Tuesday 19 de March, 2024

OPINIóN | 30-08-2015 02:41

Se acercan tiempos muy duros

Los agitados mercados bursátiles presagian una etapa difícil para países mal gobernados.

Si bien todo político piensa en su destino personal, los hay que dan prioridad al bien común por entender que, además de ser su deber tratar de solucionar “los problemas de la gente”, lograr mejorar las condiciones de vida de los habitantes de su país les aseguraría un lugar honorable en la historia. Otros, entre ellos los comunistas, nazis e islamistas, se ponen al servicio de una ideología o credo sin preocuparse por las consecuencias concretas; como dice Fidel, lo único que importa es la defensa del socialismo. Pero también hay muchos políticos que subordinan absolutamente todo a sus propios intereses. Como los barones feudales de la Europa medieval, aprovechan el poder que les conceden los demás para enriquecerse y para castigar a sus enemigos personales. Tales sujetos colaboran para formar lo que, en su libro “Por qué fracasan las naciones”, los economistas Daron Acemoglu y James Robinson llaman una “elite extractiva”, una que se dedica a explotar a los vulnerables a quienes desprecian con toda su alma, razón por la que suelen desmantelar instituciones erigidas para proteger a los débiles contra los atropellos de los poderosos.

Desgraciadamente para la Argentina, aquí abundan los políticos de la tercera categoría, la de los saqueadores. Aunque muchos habrán iniciado su carrera como miembros de la clase política nacional con la esperanza de incorporarse a la minoría de benefactores, y algunos se habrán sentido atraídos por una ideología determinada, andando el tiempo abandonan las ilusiones juveniles para concentrarse en su propio bienestar, de ahí la conducta camaleónica de tantos prohombres que han sido sucesivamente amigos cautos del Proceso militar, demócratas fervorosos, menemistas y, últimamente, kirchneristas. Profesionales de la política, irán a cualquier extremo para continuar disfrutando de los privilegios a los que se han acostumbrado.

Pues bien: todo hace pensar que se acercan tiempos muy duros para países como la Argentina que están en manos de las nefastas “elites extractivas”. Las tormentas que están agitando los mercados bursátiles del mundo presagian una etapa que sólo los países mejor gobernados resultarán capaces de transitar sin sufrir una debacle tras otra. En esta oportunidad, el epicentro de la crisis no está en Estados Unidos sino en China, el país dueño de una economía subdesarrollada que, por razones demográficas, es de dimensiones equiparables con las de su rival norteamericano. La dictadura nominalmente comunista de Pekín sabe que, luego de un cuarto de siglo, la era del crecimiento anual de dos dígitos está llegando a su fin. Por ser las estadísticas oficiales chinas tan dudosas como las confeccionadas por el INDEC, no es nada fácil saber si la hasta hace poco muy dinámica economía de su país aún sigue expandiéndose al siete por ciento anual reivindicado por los voceros gubernamentales o si, como muchos sospechan, está por entrar en un período de estancamiento que podría prolongarse. No sería la primera vez que ocurriera algo así: luego de décadas de crecimiento vertiginoso, en 1991 la economía japonesa se frenó de golpe y, a pesar de todos los intentos de estimularla, sería a partir de entonces una de las más letárgicas de todas.

Sea como fuere, la impresión de que los líderes chinos se sienten desconcertados por la negativa de los mercados a obedecer sus órdenes como corresponde está sembrando malestar no sólo en su propio país donde la legitimidad del régimen se basa en sus supuestas dotes gerenciales, sino también en el resto del planeta. Puede que exageren quienes hablan del peligro de una repetición de lo que sucedió cuando se hundieron algunos bancos de inversión norteamericanos y europeos, llevando consigo una parte sustancial de los ahorros de millones de personas, pero no hay ninguna garantía de que sólo sea cuestión de una corrección rutinaria.

Los optimistas señalan que “el mundo” está mejor preparado para enfrentar la ralentización abrupta de una locomotora económica clave de lo que estaba en 2008, cuando el estallido de una burbuja inmobiliaria gigantesca desató una pavorosa conflagración financiera en Estados Unidos y Europa. Puede que estén en lo cierto quienes prevén que los países más avanzados que aplicaron a tiempo programas de austeridad logren adaptarse con rapidez a las nuevas circunstancias, pero nadie cree que los “emergentes”, que se negaron a hacerlo por motivos políticos, estén en condiciones de emularlos. Por el contrario, las perspectivas ante los socios estratégicos más importantes de la Argentina son sombrías. Brasil parece estar a punto de caer en la peor recesión de los años últimos, Venezuela está en vías de suicidarse y a Rusia le aguarda lo que bien podría resultar ser una depresión. Mientras tanto, China, que se ha puesto a devaluar el yuan “por la última vez”, tratará de exportar más e importar menos, lo que será una pésima noticia para aquellos países de industrias poco competitivas que dependen de la venta de materias primas y productos agrícolas.

El precio del petróleo ya se ha derrumbado y en opinión de algunos podría estabilizarse por debajo de los 20 dólares el barril; para la atribulada Venezuela chavista, se trataría de una sentencia de muerte puesto que, para funcionar, el socialismo del siglo XXI precisa que supere los 100 dólares. También ha caído mucho el precio internacional de la soja a causa de la mayor producción estadounidense y la pérdida de apetito de las aves chinas. Para agravar todavía más la situación frente a los “emergentes”, los inversionistas están retirando su dinero de países a su entender demasiado riesgosos para llevarlo a lugares más seguros como Estados Unidos y el norte de Europa.

El kirchnerismo fue engendrado por “el viento de cola” que cobraba fuerza cuando Néstor se instalaba en la Casa Rosada y que ha dejado de soplar meses antes del día en que Cristina se verá constreñida a entregar las llaves a su sucesor. Desde el punto de vista de la elite extractiva kirchnerista, el que los años insólitamente gordos hayan coincidido con precisión matemática con la gestión del matrimonio patagónico será evidencia de que el “proyecto” siempre ha contado con el favor divino. Desde aquel de sus adversarios y, lo entienda o no, para la mayoría abrumadora de los habitantes del país, en cambio, es una tragedia sin atenuantes. En el transcurso de la década que ganaron, los kirchneristas despilfarraron una oportunidad a buen seguro irrepetible para preparar a la Argentina para enfrentar los desafíos que le plantearán los años flacos que le esperan y, lo que es peor aún, no sólo la privaron de reservas financieras sino que también subieron el gasto público hasta un nivel insostenible para que el gobierno próximo no tenga más alternativa que la de hacer un ajuste aún más salvaje que los que han depauperado a muchísimos griegos.

Los malpensados dicen creer que Cristina y sus incondicionales se han propuesto dar a su sucesor, fuera Daniel Scioli, Mauricio Macri o Sergio Massa, una bomba de tiempo programada para estallar un par de semanas después del 10 de diciembre, brindándoles así la posibilidad de poner en marcha un operativo retorno. Sospechan que han hecho suyo el lema leninista de “cuanto peor, mejor”. Es posible, pero también lo es que el desaguisado fenomenal que han creado se haya debido a nada más siniestro que la torpeza que es típica de “militantes” en un país que se ha privado de una administración pública profesional y en que pocos toman en serio la ley. Para las elites extractivas, el Estado es sólo una fuente de botín; lo demás no les interesa. Quieren que el Estado desempeñe un papel rector en la economía nacional porque les sirve como una aspiradora que los ayuda a apropiarse de los recursos disponibles. Además de aumentar los impuestos hasta niveles escandinavos, se las han arreglado para que los beneficiados por contratos para obras públicas devuelvan a sus socios en el Gobierno cierta proporción de la plata aportada por los contribuyentes.

Según Transparencia Internacional, la Argentina es tan corrupta como las cleptocracias –la palabra quiere decir “gobierno de los ladrones”– más notorias de África y el Oriente Medio. No se trata de un detalle menor. Los costos de la corrupción distan de limitarse a los supuestos por la transferencia de dinero desde los bolsillos de los ciudadanos honestos hasta las bóvedas o lo que fuera de políticos venales. La codicia, combinada con la necesidad de mantener a raya a quienes no creen en lo de “roban pero hacen”, siempre termina incidiendo en todas las decisiones gubernamentales. De no temer los kirchneristas lo que podría sucederles sin Cristina en el poder, estarían tomando medidas destinadas a ayudar al próximo gobierno, el que, al fin y al cabo, podría ser formalmente una continuación del actual, pero parecen resueltos a dinamitarlo lo antes posible. Asimismo, las peleas con la Justicia y los medios serían incomprensibles si no fuera por la conciencia de que los kirchneristas más destacados, empezando con Cristina, necesitan aferrarse a una cuota sustancial de poder político porque, desprovistos del blindaje que les significaría, correrían peligro de verse en apuros gravísimos.

por James Neilson

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