Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 26-04-2015 00:10

Europa no quiere ser Somalia

La llegada a Europa de miles que reclaman asilo obliga a los líderes europeos a elegir entre la compasión y el realismo frío.

Puede que la historia haya llegado a un nuevo punto de inflexión. Está agotándose con rapidez desconcertante el orden, por llamarlo de algún modo, que pareció haberse consolidado después de la Segunda Guerra Mundial al elegir los países europeos desmantelar los imperios coloniales que habían adquirido en los siglos anteriores. Lo hicieron en parte por cansancio, en parte por entender que gobernar a otros era incompatible con los valores democráticos que ellos mismos reivindicaban. Desde entonces, el imperialismo europeo, el que en su fase final se vio acompañado por la idea de que es deber de los pueblos “avanzados” preparar a los “atrasados” para que un día, en un futuro muy lejano, pudieran prescindir de tal ayuda, tiene mala prensa no sólo en los territorios que se independizaron y en las viejas metrópolis, sino también en países, como la Argentina, que, de no haber sido por el expansionismo de potencias de antes como España que sus dirigentes actuales denuncian con fervor impresionante, no existirían.

Con todo, si bien aún es rutinario tratar el imperialismo europeo –a pocos les indignan demasiado las variantes china, árabe, turca o rusa–, como un fenómeno vergonzoso que, por fortuna, se ha visto consignado al basural de la historia, parecería que el consenso así supuesto tiene los días contados. No es sólo que, para millones de personas, en especial las que pertenecían a minorías étnicas o religiosas, el repliegue de los imperios europeos y la descolonización que festejaron los biempensantes tendrían consecuencias catastróficas, sino también que Europa misma corre peligro de sucumbir ante presiones externas desatadas no por el pasado imperialista sino por la prosperidad actual. Los problemas más urgentes de la Unión Europea se deben menos a sus deficiencias que a sus méritos.

Con la excepción de aquellos yihadistas que sueñan con vengarse de las derrotas que sufrieron sus correligionarios a manos de los europeos cuando nadie cuestionaba la supremacía bélica occidental, lo que buscan los inmigrantes indocumentados es una vida material más cómoda y más segura que, creen, Europa podría garantizarles. Se trata de una aspiración que, en cada caso, es más que razonable, pero que, por ser tantos los que la comparten, dista de serlo desde el punto de vista de los preocupados por el futuro del Viejo Continente. Hasta hace poco se suponía que los países más desarrollados podrían asimilar con facilidad a minorías procedentes del mundo subdesarrollado que, andando el tiempo, adoptarían las costumbres y creencias de sus anfitriones ricos, pero puesto que muchos inmigrantes a Italia, España, Francia, Alemania, el Reino Unido y Suecia importaron sus propias modalidades ancestrales y se han resistido a modificarlas, se ha difundido el temor a que Europa termine como una zona de desastre más.

La llegada a las costas de Italia y Grecia de decenas de miles de desesperados que reclaman asilo, más la muerte en el mar de centenares, acaso miles, que no logran sobrevivir a un viaje peligrosísimo en barcos atestados, ha obligado a los líderes europeos a elegir entre la compasión suicida predicada por personas como el Papa Francisco, suicida porque acoger a todos equivaldría a abrir las puertas para que dentro de poco desembarcaran decenas, tal vez centenares de millones de africanos, árabes y otros, y el realismo frío de quienes señalan que la única manera de poner fin a lo que está sucediendo consistiría en intervenir militarmente en países anárquicos como Libia que sirven de puertos de salida para quienes –según se informa, ya hay aproximadamente un millón– están aguardando con impaciencia una oportunidad para intentar atravesar el Mediterráneo.

Pues bien: el orden internacional vigente se basa en la presunción optimista de que todos los países reconocidos por la ONU deberían estar en condiciones de gobernarse por sus propios medios con, a lo sumo, una pequeña dosis de ayuda económica y técnica, pero la realidad es que hay cada vez más “Estados fallidos” que no pueden hacerlo. Aunque el “Estado fallido” más notorio sigue siendo Somalia, Libia, Yemen, Siria e Irak ya se encuentran en aquella categoría nefasta. Pronto habrá otros. Abandonados a su suerte por el resto del mundo so pretexto de respetar sus derechos soberanos, pero en verdad porque asumir la responsabilidad de gobernarlos no sólo significaría violar los principios que en teoría rigen en la llamada comunidad internacional sino también supondría un esfuerzo terriblemente difícil y costoso, están degenerando en mataderos en que pandillas de fanáticos torturan, violan y asesinan con crueldad extrema a quienes a su juicio merecen morir.

La reacción instintiva de muchos frente al horror cotidiano que, gracias a la tecnología occidental, se perpetra ante una audiencia mundial, ha consistido en atribuirlo a la maldad de los imperialistas europeos de antaño, como si antes del siglo XIX Asia y África fueran remansos edénicos de paz, pluralismo y tolerancia mutua, para entonces resignarse a dejar que las sociedades más brutales se cocinen en su propia salsa ya que, al fin y al cabo, son independientes y por lo tanto tendrán que aprender a valerse por sí mismas.

Tal actitud, en la que se combinan la autoflagelación (todo es nuestra culpa), que es tan popular entre las elites intelectuales europeas y norteamericanas, con la autofelicitación santurrona (no reincidiremos en los errores imperdonables del pasado), persistiría si fuera posible mantener separadas las partes del mundo relativamente tranquilas de las que se han convertido en antesalas del infierno pero, como los europeos acaban de enterarse, no hay forma de hacerlo.

Mal que les pese a los occidentales, la globalización no se limita al comercio y las finanzas. También ha servido para que conflictos étnicos y sectarios que hasta hace apenas un par de décadas atrás afectaban sólo a lugares lejanos se hayan trasladado a otras partes del mundo. Además de la presencia inquietante de yihadistas que los odian y juran estar resueltos a matarlos a menos que se sometan a una versión despiadada del islam, los europeos se enfrentan con una invasión multitudinaria de personas, la mayoría musulmana, que huyen de la miseria y, en muchos casos, del caos sanguinario, que se han apoderado de sus lugares de origen.

Para indignación de una minoría menguante de progresistas, una mayoría sustancial de los europeos es contraria a permitir la inmigración masiva de gentes que, aun cuando no les sean hostiles, se aferran a un código de valores que les parece radicalmente ajeno. Así y todo, con la excepción de los más duros, se sienten moralmente obligados a ayudar a quienes arriesgan todo para llegar a Europa aun cuando comprendan que su propia buena voluntad sirve para que sean cada vez más los tentados por el sueño de vivir en un país rico.

La alternativa insinuada por el Papa, de facilitar el traslado de los refugiados económicos o políticos al destino que tienen en mente que, por lo común, es Alemania, Francia o el Reino Unido, sería viable si fuera cuestión de unas pocas personas, pero se trata de millones. Tal vez exageren quienes dicen que sería calamitosa una política más generosa porque significaría la incorporación definitiva de Europa a África y el Oriente Medio con todo cuanto ella significaría, pero el temor así manifestado puede entenderse. En opinión del grueso de los europeos, el Viejo Continente ya está lleno, razón por la que hay que cerrar las fronteras a cal y canto para que sólo entren los inmigrantes “legales”.

Tal postura se ha visto fortalecida últimamente por el salvajismo del Estado Islámico, Boko Haram, Al-Qaeda y otros grupos, y también por la conducta de una docena de musulmanes que, antes de alcanzar Italia, tiraron al mar a cristianos que viajaban en la misma embarcación precaria. Los gobiernos de los países más vulnerables, Italia y Malta, han llegado a la conclusión piadosa de que, para salvar vidas, convendría que la Unión Europea en efecto invadiera Libia para “detener” a los traficantes y quemar los barcos rudimentarios que usan. Sería una reedición de la ofensiva europea y norteamericana contra los piratas de Berbería que, hasta mediados del siglo XIX, salieron del norte de África para capturar esclavos cristianos en las tierras de los infieles, y que llegaron hasta a Islandia, lo que brindó a Francia una excusa inmejorable para conquistar Argelia.

Además de enviar una especie de expedición punitiva a Libia, los partidarios de frenar así la inmigración masiva se han propuesto construir, a cambio de dinero, campos para inmigrantes en potencia en países como Túnez, Níger y Sudán, reeditando de tal modo la estrategia empleada por Australia, que los manda a centros de detención nada salubres en vecinos pobres como Papúa Nueva Guinea con la esperanza de que un día regresen a su lugar de origen. Por su parte, Francia quisiera que todos los miembros de la Unión Europea, comenzando con Polonia y los países bálticos, aceptaran más inmigrantes ilegales, una propuesta que, además de motivar la resistencia de los polacos y sus vecinos, angustiaría a africanos que no quisieran pasar el resto de sus días donde los inviernos son gélidos y los nativos no se destacan por su buena voluntad hacia quienes no comparten sus creencias.

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