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MUNDO | 26-05-2014 19:30

Trata de nigerianas, el fanatismo más cruel

Chicas secuestradas para ser vendidas como esclavas y la demencial “guerra santa” contra la evangelización en el norte nigeriano.

El peor de los secuestros masivos es el que se hace solo por maldad. Por eso el mundo miró estupefacto hacia Nigeria, cuando apareció un sujeto diciendo que secuestró a más de doscientas niñas para venderlas como esclavas en mercados clandestinos.

El fin de asaltar un colegio y llevarse una multitud de quinceañeras era entregarlas a los jeques feudales del Sahara y el Sahel. Acabarían en los harenes que ocultan la vastedad de los desiertos y protegen los ejércitos de los poderosos que imponen su propia ley. La crueldad por la crueldad misma. Ese era el sello de la aberrante captura de centenares de chicas.

Todos los secuestros masivos son crueles pero, hasta la irrupción espeluznante de Boko Haram, se enmarcaban en la lógica de sus respectivos conflictos al incluir puntos de negociación. Cuando miembros del FPLP desviaron a Uganda un avión de Aire France con cientos de pasajeros judíos, estaban dispuestos a masacrarlos si no eran liberados sus prisioneros en Israel. La respuesta fue la fulminante operación de rescate efectuada en Entebbe por la fuerza de elite que comandaba el coronel Jonathan Netanyahu, hermano del actual premier israelí. Existió la posibilidad real de una ejecución en masa en el aeropuerto de la ciudad de Kampala, pero también existió la posibilidad de una negociación.

Lo mismo ocurre con los secuestros masivos que realiza Abu Sayyaf en Filipinas. Cuando esa guerrilla captura contingentes de turistas en Basilán, Mindanao y otras islas del sur del archipiélago, produce un padecimiento atroz a los secuestrados y sus desesperadas familias, pero exige rescates o canjes por prisioneros, abriendo posibilidades de negociación.

Especialmente cruel por su duración fue el secuestro de los diplomáticos y empleados de la embajada norteamericana en Teherán, en 1979. No se pedía rescate, pero había un objetivo enmarcado en la lógica de la naciente confrontación irano-estadounidense: sabotear al gobierno del moderado primer ministro de Mahdi Bazargán, frustrando su intento de entendimiento con Washington a través del consejero de Estado Zbigniew Zbrzezinski.

Todos fueron actos brutales, pero más brutal sonó el lunático Abubakar Shekau cuando, exhibiendo un Kalashnikov y una sonrisa sarcástica, anunció la venta de las doscientas alumnas capturadas en una escuela cristiana. Mostraba “esa extraña ligereza con que los malvados creen que todo les saldrá bien” de la que habló Víctor Hugo.

Shekau mantuvo durante largas semanas en la desesperación total a los familiares y al país, hasta que por fin mostró las adolescentes y formuló una propuesta más razonable: canjearlas por militantes presos en cárceles nigerianas. Aunque parezca absurdo, la diferencia entre el primer y el segundo anuncio es inmensa: en el segundo, aparece una posibilidad de negociar para que las niñas no terminen en los harenes del África sin Estado ni ley.

¿Conmovió a los captores la desesperación de los familiares y la ola de repudio internacional? Difícilmente se conmuevan esos guerreros demenciales que llevan años diezmando y quemando aldeas. Posiblemente, lo que llegó hasta Borno, la provincia del noreste nigeriano donde está el bastión de Boko Haram, fueron presiones de los grupos salafistas africanos asociados a la red Al Qaeda. Son tan brutalmente crueles como los salafistas de Nigeria, pero no ostentan absurdamente esa crueldad.

Sucede que Boko Haram no es un grupo tan desapareado como parece. En rigor, no se llama de ese modo. El verdadero nombre es en árabe, el idioma que se usa en todo lo referido a la religión musulmana (los talibanes son pastunes afganos, pero “talibán” significa “estudiantes” en árabe, no en pastún). El nombre árabe de la secta nigeriana es Jama’atu Ahlis Sunna Lidda Awati wal-Jihad, que significa “personas comprometidas con la difusión de la enseñanza y la guerra santa del profeta”. Pero la gente de Maiduguri y de otras ciudades y aldeas de Borno, la llama Boko Haram, que en lengua hausa significa algo así como “acabar con la educación occidental”.

Hausa es la lengua y el nombre de la etnia más populosa del norte nigeriano y tienen también presencia en Camerún, Ghana, Costa de Marfil, Chad, Níger y Sudán. Los hausas y los fulanis, pueblos sahelianos vinculados a los tuareg y los bereberes del Sahara, son musulmanes desde el siglo XIV y mantienen una tensa relación con las etnias igbo y yoruba, que son cristianas y mayoritarias en el sur del país.

El presidente Goodluck Jonathan y su Partido Democrático Popular, representan al sur cristiano y animista, contra el que siempre han luchado los grupos islamistas de distintas gradaciones de fanatismo.

Boko Haram aparece a principios de la década anterior, como respuesta ultraislamista a un nuevo desafío: los pastores evangélicos que crean escuelas para evangelizar el norte del país.

Boko Haram no siempre fue tan delirantemente cruel. Mientras lo lideró su fundador, Ustaf Mohamed Yusuf, actuó como una secta que hostigaba las escuelas cristianas e instaba a clausurarlas, mientras que, en una segunda fase, tomó las armas y comenzó a atacar a la policía por proteger a los pastores evangelizadores y a los “apóstatas” que aceptan sus enseñanzas.

Yusuf murió en el 2009, según el gobierno en un enfrentamiento y, según Boko Haram, cobardemente ejecutado por el ejército. Fue entonces cuando tomó el mando Abubakar Shekau y la milicia giró hacia el lunatismo total y la crueldad desenfrenada.

Como poseídos por la ferocidad, los milicianos devastan aldeas y las incendian tras masacrar a sus habitantes; capturan niñas y las venden como esclavas y, como recientemente en Camerún, atacan campamentos de obreros que construyen rutas o vías ferroviarias.

Hacen guerras medievales pero sin la grandeza de Saladino. Son una consecuencia del carácter fallido que tienen los estados en la zona y también de otra campaña con espíritu de cruzada: la evangelización que intentan los pastores llevando escuelas cristianas a lo que los ultraislamistas consideran tierras de Alá.

En el mismo puñado de días en que el mundo descubría la pesadilla de centenares de niñas por estudiar en una escuela cristiana, en Sudán, Maryam Yahya Ibrahim recibía cien latigazos por cometer adulterio, y era condenada a la horca por “apostasía”.

El hombre que la embarazó es su marido, pero para el artículo 126 del Código Penal sudanés, inspirado en la sharía (ley coránica), ese matrimonio no vale porque es cristiano. Y por la misma jurisprudencia se la declara “apóstata” a pesar de haber sido siempre cristiana, como su madre, porque el padre era musulmán y por tanto ella también debía serlo.

Será colgada ni bien termine de amamantar al niño que viene en camino. No sucede en una tierra de nadie, baldía de estado y de razón. Sucede en Jartún, la capital.

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por Claudio Fantini

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