Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 24-06-2014 17:40

La ofensiva islamista cobra fuerza

La violencia volvió a instalarse con fuerza en Irak, de nuevo. Hay preocupación en los Estadios Unidos.

Los militares occidentales no les gusta que nadie se entere de las atrocidades cometidas por sus hombres. Cuando ocurren, las atribuyen a individuos determinados, de tal modo informándonos que los altos mandos también están tan comprometidos con los derechos humanos como cualquier civil biempensante.

Pero los guerreros santos del islam son distintos. Para ellos, como para los nazis, el horror es un arma muy eficaz que están más que dispuestos a usar para desmoralizar a sus enemigos. Así, pues, luego de tomar Mosul, la segunda ciudad de Irak, y, mientras tanto, apropiarse de casi quinientos millones de dólares, los islamistas se vanagloriaron de haber asesinado en sangre fría a 1.700 miembros de las fuerzas de seguridad que habían capturado y, para que no quedaran dudas en cuanto a su crueldad, difundieron por internet fotos y videos de la matanza.

En Irak mismo, la táctica funcionó por un rato, ya que decenas de miles de soldados al servicio del gobierno del chiíta Nuri al Maliki huyeron aterrorizados de Mosul y otras localidades, pero en Estados Unidos y Europa, la reacción inicial fue de incredulidad. Es tan fuerte el deseo de los políticos y comentaristas occidentales más influyentes de minimizar el peligro planteado por los yihadistas que preferían suponer que solo se trataba de una maniobra propagandística. Tanta ecuanimidad puede entenderse: de tomarse en serio la amenaza de la guerra santa, tendrían que prepararse anímicamente para enfrentarla en sus propios países, ya que muchos combatientes llevan pasaportes norteamericanos o europeos.

Si bien lo que está sucediendo en el Oriente Medio, el norte de África, Afganistán y Pakistán es menos importante que las alternativas de la Copa Mundial de Fútbol, no carece de significado. Por cierto, las consecuencias geopolíticas de los cambios resultantes difícilmente podrían ser mayores. Al replegarse Estados Unidos, en efecto abandonando a su suerte a sus aliados de una región que se extiende desde el Océano Atlántico hasta el Mar de China, está dejando atrás una inmensa zona liberada. Demás está decir que otros están procurando aprovechar una oportunidad acaso irrepetible para llenar vacíos que les parecen ya tentadores, ya alarmantes.

Los islamistas sunnitas del “Estado Islámico de Irak y el Levante” (EIIL) que, además de ocupar parte de Siria y el norte de Irak están luchando en los alrededores de Bagdad, no son los únicos que se han puesto a ocupar franjas de territorio. También están los chiítas, que están movilizándose con rapidez y que responden cada vez más al régimen teocrático de Irán, los kurdos, que están en vías de consolidar lo que pronto podría ser un país soberano independiente, los talibanes afganos y paquistaníes, los igualmente feroces guerreros santos del Boko Haram nigeriano y muchos otros.

Los grupos de combatientes se odian mutuamente por motivos sectarios, étnicos o tribales, pero casi todos comparten el mismo fervor islámico. Con la excepción de los kurdos que quieren merecer el apoyo de las potencias occidentales, fantasean con el aniquilamiento de Israel y de una ofensiva triunfal contra Europa y Estados Unidos. Puede que la mayoría de los más de mil millones de musulmanes diseminados por el mundo solo quiera vivir en paz, pero en todas partes, especialmente en Europa, una minoría sustancial siente cierta simpatía por los militantes, de ahí la preocupación de las autoridades de países como Francia y el Reino Unido que aguardan con inquietud el regreso a casa de veteranos de las guerras despiadadas que están librándose en Siria, Irak, Afganistán y Pakistán.

La campaña relámpago, un auténtico Blitzkrieg, del EIIL en Irak, ha asustado tanto a Barack Obama que Estados Unidos, el “gran satán” de la demonología iraní, podría aliarse coyunturalmente, aunque solo fuera de manera informal, con el régimen de los ayatolás para frenar a los islamistas sunnitas, pero ello no quiere decir que los revolucionarios islámicos de Teherán hayan pensado en reconciliarse con los infieles norteamericanos. Antes bien, actuarían como las potencias anglosajonas en la Segunda Guerra Mundial cuando, para derrotar a los nazis, aceptaron la colaboración de la Unión Soviética, para después romper con ella al darse cuenta de que sus respectivas pretensiones eran totalmente incompatibles. En cuanto a los norteamericanos, por ahora el islamismo sunnita les parece más peligroso que la versión chiíta, puesto que, de establecerse un “califato” en el Oriente Medio, Al-Qaeda y su progenie tendrían una base de operaciones decididamente mejor que la proporcionada por los talibanes en Afganistán, desde la cual podrían prepararse para la gran ofensiva contra el mundo occidental que se han propuesto.

¿Es para tanto? Puede que sí. A muchos en los países ricos y tecnológicamente avanzados les cuesta creer que personas que se afirman comprometidas con un culto religioso propio del mundo subdesarrollado que les es ajeno soñarían con rebelarse contra el orden internacional existente. Impresionados por la evidente superioridad militar de Estados Unidos e incluso de Francia y el Reino Unido, suponen que sería más que suficiente como para intimidar a cualquier agresor tercermundista que pensara en atacarlos. Asimismo, están tan acostumbrados a la supremacía occidental que dan por descontado que todo gira en torno de ellos mismos y que, si hay problemas en alguna parte del mundo, se habrán debido a sus propias deficiencias o, mejor dicho, a las de sus adversarios ideológicos.

He aquí una razón por la que, en la actualidad, tantos norteamericanos y europeos atribuyen las convulsiones que están agitando el mundo musulmán a la torpeza del ex presidente norteamericano George W. Bush o, quizás, a los errores supuestamente perpetrados, hace casi un siglo, por cartógrafos británicos y franceses después del colapso del Imperio Otomano. Parecería que hasta los críticos más virulentos del colonialismo son irremediablemente eurocéntricos.

El punto de vista de los islamistas es bastante diferente. Como los chinos, entienden que su propia civilización, no la occidental, ha protagonizado la historia del género humano y que, por fin, ha llegado la hora para liberarla de las nocivas influencias foráneas y proceder a subordinar el resto del planeta a los dictados de Alá. El atraso material de la mayoría de los países mayormente musulmanes solo ha servido para intensificar la sensación de ser víctimas de una gran injusticia cósmica, de una afrenta humillante que los obliga a vengarse por los medios que fueran.

Sentimientos parecidos contribuyeron mucho a la irrupción de movimientos como el fascismo y el nazismo en Europa, además, si bien en escala menor, de las agrupaciones terroristas que provocaron tantos estragos en la Argentina en los años sesenta y setenta del siglo pasado. Cuando un pueblo o grupo étnico se supone marginado o postergado, a los decididos a remediar tamaña aberración les resultará relativamente fácil asegurarse la adhesión de quienes le atribuyen sus frustraciones particulares. Detrás de las peores catástrofes que se han abatido últimamente sobre decenas de millones de personas en diversas partes del mundo, puede encontrarse la idea de que sea posible cambiar de golpe una realidad deprimente, eliminando físicamente a quienes de una manera u otra parecen encarnar el statu quo.

Asimismo, nunca conviene subestimar el atractivo de la guerra para adolescentes y jóvenes. No solo para los que carecen de perspectivas laborales e intuyen que se han visto condenados a una vida de pobreza sino también para algunos productos de las universidades más prestigiosas y exigentes del mundo, convertirse en soldado de una causa considerada sagrada puede resultar irresistible. Los líderes de las bandas de yihadistas que pululan en África, Asia y están formando células en Europa, no suelen ser campesinos ignorantes habituados a vivir en cuevas como suponen algunos. Por el contrario, muchos son hombres cultos, de familias acomodadas, cuando no multimillonarias como la del difunto Osama bin Laden, que se formaron en Estados Unidos o Europa, donde por algún motivo aprendieron a despreciar la decadencia occidental, comparándola con una versión idealizada del islam de antaño.

Pero no solo se trata de personas, por lo común jóvenes, que nacieron en hogares musulmanes y que, por una cuestión de identidad, quieren que su propio credo haga valer su presunta superioridad. Las acompaña una legión de conversos occidentales que dicen sentirse perdidos en un desierto espiritual y buscan en el islam una respuesta a las preguntas existenciales que los atormentan. A su juicio, el cristianismo moderno, protestante o católico, es un credo demasiado insulso y poco exigente, mientras que el islam, como el nacionalismo cuando estaba de moda, les ofrece una causa por la que podrían morir. En el Occidente actual, el fanatismo a un tiempo mortífero y suicida de los islamistas militantes suele considerarse absurdamente atávico, pero sucede que muchos encuentran en él algo que necesitan. No sorprende, pues, que entre los conversos abunden ex comunistas o individuos que, hace un par de generaciones, se hubieran entregado al fascismo u otra causa emocionante que les brindaba pretextos para matar.

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