Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 04-09-2014 07:44

Militantes del horror

Los jóvenes que se suman a la yihad y el sueño “multicultural” de las sociedades occidentales modernas en peligro.

Parecería que algunas vidas valen mucho más que otras. Antes de morir decapitado el periodista norteamericano James Foley a manos de un yihadista que, según los servicios de inteligencia británicos, era con toda probabilidad un rapero londinense, Barack Obama y otros dirigentes occidentales aseguraban que, por serles ajeno lo que sucedía en el Oriente Medio y el norte de África, no les correspondía hacer nada. Lamentaban la muerte de centenares de miles de personas en lugares enfermos de fanatismo sectario, eso sí, pero, bajo el pretexto de que procurar frenar las matanzas que día tras día ensangrentaban regiones para ellos exóticas sólo serviría para agravar una situación ya atroz, se negaban a intervenir.

El asesinato de Foley los hizo cambiar de actitud no porque se trataba de un norteamericano sino porque la presunta identidad de quien lo degolló, para entonces descabezarlo con lentitud sádica, los obligó a reconocer que entre los combatientes del Estado Islámico hay miles de personas nacidas y criadas en países occidentales. Tuvieron que preguntarse: ¿qué harán los yihadistas si regresan a casa? Muchos creen saber la respuesta: tratarán de reeditar en Europa y América del Norte las hazañas sanguinarias que ya han convertido en sucursales del infierno a Siria e Irak, además de Libia y las zonas mayormente musulmanas de Nigeria.

La irrupción del “califato”, o “Estado Islámico” que, en un lapso muy breve, conquistó partes sustanciales de Siria e Irak, tomó por sorpresa a casi todos. También ha motivado asombro la crueldad extrema de sus soldados que, lejos de intentar ocultar los crímenes de lesa humanidad que cometen a diario como harían sus equivalentes occidentales, los publicitan con orgullo a través de internet, medio en que han proliferado videos de matanzas indiscriminadas de prisioneros desarmados, decapitaciones como la sufrida por Foley, crucifixiones y lapidaciones.

De acuerdo con los valores reivindicados por las elites políticas, intelectuales y mediáticas occidentales, tanta brutalidad debería desprestigiar irremediablemente a los guerreros santos. ¿Es lo que ha ocurrido? Desde luego que no. Por el contrario, les ha permitido engrosar sus filas con una multitud de jóvenes procedentes del relativamente tranquilo mundo desarrollado que están resueltos a aprovechar una oportunidad para retroceder hasta épocas en que la barbarie era cotidiana.

Es un fenómeno alarmante, una manifestación de algo terrible que está gestándose en las entrañas del Occidente. El sueño “multicultural” de que las sociedades consideradas modernas podrían incorporar sin demasiada dificultad a millones de hombres y mujeres de países de tradiciones radicalmente distintas, corre peligro de resultar una pesadilla. Aunque la primera generación de inmigrantes se esforzó por adoptar las costumbres de su país de residencia, en muchos casos sus hijos y nietos se sentirían más atraídos por “la identidad” ancestral.

Pero no sólo ha sido cuestión del atavismo de miembros de una minoría religiosa determinada. El islamismo está reclutando también a ex cristianos o ex agnósticos que, por sus propios motivos, se creen desubicados en un mundo hostil; quieren vengarse entregándose a un credo más potente. Para ellos, el extremismo islámico es tan atractivo como fue el fascismo, el nazismo y comunismo para los muchos “rebeldes” del siglo XX que, con el propósito declarado de hacer del mundo un lugar mejor o, por lo menos, uno más acorde con sus propias fantasías, aprobaban el genocidio de millones de personas que a su entender eran superfluas.

Obama, David Cameron y François Hollande, los únicos líderes occidentales que cuentan con medios militares significantes, coinciden en que es necesario aniquilar el Estado Islámico antes de que adquiera dimensiones aún mayores. Pudieron haberlo destruido hace años cuando nadie imaginaba que un día amenazara con aniquilar lo que aún quedaba de las antiguas comunidades cristianas de Siria e Irak, a la minoría yazidí y a los kurdos, además de los musulmanes chiítas, pero no lo tomaban en serio.

Se entiende: la reacción inicial de los líderes occidentales frente al desafío planteado por los yihadistas fue de incredulidad. Tal y como sucedió cuando los nazis de Adolf Hitler se apoderaban de Alemania, los dirigentes de países democráticos comprometidos con el statu quo se resistieron a creer que los seguidores de un personaje tan extravagante como “el califa” que ha elegido llamarse Abu Bakr al-Bagdadí podría ser algo más que un aventurero innocuo que pronto sería repudiado por su propia gente. Como sus antecesores frente a la barbarie nazi, se decían que en el mundo actual no hay lugar para aberraciones “medievales”.

El siglo pasado, los europeos y norteamericanos pagarían un precio elevado por la negativa de sus dirigentes a tomar al pie de la letra las amenazas proferidas por quienes se afirmaban decididos a ir a cualquier extremo para destruir el orden existente. Por fortuna, el Estado Islámico sólo posee una pequeña fracción del poder militar de la Alemania o el Japón de los años cuarenta, pero así y todo está en condiciones de segar muchas vidas. Y aun cuando los occidentales, con la ayuda de los kurdos y, tal vez, del dictador sirio Bashar al-Assad y los furibundos teócratas iraníes, logren aplastar a los islamistas de al-Bagdadí, tendrían que afrontar el peligro planteado por miles de yihadistas con pasaportes europeos o norteamericanos.

Puede que estén en lo cierto los optimistas que nos aseguran que, en última instancia, virtualmente todos quieren convivir en paz, respetándose mutuamente y subordinándose a las benignas leyes que imperan en los países democráticos, pero no convendría minimizar la importancia de quienes no sólo fantasean con la violencia extrema –propensión esta que, a juzgar por los productos, de la industria cultural popular, es casi universal–, sino que, si las circunstancias lo permiten, perpetrarán delitos horrendos en nombre de una causa religiosa, ideológica o patriótica.

Cualquier credo que convence a los fieles de que la violencia extrema es legítima será capaz de cometer una multitud de crímenes atroces. Cuando los nazis, comunistas e imperialistas japoneses exterminaban a quienes en su opinión eran indeseables, contaban con la ayuda de un sinnúmero de personas “normales”. No debería sorprendernos, pues, que en el Oriente Medio los vecinos, y presuntos amigos, de cristianos, yazidíes o musulmanes de la secta equivocada hayan colaborado voluntariamente con los asesinos del Estado Islámico.

Puede que no haya una sola sociedad tan firmemente comprometida con la convivencia pacífica que sea inconcebible que sufriera un estallido de violencia extrema que sería atribuido a diferencias sectarias, étnicas o políticas. He aquí una razón por la que los gobiernos europeos han sido tan reacios a tomar medidas para mantener a raya a los predicadores del odio islamistas, muchos de ellos subsidiados por los wahabitas de Arabia Saudita, que han hecho de mezquitas centros de reclutamiento para quienes aspiran a merecer un lugar en el paraíso matando a infieles en Siria o Irak.

Además de entender que no les convendría enojar aún más a los hipersensibles representantes de las comunidades musulmanes locales, temen que las relaciones entre dicha minoría y los demás se hagan tan tensas que pronto estallen conflictos civiles inmanejables. El riesgo sería menos grave si los musulmanes pacíficos organizaran manifestaciones públicas masivas en contra de los yihadistas, pero, para frustración de sus simpatizantes, hasta ahora no lo han hecho en ningún país europeo.

La ambigüedad de los políticos europeos y norteamericanos, los que a menudo brindan la impresión de sentirse más preocupados por los eventuales brotes de “islamofobia” que por el fanatismo islamista, está compartido por el Papa. Hace poco opinó que sería “justo” frenar a quienes asesinaban a cristianos en Irak con tal de que los encargados de hacerlo no los bombardearan. Felizmente para muchas víctimas en potencia de los yihadistas, los mandos norteamericanos pasaron por alto la súplica papal y reanudaron sus ataques aéreos contra bastiones del Estado Islámico.

La confusión que siente Bergoglio que, demás está decirlo, figura en la lista negra de los islamistas porque la suya no es la única fe verdadera, es comprensible. Como tantos otros occidentales de convicciones progresistas, quiere creer que las matanzas en gran escala pertenecen al pasado, pero no puede sino sospechar que en ocasiones brindar una impresión de debilidad es más peligroso que dar una de prepotencia militarista. La ola de violencia que ha inundado el amplio mundo musulmán se debe en buena medida al tentador vacío de poder que han dejado los norteamericanos que, hartos de ver a su país en el papel antipático de gendarme internacional, eligieron batirse en retirada, con el resultado de que el Oriente Medio se ha convertido en una inmensa zona liberada. Con todo, hay señales de que Bergoglio está acercándose a la postura asumida por su antecesor como papa, Joseph Ratzinger, el que, para indignación de muchos, en una ocasión se animó a señalar que el islam no es “la religión de la paz”, como afirman sus propagandistas, sino una que siempre ha sido llamativamente belicista.

por usuario

Galería de imágenes

En esta Nota

Comentarios