Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 15-02-2015 06:08

Una herencia maldita

El próximo presidente recibirá una economía en ruinas, un huracán inflacionario y una gran cantidad de empleados ñoquis.

Los tres presidenciables que desde hace mucho tiempo encabezan todas las encuestas de opinión, Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa, dicen querer que la Justicia logre aclarar todo pero, para frustración de los kirchneristas más belicosos, entienden muy bien que no les convendría en absoluto brindar la impresión de estar procurando aprovechar la muerte dudosa del fiscal Alberto Nisman para arañar algunos votos más. Con la excepción parcial de Scioli que, como buen peronista, se las ha arreglado para ser a un tiempo oficialista y, en opinión de Cristina y sus militantes por lo menos, un opositor agazapado, no se sienten ni beneficiados ni perjudicados por los estragos provocados por el caso en la imagen de una presidenta que, por mucho que le disguste la idea, ya debería estar haciendo las valijas.

Macri trata de ser optimista y dice ver en el suicidio o asesinato de Nisman “una oportunidad de aprendizaje”. “Estamos en la etapa de un aprendizaje, se está fundando la Argentina que viene” que, asegura, será un país muy distinto del actual, uno “con marchas pacíficas”. Pero sabrá que lo que según algunos fue un “magnicidio” ha hecho aún más tenebrosa la situación que afrontará el gobierno próximo. Tendrá que administrar un país de instituciones sumamente precarias que, en muchos casos, como los de la Cancillería, el Ministerio de Economía y algunas relacionadas con la Justicia, se han visto colonizadas por militantes políticos que, lejos de querer colaborar con sus nuevos jefes, tratarán de hacerles la vida imposible.

Quienes esperan suceder a Cristina Fernández en la Casa Rosada ya se habían resignado a recibir de sus manos no sólo la banda presidencial, el bastón de mando ídem y otros símbolos sino también una economía en ruinas azotada por un huracán inflacionario que los obligará a aplicar un ajuste, con un “aparato productivo” comatoso y un Banco Central vaciado, además de una cantidad extraordinaria de empleados ñoquis a los que les será difícil desalojar de los nichos en que se han metido. Desde aquella madrugada del 18 de enero que ocupará un lugar destacado en la historia nacional en la que se encontró el cadáver del fiscal en el baño de su departamento en Puerto Madero, saben que la herencia incluirá servicios de inteligencia cuyos integrantes se resisten a prestar atención a las órdenes de sus presuntos amos políticos, un Poder Judicial en que abundan personajes dispuestos a subordinar todo, comenzando con el respeto por la ley, a una ideología casera nada democrática, y, lo que es peor aún, una clase política que con frecuencia se ve dominada por oportunistas venales.  De todos los desafíos que les aguarda, el planteado por una cultura política tan corrupta como disfuncional podría ser el más difícil, ya que ellos mismos comparten sus vicios.

Por razones comprensibles, los presidenciables de turno suelen ser reacios a preguntarse si una sociedad que a través de los años se ha mostrado incapaz de emular a otras de características a primera vista menos promisorias, como las de Corea del Sur o Singapur, para no hablar de aquellas de cultura parecida como las de España e Italia, posee los recursos humanos que necesitaría para superar sus problemas más urgentes. Siempre llegan a la conclusión de que les será maravillosamente fácil, ya que, además de contar con un superávit de ventajas comparativas envidiables, la ciudadanía habrá aprendido de los errores perpetrados por quienes están por irse y por lo tanto no se le ocurriría permitir que otro gobierno los repitiera.

En principio, los que piensan así deberían estar en lo cierto, pero sucede que una proporción sustancial del electorado insiste en votar por sujetos que anteponen su “lealtad” al líder máximo de moda a su deber como legisladores o funcionarios gubernamentales. Lo hace porque los más pobres que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, han respaldado al peronismo sin perder el tiempo discriminando entre los caudillos supuestamente “liberales” como Carlos Menem por un lado y los que, como Cristina, se afirman paladines del estatismo por el otro, creen que, para sobrevivir, necesitarán contar con la ayuda de un padrino. Puesto que aquí no existe un “Estado benefactor” ajeno a los partidos y por lo tanto inmune al clientelismo político, tal actitud puede comprenderse, ¿Será diferente en los años próximos? A menos que lo sea, la Argentina seguirá asombrando al mundo por su vocación autodestructiva.

El que durante más de diez años la parte más poderosa de la clase política nacional, con la complicidad del grueso del electorado, haya colmado de poder a una señora tan caprichosa como Cristina, permitiéndole actuar como una monarca medieval, es de por sí alarmante. La negativa a asumir las responsabilidades personales propias de un legislador así reflejada puede atribuirse a que demasiados profesionales de la política son oficialistas seriales que se han acostumbrado a vender sus servicios al mejor postor sin preocuparse por sus eventuales ideas. A su modo, han conseguido sacar provecho de “la muerte de las ideologías” que tanto aquí como en los países desarrollados ha contribuido a desprestigiar la actividad política.

En los años noventa del siglo pasado, los oficialistas natos se disfrazaron de “neoliberales” menemistas, para después transformarse en seguidores de Eduardo Duhalde y, un poco más tarde, en kirchneristas de la primera hora. ¿Y mañana? Algunos trashumantes congénitos, preocupados por el cambio de clima, ya han migrado al territorio regido por el ex kirchnerista Massa, otros confían en que el kirchnerista a medias Scioli los ayude a seguir disfrutando de los privilegios de pertenecer a la nomenclatura gubernamental, mientras que los hay que sienten que podría ser de su interés probar suerte acercándose a Macri. No es que estén buscando una oportunidad para servir a la Patria; lo único que quieren es ahorrarse el destino triste de quienes no encuentran un lugar en ninguna lista o equipo de asesores de un potentado local. Huelga decir que algunos, tal vez muchos, guardarán rencor por haberse permitido humillar por una señora altanera que los ha tratado con desprecio; en el traicionero mundillo político, la lealtad tiene fecha de vencimiento.

Como suele suceder toda vez que Cristina se ve involucrada de un modo u otro en un nuevo escándalo, sus militantes acusan a los líderes opositores de ser golpistas resueltos a voltearla. Fue de prever, pues, que algunos kirchneristas coyunturalmente fanatizados intentarían hacer pensar que la muerte de Nisman fue obra de una banda de conspiradores vinculados con los satánicos “poderes concentrados”, Clarín, la CIA, los buitres y, sería de suponer, las huestes de Massa y otros presidenciables, pero virtualmente nadie los ha tomado en serio. Con ironía cruel, parecería que los únicos golpistas auténticos que se encuentran en el país son aquellos estrategas kirchneristas que suponen que sería mejor que el gobierno de Cristina cayera de resultas de una ofensiva antidemocrática de lo que sería que protagonizara un final catastrófico, dejando al triunfador de las elecciones venideras un país tan irremediablemente quebrado como la Venezuela del inverosímil Nicolás Maduro.

Coinciden Macri y Massa en que los únicos beneficiados por un golpe serían los K. Los dos tienen sus motivos para rezar para que Cristina se mantenga en el poder hasta el 10 de diciembre aun cuando en los meses que todavía le quedan se dedicara a armar bombas de tiempo programadas para estallar a comienzos del año que viene. Preferirían encargarse de un “modelo” totalmente agotado a recibir uno meramente agonizante. Quieren que no quede duda alguna sobre la identidad de los responsables de la feroz crisis socioeconómica por la que el país tendrá que pasar antes de iniciar, por enésima vez, la prevista recuperación. Si la experiencia les ha enseñado algo, es que buena parte de la ciudadanía está acostumbrada a atribuir sus penurias a quienes se ven sin más alternativa que la de esforzarse por reparar los daños causados por un gobierno populista. Prevén que, luego de un par de meses, se hagan oír las voces de quienes reclamarían el regreso del kirchnerismo para que el país disfrutara nuevamente de un “verano de alegría” como el que, según Jorge Capitanich, Ricardo Forster y otros pensadores destacados del campo nacional y popular, molestaba tanto a los enemigos del pueblo que no vacilaron en hacer morir a un fiscal para que la gente hablara de otra cosa.

En las democracias maduras, hasta un desliz menor por parte de un mandatario puede resultar más que suficiente como para “desestabilizar” a un gobierno considerado exitoso. En la Argentina, la mayoría suele ser más tolerante. Si bien últimamente ha bajado el valor de las acciones de Cristina en el mercado político, sigue contando con el respaldo de una minoría muy significante que se resiste a dejarse perturbar por asuntos como el pacto con los teócratas furibundos de Irán, el tuit extravagante con el que insultó a los socios estratégicos de China justo cuando les suplicaba algunas moneditas y su reacción gélida frente a la muerte, en circunstancias nada claras, de un fiscal de la Nación, para no hablar del aumento fenomenal del patrimonio de la familia Kirchner y las desventuras del vicepresidente Amado Boudou.

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