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MUNDO | 09-06-2014 18:44

Una mujer en Sudán podría ser ejecutada por ser cristiana

El rol de la iglesia católica ante los excesos de los gobiernos: un silencio que aturde.

Abrió las piernas hasta donde se lo permitían las cadenas. Así tuvo su hija Maryam Yahya. Encadenada. Como si pudiera escapar de su celda sufriendo contracciones y con el bebé encaminado. Como si una parturienta pudiera abrir las rejas de la cárcel Omdurman y correr por las calles de Jartún. Fue absurdo y brutal. Así es el totalitarismo religioso. Arbitrariedad demencial.

Un familiar la delató: está embarazada de nuevo y las dos veces fue en adulterio, le dijo a la policía. Por eso fue arrestada y arrastrada al tribunal donde el juez Abbas al Jalifa le leyó el artículo 126 del Código Penal sudanés, que establece la pena a cien latigazos a las adúlteras.

Ella se defendió explicando que no cometió adulterio, porque quien la embarazó es su marido. El magistrado replicó diciendo que lo mismo es adulterio, porque su marido es un cristiano y una musulmana solo puede casarse, tener sexo y procrear con un musulmán. Maryam desbarató también ese argumento inconcebible, explicando que no había adulterio porque ella no es musulmana sino cristiana, como su marido sur-sudanés.

Al Jalifa le espetó que no podía ser cristiana porque su padre es musulmán. Entonces ella relató que el padre abandonó el hogar cuando era bebé, siendo criada por su madre, una etíope cristiana que la educó en los evangelios.

Pero el juez le recordó que, según la sharía (ley coránica), fuente inspiradora del Código Penal de Sudán, aunque abandonados o bastardos, los hijos deben seguir la religión del padre. Por lo tanto, haberse quedado sin padre no la excusa de abandonar la fe. Y ahí llegó lo peor, lo más descabellado y cruel: el juez bramó que el argumento de ella para exculparse de adulterio la delataba como apóstata. Blandió entonces el artículo 146 del Código Penal, que la condena a la horca por traicionar su religión.

A continuación, Abbas Al Jalifa golpeó el martillo tres veces condenándola a morir, no sin antes haber recibido los cien latigazos que establece el artículo 126 por adulterio. Hubo una escena más en ese juicio tan desopilante como el sufrido por “Josef K” en “El Proceso” de Kafka: el juez evocó la infinita misericordia de Alá, concediéndole tres días para corregir su pecado volviendo al Islam. En las calles de Jartum quedó retumbando la inmensa dignidad del “no” con que respondió Maryam Yahya Ibrahim.

Seguramente, Bergoglio evaluó el riesgo que, para la iglesia y para los cristianos que habitan tierras donde campea el ultraislamismo, tendría que levantar la voz contra el gobierno de un país musulmán. Seguramente, es un sentido de responsabilidad el que lo obliga a callar ante atrocidades como el padecimiento de la mujer condenada por ser cristiana. Seguramente, movió los hilos invisibles de la iglesia para lograr que el régimen criminal de Omar al Bashir libere a Maryam de la horca y el látigo.

El problema es que la irracionalidad de esa injusticia denuncia el silencio público como algo impropio. El límite de este pontífice son los gobiernos. Eso explica su silencio ante la represión en Venezuela y la conversión de la mala relación que tenía el cardenal Bergoglio con el gobierno kirchnerista, en el apoyo y la cordialidad del Papa Francisco a Cristina Kirchner.

Tal vez por eso la Presidenta que siempre miró hacia abajo y con desdén al cardenal Bergoglio, ahora mira hacia arriba y con veneración al Papa Francisco. O quizá por temor a esos hilos invisibles que puede mover la iglesia local, súbitamente fortalecida por el arribo de un argentino al trono de Pedro.

Un argentino que está demostrando grandes virtudes de líder y la agilidad de los buenos estadistas. Quedó claro en su gira por Oriente Medio. Si el primer viaje pastoral lo mostró, en Brasil, derrochando carisma y capacidad de contacto con las masas como Karol Wojtila, su paso por Jordania, Cisjordania e Israel mostró que además tiene mucha cintura política.

En la visita de Pablo VI a Jerusalem, en 1964, lo central fue su encuentro con el patriarca Atenágoras en el primer acercamiento entre católicos y ortodoxos desde el cisma del siglo XI, profundizado por la mutua excomunión del siglo XVI. Las que hicieron Juan Pablo II y Benedicto XVI, tuvieron como centro el acercamiento al judaísmo y al Islam. Y en esta visita, lo central fue acercarse a la cuestión palestina-israelí.

Francisco supo favorecer a unos y otros. A los palestinos los favorece la invitación a Mahmud Abas y a Shimon Peres al Vaticano. Se trata de un acercamiento simbólico, que no puede reabrir el paralizado proceso de paz, porque el cargo de Peres es puramente protocolar. Pero lo simbólico no le quita importancia, ya que implica entreabrir mínimamente una puerta totalmente clausurada.

Para equilibrar, Francisco visitó en Jerusalén el Monte Herzl, que evoca al fundador del sionismo, lo que implica avalar la concepción y creación del Estado judío. Y a renglón seguido, además de orar en Yad Vashem, el museo que conmemora las víctimas del nazismo, el jefe de los católicos visitó el memorial de las víctimas israelíes del terrorismo, algo que los israelíes valoran particularmente.

Jorge Bergoglio ya demostró capacidad de liderazgo y talento de estadista. Pero en días de tanto brillo, lo ensombreció la condena de la joven y bella médica sudanesa que, al terminar de amamantar a la niña que parió entre rejas, podría ser sacada de la cárcel, azotada en público y ahorcada; si es que llega viva hasta el cadalso, porque muchas mueren antes de que el látigo descargue el golpe número cien.

Lo ensombreció guardar silencio, aunque lo mismo hagan los líderes de las otras religiones y la mayoría de los gobiernos del mundo, incluidos los musulmanes, que son los que más fuerte deberían denunciar a los regímenes lunáticos que ensucian el Islam, torturando y asesinando en su nombre.

Posiblemente, la presión de algunas potencias occidentales y de organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, además de las ONG que se juegan el pellejo defendiendo derechos humanos y denunciando la criminal segregación que sufren las mujeres, logren finalmente revertir la sentencia. El duro pronunciamiento del gobierno británico logró que el régimen sudanés evaluara la posibilidad de liberar a la sentenciada.

Los latigazos lacerando adúlteras son cosas de todos los días.

Pero ejecuciones por apostasía no hay desde la década del noventa, porque prácticamente todos los acusados aceptan volver al Islam cuando se les da una última oportunidad antes de la muerte. Aún así, el silencio suena a complicidad con el totalitarismo religioso que condenó a una mujer por quedar embarazada de su marido y por seguir la religión que le enseñaron desde niña. La mujer que siguió encarcelada con sus hijos, después de haber parido encadenada.

por Claudio Fantini

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