Friday 19 de April, 2024

OPINIóN | 14-06-2015 17:08

El Papa ante la tercera guerra mundial

Francisco recibió a Cristina en medio de la campaña electoral. Un Papa versátil.

No sabemos lo que pasó entre el Papa Francisco y Cristina en su tête-à -tête del domingo pasado. Según la señora, no hablaron del laberíntico proceso electoral que está desarrollándose en la Argentina sino de asuntos un tanto más importantes, ya que coincidieron en que “América latina se ha consolidado como una región de paz. El desafío es seguir manteniéndola así y preservarla de los peligros que la acechan”.

Con todo, sorprendería que su santidad no aludiera a la pobreza, un tema favorito del episcopado argentino que se ha acostumbrado a vapulear al gobierno de turno por no haberla eliminado. Sea como fuere, el día siguiente al encuentro con el ex “líder de la oposición”, la Presidenta aprovechó una reunión con la gente de la FAO, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, para responder a los obispos católicos que se aseveran indignados por la persistencia de la pobreza extrema, asegurándoles que, gracias a su “modelo” patentado, aquí hay relativamente menos pobres que en cualquier otro país del planeta, ya que ni siquiera Noruega puede ostentar un índice “inferior al cinco por ciento”. Para rematar, Cristina dio a entender que a menos que los gobiernos europeos adopten cuanto antes el modelo kirchnerista, los países que procuran administrar “explotarán por los aires”.

Es poco probable que Angela Merkel, David Cameron, François Hollande, Mariano Rajoy y los demás, entre ellos los escandinavos, presten demasiada atención a los consejos bien intencionados de la Presidenta. Como víctimas del horrendo virus neoliberal, todos creen que es una mala idea tratar de vivir por encima de los medios disponibles. Pero, claro está, en el mundo de Cristina la imaginación –la suya–, ha rendido obsoletas la viejas reglas no sólo económicas sino también matemáticas. Si el país se ha alejado del relato según el cual aquí apenas hay pobreza, indigencia, desnutrición y otros flagelos denunciados por el clero, dirigentes opositores y los infames medios monopólicos, tanto peor para el país; no cabe duda de que la Argentina del relato de Cristina es decididamente mejor que la de quienes lo critican.

De todas formas, aunque parecería que Francisco sigue tomando un vivo interés en las vicisitudes de su país natal, como sumo pontífice tiene que preocuparse por lo que está sucediendo en otras partes del mundo. Es un deber que le ha resultado muy oneroso. Producto de una cultura política un tanto excéntrica –en el exterior, escasean los admiradores del aporte peronista a la sabiduría universal–, le ha costado entender la magnitud de la amenaza planteada por la militancia islámica.

Aunque el Papa dista de ser el único líder mundial que mira con una mezcla de incredulidad y temor la proliferación de grupos yihadistas que están resueltos a devolver el mundo al siglo VII y que actúan en consecuencia, decapitando o crucificando a herejes, presunto apóstatas e infieles, matando a homosexuales, esclavizando a mujeres capturadas y destruyendo los vestigios de civilizaciones antiguas, se trata de un lujo que en principio no debería permitirse. Al fin y al cabo, es jefe de la mayor denominación cristiana, pero si bien habla con frecuencia creciente de una “tercera guerra mundial” que está en marcha, se resiste a hacer mucho más que rezar en público por la paz sin considerar la posibilidad de que, desde el punto de vista de los violentos, tal actitud pueda interpretarse como evidencia de debilidad. Combinada con las vacilaciones del presidente norteamericano Barack Obama y la manifiesta pusilanimidad de los europeos, el pacifismo papal les hace creer que el Occidente –lo que en otros tiempos se llamaba la Cristiandad– está por confesarse derrotado, razón por la que todos los días más jóvenes de mentalidad belicosa, la mayoría procedente de familias musulmanas, se suman a las huestes del Estado Islámico o ISIS.

Mal que le pese a Francisco, la Argentina no está ajena a la “tercera guerra mundial” que está librándose en docenas de países. Al romper filas con Estados Unidos y la Unión Europea para entonces acercarse a Irán por motivos de política interna vinculados con la negativa de los yanquis a colaborar con la estrategia económica kirchnerista, Cristina, al igual que su amigo chavista Nicolás Maduro, se las ha arreglado para encender luces de alarma en Washington, Londres y París. Puede que exageren quienes se dicen convencidos de que los kirchneristas quieren ayudar a los ayatolás que fantasean con una revolución islámica planetaria a penetrar América latina para que deje de ser lo que Francisco llama “una región de paz”, pero las sospechas en tal sentido distan de ser irracionales. Lo que, para algunos, no es más que una forma de subrayar la soberanía nacional, para otros es una amenaza estratégica que les convendría tomar muy en serio.

Como jefe absoluto de una iglesia de pretensiones universales, a Francisco le corresponde dar prioridad a los peligros gravísimos que enfrentan los católicos y otros cristianos que aún se quedan en países como Irak, Siria, el norte de Nigeria y Libia en que los yihadistas están llevando a cabo un programa de “limpieza religiosa”, o sea, de genocidio, que tal y como están las cosas parece destinado a ser exitoso. Huelga decir que preferiría no tener que preocuparse por algo tan feo. Lo mismo que tantos otros dignatarios eclesiásticos, quiere privilegiar “el diálogo” entre las distintas confesiones religiosas, predicar la paz y así por el estilo, pero la realidad terrorífica insiste en interrumpir sus charlas amables con personajes que le aseguran que el Estado Islámico no tiene nada que ver con el islam auténtico, que es un fenómeno aberrante atribuible a la pobreza y los atropellos del insaciable imperialismo occidental.

Ojalá fuera así, pero el Papa cometería un gran error si subestimara el poder de una idea, la del renacimiento del “califato” o, en el caso de los chiítas iraníes más fervorosos, del regreso del mahdí, que se vengaría de los más de dos siglos de humillación a manos de “cruzados” y sus aliados coyunturales “sionistas” que han sufrido los comprometidos con la única fe verdadera. Antes de desacreditarse, el nazismo, el fascismo y el comunismo, credo que, a pesar de todas las atrocidades que se han perpetrado en su nombre, aún no ha desaparecido por completo, asesinaron a más de cien millones de personas.

La propensión de la mayoría de los dirigentes políticos y referentes intelectuales de América del Norte y Europa a confiar en que la rebelión islamista contra la modernidad se agote pronto puede entenderse. Saben que sus propios países son mucho más ricos, más avanzados, más libres y, en términos militares, más poderosos que los del mundo musulmán. También son incomparablemente más atractivos, de ahí la marejada de inmigrantes sin papeles que día tras días se estrella contra las costas de Italia, las islas griegas y los enclaves españoles en el norte de África.

Así y todo, en el mundo desarrollado abundan jóvenes que buscan algo más en la vida que cierto bienestar material y un sinfín de artículos de consumo. Quieren participar de una gesta heroica. Entre los que dejan Francia, Inglaterra, Bélgica o Alemania para incorporarse al ejército del Estado Islámico hay muchos profesionales y estudiantes universitarios del tipo que, en otros tiempos, festejaba una declaración de guerra en defensa de la patria por suponer que lo liberaría de la aburrida rutina cotidiana. Para ellos, como para sus equivalentes de generaciones anteriores, la extrema brutalidad que es la característica más llamativa de los yihadistas sirve para confirmar su propia sinceridad.

A esta altura, Francisco tiene motivos de sobra para temer que su papado, por breve que resulte ser, se vea recordado no por sus propios esfuerzos a favor de la paz, la solidaridad social, el respeto por la vida y otras causas buenas sino por la muerte definitiva del cristianismo en las tierras en que nació. Aun cuando lograra inspirar la recristianización de Europa –lo que sí sería milagroso–, tal hazaña importaría poco en comparación con lo que se perdería si el Oriente Medio se vaciara de sus correligionarios y aquellos de sectas afines.

Nada en el pasado de Jorge Bergoglio lo preparó para afrontar los horrores de esta guerra “no convencional” que ya ha cobrado centenares de miles de vidas. Por difíciles que sean los problemas ocasionados por la involución al parecer irrefrenable de la Argentina, son anecdóticos al lado de los que afligen a centenares de millones de personas en otros países. Al ascender al trono de San Pedro, Francisco se proponía concentrarse en remediar las lacras sociales con las que se había familiarizado con la esperanza de recuperar así la influencia del Vaticano en los asuntos terrenales. Aunque su estilo campechano, a veces desinhibido, le ha merecido el aplauso de muchos que creen que, merced a sus esfuerzos, la Iglesia Católica está en vías de reconciliarse con el mundo moderno que antes había repudiado, no lo ha ayudado a proteger a los cristianos que en cualquier momento podrían verse masacrados por yihadistas o incluso por sus vecinos, ya que, como descubrieron los judíos en la Alemania de Hitler, el odio étnico o religioso puede ser terriblemente contagioso.

por James Neilson

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