capas gobernantes de una sociedad que ha sido a un tiempo privilegiada y condenada por la suerte geológica. Lo mismo podría decirse del kirchnerismo en el contexto argentino. Néstor Kirchner y su esposa lograron imponerse con tanta facilidad porque buena parte de la clase política, acompañada por amplios sectores de la ciudadanía, ya se había convencido de que distribuir es más importante que producir y que, en el fondo, todo es cuestión de la voluntad del inquilino de turno de la Casa Rosada.

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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