Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 16-05-2014 19:15

El fin de la tregua entre Cristina y Francisco

Aunque por motivos que podrían calificarse de estratégicos el Papa ha tratado con amabilidad a CFK.

Néstor Kirchner llamaba al arzobispo Jorge Bergoglio “el jefe de la oposición”. Si bien Cristina compartía la opinión de su marido sobre la militancia imputada al prelado y por tanto se sintió sumamente indignada cuando los cardenales lo eligieron Papa, para disgusto de los kirchneristas más combativos optó por perdonarle sus muchos pecados políticos.

No le fue fácil. Tampoco le ha sido fácil tratar de reconciliarse con las instituciones eclesiásticas locales. Aunque por motivos que podrían calificarse de estratégicos Francisco –no quiere que su país de origen recaiga en el caos– la ha tratado con amabilidad, parecería que Cristina sigue viendo la Iglesia Católica como una organización burguesa reaccionaria que colaboró con la dictadura militar, de ahí su alusión al presunto deseo de los obispos de “reeditar viejos enfrentamientos”. A su entender, rige una especie de pacto de no agresión entre el Gobierno y la Iglesia que esta acaba de romper al difundir la Conferencia Episcopal un documento en que se relacionó el delito con la corrupción y con “una dialéctica que alienta las divisiones”.

Desde que se reinventó como una partidaria tardía, pero entusiasta, de los guerrilleros de cuarenta años atrás, Cristina ha hecho suya la hostilidad que sienten hacia el establishment clerical muchos sobrevivientes y sus allegados. Por cierto, no discrepará con la líder de Abuelas de Plaza de Mayo, Estela de Carlotto, que criticó al Episcopado con su vehemencia habitual por preocuparse más por el delito actual que por los crímenes políticos de otros tiempos: dijo que la Iglesia “no habló cuando la dictadura secuestraba tantísima gente, pero ahora se asusta porque hay violencia”.

Que la rama argentina de la Iglesia Católica haya asumido una postura netamente opositora al gobierno kirchnerista no debería ocasionarle sorpresa. Todos los gobiernos de los años últimos han sido blancos de amonestaciones similares; también lo serán los próximos. Aun cuando la realidad del país fuera la prevista por “el relato” de Cristina, los obispos encontrarían motivos para quejarse, ya que ninguna sociedad existente se aproxima a la utopía que reivindican.

Fuera del minúsculo “Estado de la Ciudad del Vaticano”, los clérigos raramente se ven constreñidos a emprender la tarea ingrata de gobernar. En común con los pequeños partidos testimoniales, pueden criticar el desempeño ajeno sin correr el riesgo de que otros contesten refiriéndose a sus propios fracasos. Se trata de una ventaja que no están por abandonar: con firmeza, los voceros de la Iglesia nos recuerden que no les corresponde formular propuestas concretas.

De todas maneras, a esta altura es penosamente evidente que la Argentina de la década ganada no se parece para nada ni al inalcanzable ideal eclesiástico, ni, lo que es un tanto más importante, al país en que todo marcha bien de la retórica kirchnerista. No fue necesario que los obispos y otros dignatarios señalaran que entre la cuarta y la tercera parte de la población vive por debajo de una línea de pobreza apropiada para el norte de África, que la violencia “cada vez más feroz y despiadada” se ha hecho rutinaria, que la droga se ha erigido en una industria nacional más y que la corrupción funciona como un ácido que debilita todos los vínculos sociales; los de la policía con los ciudadanos honestos y, huelga decirlo, los de la clase política en su conjunto con los demás.

Con todo, sería injusto suponer que Néstor, Cristina y sus adherentes sean los responsables principales de la situación calamitosa denunciada por el Episcopado. Ellos también son productos de una sociedad que perdió el rumbo hace muchísimos años. De no haber sido por la actitud complaciente del grueso del electorado, y por la voluntad de tantos políticos de apoyarlos sin chistar a pesar de las barbaridades que cometían, hubieran tenido que acatar las reglas constitucionales.

Puesto que no se vieron obligados a hacerlo, se limitaron a aprovechar las oportunidades brindadas por el abismo ya insalvable que separa la Argentina de los discursos políticos y las divagaciones intelectuales del país de los seres de carne y hueso que, lo mismo que ellos, procuran manejarse según los códigos efectivamente vigentes.

Puede que, antes de alcanzar el poder casi absoluto que le cedió la mayoría, Cristina se haya creído capaz de concretar los cambios que virtualmente todos afirman añorar, pero muy pronto –acaso cuando estalló aquel escándalo protagonizado por un valijero venezolano–, descubrió que no le sería dado hacer mucho más que dejarse llevar por las circunstancias. A partir de entonces, la Presidenta huye hacia adelante con los ojos bien cerrados y los oídos tapados, con la esperanza de que, de un modo u otro, todo se arreglará.

La negativa a ver lo que está sucediendo o a prestar atención a las advertencias es típica del populismo que, en el fondo, no es más que un intento autocompasivo de hacer más tolerable el fracaso colectivo atribuyéndolo a fuerzas oscuras, “manos negras”, e improbables conspiraciones foráneas. La modalidad así supuesta prospera en sociedades en que la mayoría se ha acostumbrado a confiar en los poderes mágicos del “carismático” de turno, apoyándolo emotivamente hasta que, como siempre ocurre, termina defraudándolos, transformándose de golpe en culpable de todos los males.

Fue este el destino de Carlos Menem; no sorprendería que resultara ser el de la compañera Cristina. Para merecer algo mejor, la señora hubiera tenido que emprender desde el vamos una larga serie de reformas, resignándose a cumplir el papel de una mera mandataria democrática; no pudo hacerlo porque, entre otros motivos, gracias a su propia trayectoria y la de su esposo, luchar contra la corrupción le parecía suicida.

Aunque no pueden sino sospechar que el viejo adversario está detrás de la misiva virulenta que les envió el Episcopado, por ahora cuando menos los kirchneristas prefieren no arriesgarse reanudando los ataques contra el Papa que algunos intentaron el día de la fumata blanca. Así y todo, les habrá producido cierta satisfacción la actitud crítica de aquellos fieles norteamericanos progres que lo acusan de tomar en serio lo del Diablo, a su juicio una superstición prehistórica, y, lo que a algunos les parece peor todavía, de ser demasiado católico.

También se han ensañado con el Sumo Pontífice liberales del Primer Mundo que lo consideran un populista reacio a entender que, de no ser por el capitalismo, no habría posibilidad alguna de ganar la larga guerra contra la miseria, pero tales detalles no interesarían a los kirchneristas. En este ámbito, son tan papistas como el Papa mismo.

Francisco debe su gran popularidad internacional en buena medida a lo que le enseñó el peronismo, un credo difuso cuyos adeptos, de vez en cuando, se proclaman resueltos a basar su eventual programa de gobierno en la doctrina social de la Iglesia, lo que les ahorraría mucho trabajo.

Como un político en campaña, el Papa hace gala de su solidaridad para con los “excluidos” y su desprecio por el egoísmo que, según parece, sería la causa fundamental de los problemas más angustiantes que afectan al género humano en este valle de lágrimas, razón por la que exhorta a los países de la Unión Europea a permitir entrar a vaya a saber cuántas decenas de millones de africanos y asiáticos.

Habla de paz, justicia social, generosidad, la tolerancia mutua y muchas otras cosas buenas, pero no se cree obligado a proponer soluciones concretas. ¿Piensa a veces en lo que sucedería si los dirigentes de los países nominalmente cristianos adoptaran políticas que merecerían su aprobación? Es poco probable; tanto el Papa como los demás eclesiásticos prefieren dejar que otros se en carguen de los asuntos meramente terrenales.

Aunque los kirchneristas quisieran ubicar a la Iglesia argentina en el extremo derecho, oligárquico, conservador y militarista, del mapa ideológico, lo que más les molesta es que el clero se las ha ingeniado para correrles por izquierda atacándolos por no haber logrado reducir el tamaño de los enormes bolsones de pobreza que se dan en el país y, por lo tanto, de no haber hecho lo suficiente como para impedir que la desesperación de los “excluidos” genere más delito y mucha más drogadicción.

Tienen razón los obispos cuando señalan las dimensiones de la catástrofe social, pero no les gustaría hacer hincapié en que, para empezar a remediarla, sería preciso que el Gobierno se concentrara en estimular al sector privado, como han hecho los europeos y asiáticos que en muchos lugares sí han logrado incorporar a la clase media centenares de millones de personas que antes habían sido indigentes.

Es legítimo hablar, como hacen algunos obispos, de la “ausencia del Estado” cuando se trata de temas como la seguridad ciudadana, la educación y la salud, pero en otros la presencia excesiva de quienes monopolizan el poder político, y de hecho conforman el Estado, solo sirve para conservar un statu quo que todos dicen creer inaceptable. Para superar la pobreza “estructural”, los pobres mismos tendrían que liberarse material y psicológicamente del paternalismo de políticos y otros que se suponen sus benefactores, incluyendo, desde luego, a los clérigos caritativos que aspiran a ser sus voceros.

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