Thursday 28 de March, 2024

OPINIóN | 05-07-2015 00:56

Perdidos en el laberinto griego

El escenario económico de Grecia frente a un default inminente y el impacto en el resto del mundo.

Según los enojadísimos tecnócratas bruselenses, a los griegos les ha llegado la hora de decidir si quieren ser europeos de verdad o si prefieren seguir siendo levantinos irresponsables como sus vecinos del mediterráneo oriental subdesarrollado. A su modo, coinciden el primer ministro Alexis Tsipras y su gurú económico Yanis Varoufakis de la “izquierda radical” gobernante, ya que, lo mismo que tantos políticos argentinos trece años atrás, han hecho de la negativa a pagar deudas a costa del bienestar del pueblo una causa patriótica. Es por este motivo que la gente de Syriza y sus socios de la ultraderecha nacionalista dicen confiar en ganar un plebiscito que convocaron con el propósito de ahorrarse la necesidad de asumir la plena responsabilidad por el eventual regreso del dracma. De acuerdo común, las víctimas principales de una ruptura serían los griegos más vulnerables, pero parecería que, para quienes la proponen, tal detalle carece de importancia.

Con todo, se trata de algo más que la voluntad de miembros de una clase política notoriamente inepta de endosar a otros la culpa de la crisis fenomenal en que se encuentra su país. A juicio de un gran conocedor de Grecia, el escritor Patrick Leigh Fermor que murió en 2011, y otros ensayistas, desde hace siglos dos tradiciones disputan la primacía. Una, la que de manera un tanto paradójica los griegos mismos califican de “romana”, privilegia la astucia, la rebeldía, el corto plazo y cierto desprecio por la ley, actitud esta que muchos atribuyen a medio milenio bajo el odiado yugo turco. Otra tradición, la “helena”, es más racional, más previsora y más europeísta.

Parecería que, por ahora, los partidarios de la “romiosyne” llevan las de ganar; a muchos griegos les gusta la idea de reaccionar frente a los “chantajistas” de la Unión Europea y sus amigos del Fondo Monetario Internacional con un “No” resonante, un “Oxi” parecido al pronunciado por el dictador Ioannis Metaxas en 1940 cuando rechazó con desdén el ultimátum insolente que le envió su homólogo italiano Benito Mussolini. ¿Y después? Nadie sabe. De no haber sido por la intervención de Alemania, la Grecia de aquel entonces hubiera derrotado a la Italia fascista, pero en la actualidad las cosas distan de ser tan sencillas. Hoy en día, las batallas se libran en el terreno socioeconómico en que los triunfos suelen ser a lo sumo parciales y a menudo sólo sirven para despejar el camino hacia una nueva crisis aún más confusa que la anterior.

El desastre griego más reciente es en buena medida fruto del euro. Al hacer de la moneda común el símbolo máximo del “proyecto europeo”, lo que de por sí fue denigrante por estar en juego muchísimo más que lo meramente económico, los ideólogos de la Unión Europea cometieron un error gravísimo. Por motivos de orgullo nacional, no sólo los griegos sino también los italianos, españoles, portugueses y otros adoptarían gozosamente una versión terriblemente rígida de la convertibilidad, comprometiéndose en efecto a acatar las inflexibles pautas alemanas. Para que funcionara una unión monetaria es necesario que haya un sistema de transferencias fiscales automáticos, pero puesto que los países más ricos, liderados por Alemania, son reacios a subsidiar a los más pobres de la periferia mediterránea, en la Eurozona todos tienen que valerse por sí mismos.

Por un rato, los griegos, italianos y españoles pudieron aprovechar su pertenencia a la misma zona monetaria que Alemania para conseguir créditos a tasas de interés bajas pero, huelga decirlo, los buenos tiempos pronto llegarían a su fin, dejándolos inermes frente a la siempre dura realidad económica. Para millones de personas, la prosperidad relativa que habían alcanzado antes de la hecatombe financiera de 2008 resultó ser insostenible. Sin entender muy bien por qué, cayeron en la pobreza. Si bien hasta ahora el impacto político de la depauperación masiva ha sido menos contundente de lo que era razonable prever, no cabe duda de que el edificio europeo, construido como está sobre arenosos cimientos económicos, cuando no financieros, se ha visto debilitado y corre peligro de derrumbarse.

La obsesión malsana por la moneda común de los “eurócratas” los han hecho pasar por alto no sólo las consecuencias sociales de sus esfuerzos por obligar a habitantes de los países que la usan a comportarse como teutones, sino también minimizar el significado geopolítico de lo que está sucediendo. Desde la Segunda Guerra Mundial, los miembros de lo que andando el tiempo sería la Unión Europea no han tenido que preocuparse por asuntos feos como la defensa porque los norteamericanos, por sus propios motivos, se encargaron de protegerlos contra los dispuestos a avasallarlos, pero puede que en adelante tengan que hacerlo ellos mismos.

No les sería fácil. Viven en un vecindario muy turbulento. De degenerar Grecia en un “Estado fallido”, se abriría una ruta hacia los Balcanes y el resto de Europa que tentaría a los vaya a saber cuántos refugiados políticos o económicos que están huyendo del horror sectario que se ha apoderado de buena parte del Oriente Medio y África del Norte, además de contingentes de yihadistas del Estado Islámico y sus muchos clones. También se vería irremediablemente deslustrada la imagen atractiva de Europa, el “poder blando” de que los comprometidos con “el proyecto” se enorgullecen tanto y que ha incidido mucho en las actitudes de los que, como los ucranianos, sueñan con ser ciudadanos de un país miembro. ¿Qué clase de “unión” sería Europa si ni siquiera le preocupa el destino de los suyos?

Aunque sus habitantes se las han ingeniado para acumular una deuda per cápita que es extraordinariamente pesada, Grecia es un país pequeño que aporta apenas el 1,8% a la economía de la Eurozona. En vista de los perjuicios sociales, económicos y “estratégicos” enormes que con toda seguridad significaría un “Grexit” permanente, lo lógico sería aprovechar lo que, al fin y al cabo, es una oportunidad para reformular la idea europea para que sea más compatible con la diversidad propia de un continente en que conviven docenas de pueblos distintos. Por cierto, es un tanto absurdo insistir, como hacen personajes como el luxemburgués Jean-Claude Juncker, el presidente de la Comisión Europea, en que salir de la Eurozona debería suponer la expulsión de la Unión Europea como tal, sacrificando así casi todo a un experimento económico predestinado a fracasar.

Para los enemigos jurados de “la austeridad”, “los ajustes” y otras presuntas manifestaciones de maldad “neoliberal”, han venido de perlas la implosión de la economía griega y los problemas levemente más soportables pero así y todo angustiantes que están enfrentando Italia, España y Portugal. Parecería que, en opinión de los más fogosos, tratar de reducir el gasto público es propio de imbéciles que toman en serio lo de las hipotéticas ventajas de la disciplina fiscal, de analfabetos que no entienden que, cuando la plata escasea, hay que poner en marcha la maquinita para cubrir los déficits, de tal modo asegurando que los consumidores consuman, las fábricas fabriquen y todos vivan felices. Sin embargo, en algunos países, los que por casualidad suelen ser los más prósperos, hasta los votantes de lo que aún queda de la clase obrera creen que en ocasiones cierto grado de austeridad es beneficioso y por lo tanto se oponen a lo que llaman despilfarro. Desgraciadamente para los griegos e italianos, los alemanes, acompañados por otros europeos de mentalidad igualmente adusta, se han habituado a rendir homenaje a la rectitud fiscal.

Es posible, tal vez probable que, de haber actuado de otro modo los sucesivos gobiernos griegos, su país hubiera logrado adaptarse de manera no traumática a las circunstancias imperantes en un mundo globalizado que propende a hacerse más exigente por momentos. Antes de adoptar el euro, debieron haber asegurado que la economía griega estuviera en condiciones de compartir una moneda con la locomotora teutona, pero, como tantos otros, se permitieron encandilar por la fantasía de una convergencia inevitable que les ahorraría la necesidad de emprender muchas reformas políticamente peligrosas.

Entre otras cosas, les hubiera sido forzoso convencer a sus compatriotas de que la evasión fiscal es antipopular, que burlarse de la ley o seguridad jurídica es propio de idiotas, que en una sociedad que envejece a un ritmo alarmante convendría modificar drásticamente el sistema jubilatorio, que hay demasiados empleados públicos que no sirven para nada y así, largamente, por el estilo. De más está decir que se negaron a considerar la posibilidad de llevar a cabo tales reformas “estructurales”. Antes bien, para que Grecia fuera aceptada en la Eurozona, optaron por falsificar a lo INDEC las estadísticas económicas nacionales, apostando a que, de un modo u otro, todo saldría bien. Consiguieron engañar a sus socios europeos, pero sólo a costa de provocar tanta indignación que, fuera de las filas de los contestatarios anticapitalistas más rabiosos, pocos sienten mucha simpatía por Tsipras, Varoufakis y compañía ya que, aparte de su forma casual de vestir, no les parecen tan diferentes de antecesores como el fundador de PASOK, Andreas Papandréu y otros prohombres del ruinoso y muy corrupto clientelismo populista griego.

por James Neilson

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