Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 21-03-2014 08:00

Norberto Oyarbide, la sombra de la Justicia

El juez federal que, de acuerdo común, es un oficialista serial. Su compromiso con los K.

Si bien la democracia se basa en la división de poderes y por lo tanto los únicos que se le oponen por principio son los comunistas, fascistas y otros totalitarios, escasean los políticos que no procuran asegurarse la ayuda, por si acaso, de brigadas de guardaespaldas judiciales dispuestos a desbaratar las maniobras de adversarios inescrupulosos.

Mientras un gobierno disfrute del apoyo mayoritario, conseguirla le es bastante fácil. Por ser los jueces tan humanos como el que más, suelen acomodarse al consenso político de turno, lo que en la Argentina los ha obligado a transformarse sucesivamente de amigos del Proceso militar en partidarios de Raúl Alfonsín, de menemistas en aliancistas y, después de un intervalo confuso con Eduardo Duhalde en la Casa Rosada, en kirchneristas.

Así las cosas, sería injusto criticar por su evolución camaleónica a personajes como el juez de la Corte Suprema Eugenio Zaffaroni, el que a comienzos de su carrera juró fidelidad eterna a los estatutos de la dictadura castrense pero que últimamente se ha destacado por su fervor garantista nac&pop, o el juez federal Norberto Oyarbide que, de acuerdo común, es un oficialista serial.

En un mundo ideal, los magistrados estarían por encima de las cambiantes modas políticas; en el que les ha tocado, la mayoría se las arregla para adaptarse a las circunstancias imperantes, acompañando al grueso de la población en la búsqueda colectiva de una salida del gran laberinto nacional.

No obstante su presunta voluntad de servir a quienes estén en el poder sin preocuparse en absoluto por su ubicación en el mapa ideológico, Oyarbide es un rebelde. Lo es no por compromiso con un credo determinado sino por su conducta heterodoxa. Repudia la solemnidad que, en otras latitudes por lo menos, suele caracterizar a los jueces. Cree que los magistrados tienen tanto derecho a disfrutar de las buenas cosas de la vida –anillos costosísimos, ropa, vacaciones en el Caribe–, como cualquier otro mortal. Ha protagonizado una larga y diversa serie de escándalos.

Oyarbide acaba de informar a los demás juristas que prefirió estar “en una fiesta con gente agradable” a participar personalmente de algo tan desagradable como un allanamiento de una cueva financiera, sobre todo de uno que él mismo había ordenado pero que después suspendió luego de recibir una llamada telefónica de alguien a su entender tan confiable como Carlos Liuzzi, el subjefe de Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación, el feudo de Carlos Zannini, un hombre casi tan poderoso como Máximo Kirchner.

Según su señoría, le advirtió que los policías que habían irrumpido en la financiera Propyme reclamaban a punta de pistola, y a nombre suyo, una coima de 300.000 dólares blue, pretensión que, jura, le motivó tanta indignación que enseguida abortó el operativo. Huelga decir que lo negaron los uniformados; uno llegó al extremo de afirmar que el asustado dueño del lugar allanado le había dicho que Zannini y el camionero Hugo Moyano eran sus “socios”.

Al difundirse algunos detalles acerca de este episodio cinematográfico, muchos juristas y políticos estallaron de furia. Les molestaba menos la insinuación de que un congénere lideraba una banda de extorsionistas armados que su desprecio evidente por la sacrosanta división de poderes. ¿Cómo es posible, preguntaron, que un juez federal, nada menos, se haya dejado influir por un funcionario de Poder Ejecutivo? Claro, en un país en que es rutinario que la Justicia se amolde a la realidad política, dista de ser inaudito que un magistrado procure quedar bien con el Gobierno.

Puede que pocos lo hagan de manera tan descarada como Oyarbide, que en esta oportunidad ni siquiera intentó cubrir sus rastros, pero aún abundan los que, de encontrarse en una situación similar, actuarían del mismo modo. Mal que nos pese, no estamos por asistir a la despolitización de la Justicia. Si bien todo hace pensar que mucho está cambiando en el mundillo de los jueces, se debe menos a la voluntad de un puñado de idealistas de eliminar a los habituados a fallar a favor de los poderosos que al desmoronamiento de la fe kirchnerista.

Como suele suceder cuando se difunde la sensación de que una facción antes hegemónica tiene los días contados, son cada vez más los magistrados que se aseveran decididos a subordinar todo a su propio compromiso con la Justicia.

Antes de irse, Cristina, Zannini y los demás quieren colocar a simpatizantes en lugares clave de todas las instituciones relacionadas con la ley, preparándose así para hacer frente a lo que les aguarde cuando estén en el llano. Aunque es poco probable que prospere la empresa colonizadora –ellos dirían democratizadora–, que está en marcha, no tienen más alternativa que la de seguir impulsándola.

Temen que, en cuanto hayan perdido la capacidad para colmar de beneficios a los leales y castigar como es debido a sus enemigos, se encontrarán inermes frente a una horda de abogados, jueces, fiscales y otros resueltos a despojarlos del botín acumulado en lo que para ellos sí fue una década bien ganada y, para rematar, poner entre rejas a los kirchneristas más emblemáticos.

He aquí un motivo por el que hasta ahora han sido reacios a entregar la cabeza de Oyarbide a quienes están reclamándola. El que a juicio de muchos el juez sea indefendible, es una razón adicional para defenderlo; al resistirse a dejarlo caer solo porque viola las reglas de su oficio, aseguran a los que a primera vista son menos vulnerables que no tendrán por qué preocuparse.

Al fin y al cabo, si los kirchneristas aceptan asumir los costos políticos abultados que les supone brindar protección al juez de mil escándalos, no vacilarían en ayudar a los de trayectoria mucho menos espectacular.

Otro motivo para ayudarlo a superar un mal momento será el temor a que se pusiera a hablar. Se conjetura que, al confesar haber obedecido lo que podría tomarse por una orden del monje negro de Cristina, Oyarbide enviaba a los interesados en sus vicisitudes un mensaje mafioso apenas cifrado, recordándoles que ya había nombrado al funcionario que lo hizo abortar el allanamiento de una financiera bajo sospecha y que, de creerlo conveniente, podría decir mucho más.

Aunque a esta altura pocos verían en Oyarbide un testigo confiable, con toda seguridad ha archivado documentos que servirían para respaldar las eventuales denuncias. ¿Y entonces? Los vinculados con un gobierno que, en opinión de muchos, derrotó hace años al menemista en la competencia para erigirse en el más corrupto de la historia nacional, no querrán tener la oportunidad para averiguar la respuesta a dicho interrogante.

Aunque virtualmente todos coinciden en que el gobierno kirchnerista es congénitamente corrupto, a pocos les gusta pensar demasiado en el asunto. Antes bien, lo trata como si solo fuera cuestión de una hipótesis opositora arriesgada, no de una realidad concreta. Sin embargo, de estar en lo cierto los que, como los autores del informe anual de Transparencia Internacional, creen que en el transcurso de la década ganada la Argentina se hizo aún más corrupta de lo que ya era, los próximos gobernantes tendrán que optar entre procurar aplicar la ley, lo que entrañaría la detención y procesamiento de muchos funcionarios, además de la presidenta Cristina, por un lado y, por el otro, amnistiarlos o, andando el tiempo, indultarlos, a fin de ahorrarle al país males mayores.

La notoriedad extraordinaria que se ha granjeado Oyarbide tiene mucho que ver con su papel en el sobreseimiento a fines de 2009 del matrimonio Kirchner en la causa desatada por las denuncias por enriquecimiento ilícito; el patrimonio declarado de la pareja se había agigantado en los años anteriores sin que los expertos en tales asuntos lograran explicarlo de manera convincente.

Para justificar su fallo, Oyarbide podría decir que, de haberlos encontrado culpables, el país se hubiera precipitado en una crisis política fenomenal, de suerte que, por “razones de Estado”, se trataba de la decisión menos mala concebible.

Sea como fuere, el que a través de Oyarbide la Justicia cohonestara el crecimiento a tasas chinas, para no decir angoleñas, de la fortuna de los dos hoteleros patagónicos más exitosos, hizo que todos los funcionarios se creerían con derecho a emular, si bien en escala menor, como corresponde, a su jefes que carecerían de la autoridad moral necesaria para ordenarles desistir.

En el clima así creado no habría forma alguna de frenar a los narcos y otros prohombres del crimen organizado que no tardarían en aprovechar las oportunidades para matar a sus rivales, vender sus productos y lavar bien limpio los miles de millones de dólares o euros que pronto ganarían.

Las consecuencias están a la vista. Merced en buena medida al fallo del juez más célebre del país, en adelante se sentirían impunes extorsionistas, chantajistas y otros malhechores. Con la ayuda de “militantes” a menudo subvencionados, procederían a marginar a quienes se aferraban a códigos éticos menos denigrantes ya que la convivencia es imposible. Cuando la corrupción es endémica, los más perversos siempre se imponen a los mejores hasta que la sociedad así afligida degenere en una auténtica kakistocracia, una palabra que quiere decir “el gobierno de los peores”. l

El autor es PERIODISTA y analista político, ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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