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MUNDO | 17-01-2015 03:00

Censura global

La masacre en París fue otro episodio más de una compulsa que se inició con la “fatwa” contra el escritor Salman Rushdie.

"Asesinaron a Voltaire”. Aún no se había secado la sangre en pisos, paredes y escritorios de la redacción atacada y Alain Touraine definía la masacre con lucidez y profundidad.

Además de haber escrito el “Diccionario Filosófico” y “El Siglo de Luis XIV”, Voltaire fue el autor del “Tratado sobre la intolerancia religiosa, a propósito de la muerte de Jean Calas”, desnudando en el discurso de la iglesia el odio que linchó a un viejo protestante de Toulouse, acusado falsamente de asesinar a su hijo.

Pero no solo desenmascaró el integrismo católico, al que llamó “la víbora”. Señaló la misma patología en el concepto judío de “pueblo elegido” y al Islam lo criticó escribiendo una tragedia: “El Fanatismo, o Mahoma”.

En esa obra teatral, el pensador iluminista denuncia integrismo y fanatismo en la prédica y la acción del profeta del Corán.

En síntesis, Voltaire fue un impulsor fundamental de la libertad de expresión, impulsando el derecho a criticar las religiones. Y eso, además del derecho de las minorías protegido por la división de poderes de Montesquieu y la filosofía liberal de Locke, está en los cimientos de la “sociedad abierta” y su condición sine qua non: el Estado de Derecho.

Es, en definitiva, la idea que sostiene desde hace décadas una pulseada contra el ultra-islamismo. La masacre de Charlie Hebdo es un episodio más en la compulsa, que tuvo su primer acontecimiento visible en la “fatwa” del ayatola Jomeini contra Salman Rushdie.

Según aquel líder iraní, el escritor indobritánico había ofendido a Mahoma con su novela “Los Versos Satánicos”. Y para dar una sentencia a semejante veredicto, ordenó que sea asesinado donde se lo encuentre.

Fue la primera manifestación abierta de censura global. El fanatismo islámico le anunciaba al mundo que se arrogaba el derecho a establecer “qué se puede” y “qué no se puede” decir sobre la religión de los musulmanes. Además, el líder de un país –Irán– se ponía por encima de la soberanía jurídica de los demás estados para juzgar, condenar y ejecutar esa condena, instigando a que se cometa un asesinato.

En Europa no faltaron políticos, intelectuales y medios periodísticos que cuestionaron a Rushdie y calificaron su libro de provocación, cuando era solo momento de enfrentar la modalidad criminal de censura global que proclamaba el líder chiíta persa.

Esa manifestación de imperialismo religioso tuvo otras replicas igualmente demenciales. Una ola de violencia estalló cuando un diario de Dinamarca publicó una caricatura de Mahoma. El caricaturista danés que había dibujado al profeta de una religión iconoclasta salvó el pellejo milagrosamente.

El que no se salvó fue el cineasta Theo Van Gogh (descendiente del célebre pintor) por haber criticado al Islam con su película “Sumisión”. Una puñalada lo desangró en una calle de Amsterdam. Y hubo más.

Siendo Papa, Joseph Ratzinger pronunció un discurso académico en la Universidad de Ratisbona, citando al emperador bizantino Manuel Paleólogo en un párrafo crítico sobre Mahoma. De inmediato, la ira fundamentalista incendió iglesias y produjo decenas de muertes. No se trataba de una caricatura burlona, ni de una satírica ficción literaria, ni de una película denunciante. Se trataba del discurso académico de un teólogo importante, que además presidía la iglesia católica.

Como censurador global, el fanatismo ultra-islámico le advertía de ese modo al mundo que nadie puede expresar ningún tipo de crítica contra el profeta y contra el Islam. El ultra-islamismo juzgará, condenará y aplicará la sentencia contra quien así se pronuncie, esté donde esté y sea quien sea. La última fue la masacre de Charlie Hebdo.

Esta vez, gobiernos y sociedades europeas reaccionaron mejor. Casi no se escucharon los que siempre culpan a la víctima (en este caso hablando del carácter provocador de las caricaturas publicadas), como si la falda corta y el escote pronunciado de la mujer violada justificaran un poco a su violador. No hay nada que debatir. Muchos judíos y cristianos habrán sentido que “La Vida de Bryan” ofendía la historia de sus creencias, pero nadie masacró a los Monty Pyhton, el grupo británico que hizo aquella sátira cinematográfica.

Muchos católicos y ortodoxos se ofendieron con “Je Vous Salue Marie”, pero no asesinaron a Godard por su film. Hasta suena absurdo explicar que una religión iconoclasta no puede imponer la no representación de su profeta a “los infieles”. De aceptarse la extensión al otro de la creencia propia, se justificaría que un terrorismo hinduista masacrara argentinos por comer carne de vaca, una divinidad en la India.

Hubo etapas históricas en que el cristianismo era teocrático y demencialmente violento, mientras el Islam era tolerante y abierto. Alberto Magno y Santo Tomás descubrieron a Aristóteles gracias a Averroes, y los reyes católicos unificaron España con una brutal guerra religiosa.

Las primeras comunidades musulmanas que llegaron a América a mediados del siglo XIX, expulsados del Levante por el imperio turco, se integraron exitosamente y prosperaron. Pero la migración que llegó a Europa en el último medio siglo lleva la carga de la visión más reaccionaria y cerrada del Islam de este tiempo.

El ensimismamiento se agrava por la prédica intolerante y “supremacista” de los imanes. Esa prédica inculca un sentimiento de supremacía ante la “decadente cultura occidental”, que trastoca en resentimiento en los muchos que –por causa del ensimismamiento comunitario– fracasan en los sistemas educativo y económico de Europa.

Así fermenta el jihadismo que quiere cortar cabezas de “infieles” en Oriente Medio, o ser el brazo verdugo de la censura global en Occidente.

El último golpe de ese brazo censurador, la masacre de París, despertó el fantasma de la guerra religiosa.

El fantasma que hoy recorre Europa no es el del comunismo, sino el de la guerra religiosa. Lo que busca el ultra-islamismo es que la extrema derecha y los ultra-católicos organicen grupos armados para atacar mezquitas y asesinar musulmanes. De ese modo, le será más fácil reclutar jihadistas y terroristas en Occidente.

El viejo continente vivió ese tipo de conflicto en los siglos XVI y XVII, cuando el odio entre católicos y protestantes hizo correr ríos de sangre en los Países Bajos con la “guerra de los 80 años”; en el Sacro Imperio Romano-Germánico con la “guerra de los 30 años”, y en Inglaterra, Irlanda y Escocia con las “guerras de los tres reinos”.

Voltaire había calculado las cientos de miles de muertes que dejaron aquellos conflictos religiosos. En la Francia de hoy, no son los católicos contra los hugonotes, sino los ultra-islamistas contra la sociedad abierta y secular, en la que la expresión es libre.

Ese fanatismo es el que asesinó a Voltaire, en la redacción de una revista parisina.

por Claudio Fantini

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