Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 28-02-2014 08:00

El regreso de la patria inflacionaria

Quienes se jactan de progresistas piensan que todo podría solucionarse repartiendo limosnas entre los necesitados.

A diferencia de sus homónimos actuales, los progres de antes rendían culto a valores exigentes. A su modo, eran conservadores. Creían en la austeridad, la disciplina, el trabajo duro, el autosacrificio. No temían a los ajustes. Entendían que el camino hacia una sociedad más igualitaria y más productiva sería empinado y que, para avanzar por él, todos sin excepción tendrían que esforzarse al máximo.

Fueron otros tiempos. Hoy en día, quienes se jactan de ser progresistas piensan como aquellos ricos caritativos de un siglo atrás que imaginaban que todo podría solucionarse repartiendo limosnas entre los necesitados. En su opinión, sólo a un reaccionario “neoliberal” –el epíteto descalificativo de moda–, se le ocurriría preocuparse por asuntos tan molestos como el equilibrio fiscal o la emisión monetaria. Los más solidarios dicen que hay que privilegiar a las personas por encima de los números que tanto obsesionan a los economistas. Que haya buena onda.

La situación nada grata en que Cristina se encuentra sería menos complicada si en su “relato” hubiera lugar para los valores tradicionales que los populistas locales han repudiado. En tal caso, podría hacer del ajuste severísimo que se ha puesto en marcha una nueva epopeya en que un pueblo heroico subordine todo al futuro nacional, pero, luego de haber jurado en diversas ocasiones que nunca haría algo tan inhumano, no le es dado hacerlo.

Es que la extraña revolución kirchnerista es esencialmente consumista. No incluye obligaciones que podrían ser antipáticas a ojos de los coyunturalmente beneficiados, de ahí la proliferación de jóvenes que ni trabajan ni estudian y que, en algunos países socialistas, serían procesados por vagancia. Los militantes movilizan a la clientela para que perciba asignaciones familiares a cambio de nada. Es su forma de hacer patria.

Así, pues, el intento tardío de Cristina y sus acompañantes de frenar la caída de la economía ha motivado la indignación de facciones progresistas que, si bien no comulgan con el kirchnerismo por considerarlo corrupto y autoritario, comparten muchas de sus actitudes. Cuando tales progres no oficialistas señalan que “el keynesiano marxista” Axel Kicillof está aplicando un ajuste decididamente ortodoxo, no solo están llamando la atención a la brecha insalvable que se ha abierto entre “el relato” facilista del kirchnerismo y lo que ha elegido hacer al darse cuenta de que el país se ve frente a una emergencia.

También dan a entender que el Gobierno debería probar suerte con alternativas heterodoxas que no incomodarían a nadie significante. ¿Cuáles son? No tienen la menor idea. Si fuera tan sencillo frenar un proceso inflacionario como muchos parecen creer, ningún gobierno soñaría con adoptar las medidas recesivas que en otras latitudes son rutinarias cuando hay motivos para sospechar que la inflación está por salirse de madre.

Las acciones de Cristina han bajado muchísimo en los meses últimos, pero no parece que se haya visto desacreditado el voluntarismo populista que representa y que, combinado con sus vicisitudes personales, le permitió contar con el respaldo de aquel 54 por ciento del electorado en octubre del 2011. Los aspirantes a sucederla propenden a achacar el fracaso del “modelo” agroexportador y consumista ensamblado por el kirchnerismo a las deficiencias patentes de los funcionarios encargados de administrarlo, no a que se basó en una forma de relacionarse con la realidad económica que desde hace décadas es típica del grueso de la clase política y la mayoría de quienes figuran como intelectuales.

Cuando Cristina, Jorge Capitanich y otros despotrican contra los comerciantes e insinúan que la Argentina es, una vez más, víctima de una conspiración internacional malévola urdida por imperialistas envidiosos, expresan lo que muchos ya creen. Los kirchneristas nunca tuvieron que ganar ninguna “batalla cultural”; les fue más que suficiente apropiarse de la victoria ya conseguida por quienes, muchos años antes, habían logrado hacer del populismo facilista y autocompasivo “el sentido común de los argentinos”.

Aunque el kirchnerismo está batiéndose en retirada, conserva su capacidad para hacer daño al aprovechar los prejuicios mayoritarios en contra del sector privado que, en todos los países relativamente ricos, brinda al público los recursos que necesita para desempeñar sus funciones indelegables.

Además de procurar demorar hasta los meses finales del año que viene el estallido de la bomba de tiempo que han armado, Cristina y sus soldados tratan de asegurar que otros, sobre todos los empresarios, se vean acusados de provocar las penurias que ya han comenzado a sufrir millones de personas y que con toda seguridad se agravarán mucho en los meses próximos. Puede que no los ayude demasiado el eventual éxito de la ruidosa campaña propagandística que han emprendido, pero hará todavía más ardua la recuperación posterior.

Un motivo de la ya centenaria decadencia argentina consiste precisamente en la falta de prestigio de todo lo vinculado con la producción. Sin un sector privado vigoroso que esté en condiciones de competir con los mejores del mundo, ningún país, ni siquiera uno con tantos recursos naturales como la Argentina, podrá prosperar en un mundo en que una buena idea, debidamente instrumentada, valdrá más que una provincia entera sembrada de soja o llena de pozos petroleros. Hasta amainar la tormenta, los empresarios no pensarán en invertir más de lo imprescindible. Tampoco crearán nuevas fuentes de trabajo.

Luchar contra la inflación amenazando a comerciantes, escrachando a los CEO de empresas importantes u ordenando a grupos de choque como Quebracho hostigar a supermercadistas tiene sentido político, pero en términos económicos es un disparate que podría tener consecuencias luctuosas. Aunque mucho ha cambiado desde los años setenta del siglo pasado, la década favorita de Cristina y sus acólitos, en el país siguen abundando sujetos proclives a tomar al pie de la letra los delirios conspirativos oficiales.

Algunos se sentirán tentados a emplear métodos contundentes para castigar a quienes suponen responsables del aumento inexorable del costo de vida. Huelga decir que los que piensan así se han equivocado de blanco. La inflación es obra exclusiva del gobierno kirchnerista que, luego de convencerse de que una dosis módica de la droga serviría para estimular la economía, se convirtió él mismo en un adicto. Quisiera curarse, pero ya le es tarde.

La inflación es un veneno que afecta negativamente a todos los sectores que conforman la sociedad. En cuanto puedan, los más fuertes se esforzarán por defender sus “conquistas” aun cuando el resultado sea una guerra de todos contra todos, una puja distributiva en que habrá más perdedores que ganadores. Lo entienden muy bien los sindicatos más combativos, encabezados la semana pasada por los docentes, pero por motivos comprensibles son reacios a correr el riesgo de verse rezagados.

Al alcanzar la inflación a partir de diciembre el cinco por ciento mensual o más, los sindicalistas no tienen más opción que la de reclamar alzas salariales que reflejen lo que ya ha ocurrido. De tal manera empujan hacia arriba el costo de vida, ya que los empresarios también se ven obligados a aumentar los precios de sus productos o servicios.

La Argentina ha vivido más períodos prolongados de inflación crónica que cualquier otro país del planeta, pero parecería que ni el electorado ni los dirigentes políticos se han sentido impresionados por las décadas de experiencia que han acumulado. Insisten en repetir, una y otra vez, la misma historia. Mientras que la hiperinflación alemana de hace noventa años traumatizó tanto a la población que todavía preferiría una recesión profunda a un brote que en otros países sería considerado irrisorio, parecería que aquí los sobrevivientes de una clase media antes muy extensa se han resignado a ver evaporarse esporádicamente sus ahorros.

Para llegar más o menos intacto a diciembre del 2015, el gobierno kirchnerista necesitaría rellenar la caja de dólares frescos, de ahí los esfuerzos de Kicillof por congraciarse con ese monstruo de mil cabezas que es el mercado, viajando a París, reformando a medias el INDEC para complacer al FMI, pidiendo ayuda a la Corte Suprema yanqui y resignándose a indemnizar, a un costo muy abultado, a los españoles de Repsol.

Andando el tiempo, tales “concesiones” podrían servir para que los ricos del mundo perdonen a los kirchneristas por los muchos pecados de leso mercado que han cometido, pero sería un auténtico milagro que lo hicieran antes de que el gran drama socioeconómico nacional entrara en una etapa crítica. De haber reaccionado Cristina dos años antes, cuando, para consternación de sus adversarios, disfrutaba de la aprobación mayoritaria, pudo haberse ahorrado una multitud de problemas angustiantes pero en aquel entonces aun creía que resultaría ser viable “el modelo” que había improvisado con su marido difunto.

¿Ha cambiado de opinión? Puede que no, que, como muchos otros, sigue atribuyendo todas las dificultades a las maniobras de una sinarquía cosmopolita, pero así y todo sabrá que las circunstancias la han obligado a buscar refugio en la tantas veces denostada ortodoxia.

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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