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MUNDO | 30-05-2015 02:59

La historia, de rehén

Ante la pasividad de los regímenes sunitas, el terror de ISIS llegó a la ciudad de Tadmur y amenaza riquezas arqueológicas milenarias.

Mientras las monarquías sunitas usan sus fuerzas militares contra una milicia chiíta de Yemén, ISIS avanza a paso redoblado en el corazón del Oriente Medio.

Los sauditas y sus aliados bombardean a los rebeldes hutis, aunque además de pelear contra el régimen yemení luchen contra Al Qaeda, cuyo brazo en el país del sur peninsular es el más poderoso de la organización que creó Osama Bin Laden. Paralelamente, desguarnecidas por los grandes ejércitos árabes, Ramadi y Todmur caen en manos de los sonrientes milicianos que visten de negro y entran a las ciudades y aldeas levantando el índice de la diestra en señal de que “está llegando la yihad”.

Los ejércitos sirios e iraquí no tardan en desbandarse. A la resistencia la continúan milicianos chiítas y vecinos de las urbes asediadas. Pero no podrán contra el poderío de un ejército que paga a sus combatientes 1.400 dólares mensuales y que disfruta decapitando y crucificando a sus vencidos. Pronto, los sonrientes genocidas aparecen exhibiendo largas hileras de cadáveres con la cabeza en la espalda. Y flamean en las plazas y los edificios esas banderas negras cuyo origen se remonta al siglo VIII, cuando se produjo el advenimiento de la segunda dinastía del Islam.

Los chicos de Ramadi y de Todmur se acercaron a los flameantes estandartes y leyeron la “shadada”, declaración de fe musulmana que afirma que “el único Dios es Alá y Mahoma es su profeta”.

Los sauditas y sus aliados seguían concentrados en aplastar a los aliados yemeníes de Irán y Hezbolá, aunque no sean genocidas y crueles como la milicia que están dejando actuar contra los chiítas, los cristianos, los kurdos y las minorías preislámicas de Irak y Siria. Mientras tanto, con Ramadi en su poder, ISIS pasó a controlar la provincia iraquí de Al-Anbar, estacionándose a solo cien kilómetros de Bagdad. Los lunáticos genocidas se van acercando a Kerbala, la ciudad santa del chiísmo, donde piensan destruir todos los monumentos que aludan a los seguidores del profeta Alí, incluida la mezquita de Husein Bin Alí, donde está la tumba del segundo nieto de Mahoma, asesinado en ese lugar en la batalla del año 680, que originó el sisma definitivo de los musulmanes.

Los yihadistas sunitas quieren hacer con el mausoleo más importante del chiísmo lo que hizo un califa abasida en el año 850: destruirlo.

Además de exterminar poblaciones, el demencial califato que preside Abú Bakr Al-Bagdadí está tomando la historia de rehén.

ISIS tomó también la historia de rehén en el corazón del desierto sirio. Sucede que la actual Tadmur es la antigua Palmira, capital del efímero imperio de la reina Zenobia. Tuvo su esplendor en los primeros siglos de la era cristiana, cuando la osada monarca desafió a Roma, separándose y enfrentándola, al tiempo que se atrevía a defenderse del otro imperio que la flanqueaba: el de los sasánidas.

Palmira había quedado a la deriva por la crisis del siglo III, en el marco de la cual fue derrotado y apresado el emperador Valeriano. Pero si su aventura de independencia entre los imperios romano y persa, esos pocos siglos de esplendor la colmaron de grandeza arquitectónica. Las ruinas de aquel esplendor constituyen hoy la mayor riqueza arqueológica de Siria. Esa riqueza histórica quedó en manos de la milicia que, como los talibanes afganos y paquistaníes, están dispuestos a destruir todo vestigio de cultura preislámica.

Al alcance de su instinto destructor quedó en “Decumanus”, la columnata que se extiende por casi un kilómetro y medio, y el imponente teatro romano. También el Templo de Bel, una deidad babilónica; el Tetrapylon y lo que queda del palacio que habitaron Septimio Odaenathus y la célebre Zenobia.

No todo es pasado glorioso en la ciudad por la que pasaban las caravanas de la ruta de la seda. También está la siniestra prisión donde se torturó y asesinó a decenas de miles de disidentes del dictador Hafez el Asad y después de su hijo Bashar, el actual dictador de lo que queda de Siria.

Por cierto, conquistar Tadmur, la capital de la provincia de Homs, implicó que la mitad del territorio sirio quedara en manos de ISIS y dejando por ende en riesgo la vida de sus cientos de miles de habitantes. Pero no es un hecho menor que también haya quedado en riesgo semejante patrimonio de la humanidad. El califato ya mostró que tiene el mismo instinto con que el talibán afgano devastó museos y ejecutó a los milenarios budas esculpidos en los acantilados de Bamiyán.

Cuando ocuparon Mosul, ISIS no tardó en asaltar el museo de la ciudad del norte iraquí. Es el segundo más importante del país y guarda de reliquias de la civilización asiria, que habitó la antigua Mesopotamia por más de un milenio, hasta extinguirse en el siglo VII antes de Cristo.

Las banderas negras del califato flamearon también en las ruinas de Nínive. Joyas arqueológicas de la antigua capital asiria sobre la que reinó el legendario Nimrod fueron atacadas con proyectiles antitanque y otras piezas de artillería. Los yihadistas se trepaban a los “colosos de Nínive”, como el gigantesco toro de la Puerta de Nergal, para golpearlos con picos y martillos.

En Mosul atacaron su biblioteca decimonónica y quemaron miles de valiosísimos ejemplares, además de dinamitar la Mezquita de Jonás, destruyendo también la tumba del profeta bíblico. Por suerte, algunas autoridades iraquíes tuvieron la lucidez de trasladar a Bagdad la mayoría de las piezas más valiosas del museo de Mosul. Lo que los milicianos destruyeron con saña y alevosía no eran más que réplicas de yeso. Pero la intención de destruir el legado de la historia quedó a la vista.

Paradójicamente, el afán de destruir el milenario patrimonio arqueológico no es lo más grave. Lo realmente grave es que ISIS está perpetrando un genocidio. Algún día, el mundo preguntará a los sauditas y demás países árabes si de verdad era más importante hacer la guerra a los chiítas de Yemen que frenar el genocidio humano y cultural del sunismo ultra-islamista. Algún día esos países, además de Turquía, tendrán que probar que nada tuvieron que ver con el inmenso poderío que logró acumular ese delirante Tercer Reich del desierto.

Resulta sencillamente inaceptable que se destine más esfuerzo militar a la milicia que pelea contra el régimen yemení y contra el brazo más poderoso de Al Qaeda, por el hecho de pertenecer a una tribu chiíta.

La inacción y el orden de prioridades de sus esfuerzos bélicos justifican sospechar que están permitiendo la perpetración de un genocidio contra chiítas y otras etnias no sunitas. Y que recién cuando esas comunidades hayan sido diezmadas y el régimen alawita de Siria haya desaparecido, se encargarán de que desaparezcan los milicianos que decapitan, crucifican y masacran, además de devastar las riquezas de la historia.

por Claudio Fantini

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