Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 27-09-2014 14:55

Un síntoma de decadencia

Máximo Kirchner en el centro de la escena. Su protagonismo, una posible candidatura y el futuro incierto de los camporistas.

Con la presunta excepción del superministro Axel Kicillof, Máximo Kirchner es el hombre más poderoso del país. Lo es porque es uno de los escasos seres vivos cuyas opiniones son escuchadas con atención por su mamá, Cristina. El privilegio así supuesto, además de vaya a saber cuántos miles de millones de pesos aportados por los contribuyentes, le ha permitido armar esta extraña organización política, mitad secta ideológica, mitad agencia de empleo, que se llama La Cámpora en homenaje al odontólogo que se hizo célebre por su obsecuencia hacia Juan Domingo Perón allá en los años setenta.

Para la gente de La Cámpora, Máximo es una pieza valiosísima. Algunos creen que, una vez que se haya despegado de la imagen de ser un vago adicto a la realidad virtual de la Play Station que lo ha convertido en blanco de una multitud de chistes irrespetuosos, podría ser el próximo intendente de Río Gallegos o –¿por qué no?– gobernador de Santa Cruz. Otros, más ambiciosos, están pensando que podría suceder al despreciado Daniel Scioli como mandamás bonaerense, ya que nació en La Plata, lo que a su juicio sería más que suficiente. ¿Y después? Siempre y cuando Cristina no se las arregle para ocuparla nuevamente luego de un intervalo neoliberal, podría mudarse a la Casa Rosada.

 

Lo que tienen en mente los estrategas del ala no tan juvenil del kirchnerismo es absurdo, claro está. Puede que Máximo sea una buena persona que a veces dice cosas sensatas a su mamá, pero nadie ha detectado en él las cualidades que uno esperaría encontrar en un peso pesado de la política. De no ser el primogénito de Néstor y Cristina, el hombre sería un empleado menor en una empresa privada pequeña o cumpliría funciones rutinarias en la administración pública local. Pero en la Argentina, país “sin prerrogativas de sangre” conforme al realismo mágico constitucional, los lazos familiares suelen importar mucho más que detalles como la inteligencia, el trabajo duro, la experiencia o la capacidad. En teoría, la cultura política es democrática e igualitaria; en verdad es dinástica, cuando no monárquica. Todos somos iguales pero algunos, entre ellos Máximo, son más iguales que otros.

El protagonismo reciente del hijo de Cristina es un síntoma, uno más, de la decadencia política que, a partir de la primera mitad del siglo pasado, ha arruinado la Argentina, privándola de aquel “destino de grandeza” que no sólo los nacionalistas nativos sino también muchos extranjeros prestigiosos le habían augurado. Como otros movimientos construidos en torno al hipotético “carisma” de un dirigente populista, el kirchnerismo ha ido expulsando a sus adherentes más talentosos porque, andando el tiempo, podrían hacer sombra al Líder o Lideresa.

Como es natural, los mediocres han ayudado a los resueltos a eliminar a quienes no lo son. De resultas de las purgas internas y las barreras erigidas para mantener en su lugar a los más capaces, en La Cámpora no hay nadie que esté en condiciones de ser un candidato presentable para ningún puesto político significante, razón por la que los militantes atribulados se han puesto a rezar para que Máximo, portador del apellido milagroso, brinde la impresión de ser un caudillo nato. Desgraciadamente para ellos, no hay motivos para suponer que logre hacerlo. Así y todo, su aparición en la cancha de Argentinos Junior, donde sometió a decenas de miles de hinchas de Cristina a una arenga en la que desafió a los precandidatos a pisotear la Constitución para medirse con ella, como si fuera cuestión de un combate entre gladiadores, encandiló a quienes temen que el tiempo ya les está jugando en contra.

El revuelo ocasionado por la irrupción de Máximo, como si realmente fuera un dirigente joven muy promisorio, puede atribuirse a lo poco alentador que es el escenario político actual, dominado como está por centristas que se limitan a esperar su turno a sabiendas de que sus contrincantes oficialistas están en vías de autodestruirse. Para hacer aún más deprimente el panorama, el episodio y sus secuelas nos recordaron que los “cuadros” de un movimiento subsidiado que se supone progresista, vibrante de entusiasmo juvenil, amor y esperanza, se aferran a principios que difícilmente podrían ser más reaccionarios. Reivindican con pasión el nepotismo. Dan por descontado que los hijos de una presidenta, o de un montonero, heredan ciertos privilegios que los hacen superiores a los demás. No creen en el esfuerzo personal, para ellos un vicio elitista, sino en los derechos que, a su entender, confieren un accidente de nacimiento o, en su ausencia, el fervor político oficialista.

 

Acaso lo único que los distingue de aquellos aplaudidores patéticos que siguen a Cristina por todos lados para batir palmas al momento indicado es que, por lo común, son menos cínicos, aunque es de prever que muchos pronto aprendan a serlo, ya que el país está internándose en una etapa en la que nadie querrá ser acusado de militancia camporista. Les pone nerviosos la conciencia de que no les será dado apoderarse de todo, como en una ocasión les prometió la Presidenta. Antes bien, tal y como están las cosas, muchos tendrán suerte si logran conservar las sinecuras estatales que el Gobierno está repartiendo con generosidad entre los afiliados a la organización ensamblada por Máximo y sus amigos. Por cierto, no los quieren para nada los veteranos del PJ que les atribuirán todos los reveses electorales que prevén sufrir. En cuanto puedan, pondrán en marcha la depuración.

Los militantes aglutinados en La Cámpora han sido los más beneficiados por la precariedad institucional que, en el transcurso de la larga década ganada, se ha agravado tanto que el país ha retrocedido hacia formas políticas propias del medioevo. Se habla mucho de participación, pero lo que quieren Cristina y sus incondicionales es que sea pasiva, que los gobernados se limiten a obedecer sin chistar a los gobernantes y festejar las ocurrencias presidenciales. Por ser el poder de la Presidenta unipersonal, nadie le ha impedido ubicar a militantes inexpertos en docenas de funciones clave para que manejen, por decirlo de alguna manera, empresas cuasi estatales como Aerolíneas Argentinas, representen al país en Washington y, desde luego, encargarse de la economía nacional, un capricho que amenaza con tener consecuencias catastróficas.

Lo malo no es que Cristina haya aspirado a tanto, ya que en muchos dirigentes presuntamente respetables se esconde un megalómano que, de tener la oportunidad, se erigiría en dictador vitalicio, es que lo haya consentido una proporción nada desdeñable de la clase política nacional, de ahí las mayorías automáticas en el Congreso que están dispuestas a aprobar cualquier barbaridad. La característica más llamativa de los legisladores kirchneristas es el servilismo. Si Cristina les ordenara repudiar la ley de gravedad, no vacilarían en hacerlo, para júbilo de los camporistas que celebrarían su voluntad de liberarnos de una imposición foránea tan molesta. En una democracia menos supina, los oficialistas ayudarían a la Presidenta oponiéndose a las iniciativas más descabelladas, como la supuesta por el pacto con el régimen teocrático de Irán, pero los parlamentarios kirchneristas la traicionan avalándolas no porque confíen en su sabiduría sino porque le temen.

 

Es de suponer que a esta altura, los camporistas menos ingenuos entienden que se les viene la noche, que la aventura a la que se han entregado tiene los días contados y que ni siquiera Máximo podrá salvarlos. Será por este motivo que a algunos les atrae la idea de obrar para que el peronismo en su conjunto comparta la derrota que ven aproximándose, razón por la que siguen confabulando contra Scioli. Quisieran poder hacer lo mismo con Sergio Massa pero, puesto que en la actualidad no gobierna ninguna jurisdicción, no les sería tan fácil debilitarlo cortándole los víveres e impulsando paros. Sea como fuere, no les convendría distanciarse de los demás peronistas; si bien están acostumbrados a perdonar a disidentes coyunturales, están tan hartos de la prepotencia de los soldados de Cristina que serán reacios a darles una mano cuando hayan caído en desgracia.

La situación en que se hallan sería distinta si los vinculados de un modo u otro con La Cámpora se destacaran por su solvencia profesional, pero sucede que casi todos han resultado ser ineptos. Hasta los impresionados por los malabarismos verbales de Kicillof consideran contraproducentes sus intentos de pilotear una economía que, según los pesimistas, ya está en caída libre.

Tampoco ha impresionado gratamente el desempeño de Augusto Costa, el sucesor del gran Guillermo Moreno, que según se informa se siente totalmente desbordado por los problemas de su área que, a diferencia del ferretero pendenciero, para frustración de los empresarios prefiere mantener un perfil bajísimo ocultándose. Lo mismo podría decirse de la embajadora en Estados Unidos, Cecilia Nahón, la que no ha cumplido un rol visible en la batalla épica que está dándose entre el ser nacional y los atroces buitres yanquis, lo que es un tanto sorprendente, ya que la Cancillería se ha llenado de camporistas combativos resueltos a difundir el evangelio kirchnerista en el resto del mundo por los medios que fueran.

* PERIODISTA y analista político,

ex director de “The Buenos Aires Herald”.

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