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CULTURA | 15-09-2015 17:08

Patrias y generaciones

El nuevo libro de Elvio Gandolfo reúne algunos de sus mejores textos. Aquí dos artículos sobre los escritores y su fama.

Hay decenas de definiciones de la patria. Si no me equivoco fue Saer quien dijo que la patria era la lengua. Algún pollerudo, no recuerdo quién, afirmó que patria era la madre. Seguramente la entrada “patria” de esos diccionarios temáticos que se usaban en las antiguas redacciones estará cargada de citas prestigiosas.

En el quinto volumen de las obras completas de Horacio Quiroga, titulado “Diario y correspondencia”, Quiroga plantea su propia definición. Lo hace en su diario de viaje a París, en 1900. Hay que tener en cuenta el contexto: está en la Ciudad Luz sin un peso, una situación que se repetiría en su vida posterior y mucho más trágica. Ha ido a correr en bicicleta y a esa altura se da cuenta de que no puede ir ni a las carreras ciclísticas.

A eso de las nueve de la noche del sábado 9 de junio comienza con una confesión: “París será muy divertido pero yo me aburro”. Después recuerda una frase de “un poeta griego de la decadencia”: “La patria está donde se vive bien”. Le parece un gran pensamiento: “¿Por qué he de decir yo que no hay como París, si no me divierto? Quédense en buena hora con él los que gozan; pero yo no tengo ninguna razón para eso, y estoy en lo verdadero diciendo que Montevideo es mejor que París, porque allí lo paso bien; que el Salto es mejor que París, porque allí me divierto más. (...) El lugar que nos ha visto felices y contentos es el mejor de todos. En París se divierten los demás; yo, en Salto. ¿Diré, por lo tanto, que esto es mejor que aquello? Sería una estupidez”.

Aunque nació en Salto, y desarrolló un breve período de su obra en Montevideo, Quiroga, hijo de un vicecónsul argentino y una uruguaya, terminó siendo, como dice él mismo en una carta tardía, “un perfecto rioplatense”. A Borges, otro iconoclasta, la fama de Quiroga lo ponía muy mal. Su nombre aparece una y otra vez en ese libro incomodísimo de manejar, de inexplicable edición en un solo tomo, que es “Borges”, las maniáticas anotaciones de su amigo Bioy cada vez que cenaban en casa de este último.

En una entrada, Borges lo considera el peor escritor del mundo. En otras, insiste una y otra vez en que Güiraldes era mejor escritor, cosa a la que Bioy accede con cierta reticencia. Luego está muy dispuesto a reconocer que Arlt es mucho mejor que Quiroga, aunque no lo aprecie demasiado tampoco. Las ideas se repiten, en las distintas entradas, con variaciones. Algo que los irrita (sobre todo a Borges) es que se ven venir una posteridad en la que escritores que les desagradan (Quiroga y Arlt, por ejemplo) serán famosos. Bioy llega a elaborar “un ranking de autores muertos, según la vitalidad póstuma” que le lee a Borges: “Hernández, Quiroga, Arlt, Sarmiento, Florencio Sánchez”.

En un momento Murena (a quien desprecian bastante) menciona a Quiroga como importante y se nota que lo miran, como si acabara de enterrarse ante sus ojos. Lo peor es una nota de Martínez Estrada publicada en Chile, sobre literatura argentina, donde sólo salva a Quiroga. Bioy se pregunta “qué les ha dado a los jóvenes talentosos por descubrir a Quiroga y a Arlt”. Para peor, agrega, “con la mayor independencia de criterio”. La entrada es de 1969. Alguien debería haberles avisado a los dos que así son los jóvenes: irritantes para los veteranos.

Pensar, clasificar. Aunque el francés Georges Perec usó los verbos “pensar”, y “clasificar” como dos bisagras para articular con un título algunos de sus mejores ensayos, la hipertrofia hoy del segundo verbo sobre la difícil supervivencia del primero ha terminado por contraponerlos. Cuanto más se clasifica, menos se piensa, podría decirse. Un verbo hace listas, simplifica de más, el otro establece relaciones, despliega con cierto ritmo complejo.

La manía clasificatoria ha hecho que hojear los medios de información cultural de un año en diciembre haga tomar conciencia de hasta qué punto se exagera la nota. Según “Los inrockuptibles”, “Radar”, o la más reciente “Ñ”, en un año se han producido montones de hechos memorables, y, más aún, decenas de supuestos genios (del año, la década o “su generación”) entran en el limitado espacio de 365 días. Abundan además las listas tipo “7 actitudes que pueden convertirte en una espanta-hombres” o “5 posiciones maxi-placer” (cortesía de “Cosmopolitan”).

Un escritor joven (Martín Kohan) junto con otros dos (Sergio Olguín y Florencia Abate) constituirían un trío de tres que “entró en el mercado”, según “Ñ”. Linda forma de clasificar exagerando (porque quien oye mercado cree que se habla de ventas masivas), de matarlos bajo el peso de una responsabilidad promocional antes de que lleguen a tiradas por lo menos interesantes. Dicho Martín Kohan anuncia que el público argentino tiene una culpa pesada: no apreciar a fondo a Sergio Chejfec, el mejor escritor de su generación.

La inflación puede percibirse hasta el vértigo en las notas periodísticas de Rodrigo Fresán, y hace que paradójicamente cuando en la contratapa de la novela de Juan José Becerra “Miles de años” se habla apenas de “un escritor notable [no el más importante, o crucial] de su generación” uno tienda a compadecerlo.

El pensamiento es reemplazado por símiles de polémica que se apagan antes de empezar. David Viñas anuncia en tapa que Walsh es mejor que Borges, o Aira que lo mejor de Cortázar es peor que lo menos bueno del Tótem Máximo. Si uno pasa a la nota en sí (las dos de “Ñ”, “again”) no hay mucho más que ese titular con gancho: al periodista le importa un pepino repreguntar para que Viñas explique, por ejemplo.

El otro “wing” son las entrevistas rápidas o los recortes apresurados de pensadores europeos de toda especialidad teórica imaginable: Derrida, Badiou, Deleuze, y siguen firmas. Ese “salad-bar” apresurado hace que todos terminen sonando a Umberto Eco.

Clasificar en exceso (y sus listas), derivan en un funcionamiento binario, puramente informático del cerebro. Comparativamente un mero texto crítico de cierta extensión (alguna de las notas de cine de Marcelo Figueras en “La Mano”, o de Alan Pauls cuando escribe largo en “Radar Libros”, por ejemplo), traen un refresco como de pastilla de mentol al espíritu sobrecalentado por clasificaciones, listas de mejores o peores autores, músicos o posiciones sexuales. Es algo que se parece al pensamiento, pero todavía no lo es exactamente. Es posible que el pensamiento esté refugiado en algún libro. Pero cuesta encontrarlo. Parafraseando a Juan José Millás, puede decirse que las listas o clasificaciones “desescriben”, van borrando el disco duro del propio pensamiento del que lee.

Mientras el pensamiento prepara su probable regreso, lo que queda son las notas o artículos o hasta libros donde imperan o juegan el humor y la inteligencia.

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