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MUNDO | 16-09-2015 00:05

Victor Orban, el nuevo monje negro

El primer ministro húngaro es el guardián de las puertas de Europa. La nueva cortina de hierro. Violencia y xenofobia.

Viktor Orban es, sin duda, el líder político más despreciado de Europa en este momento. A los 52 años –después de una década en el poder, en dos períodos alternados–, el primer ministro húngaro actúa como si fuera el perro guardián encargado de defender las puertas del Viejo Continente. Incluso está orgulloso de concentrar el desprecio de quienes le reprochan el comportamiento –cruel, arbitrario y humillante– que mantiene con los migrantes que huyen de los conflictos de Oriente Medio y que sólo aspiran a atravesar el país para llegar a Alemania o a los países nórdicos, que los esperan con los brazos abiertos.

Uno de los países que más sufrió la represión comunista decidió erigir una doble barrera de alambres de púas de 175 km de longitud a lo largo de la frontera con Serbia. El episodio no es insignificante, pues se trata de la primera valla de separación erigida en Europa después de la caída del Muro de Berlín y que –con cierta lógica– fue bautizada como la “nueva cortina de hierro”.

La semana pasada, además, el Parlamento reforzó la legislación contra la inmigración. Las nuevas disposiciones autorizan al ejército a desplegarse en la frontera y prevé duras penas de prisión para los pasadores y traficantes. El cruce ilegal de la frontera será pasible de una pena máxima de tres años de prisión y dañar las alambradas será considerado como un delito.

Con ese nuevo arsenal jurídico, inspirado de las leyes comunistas, el gobierno pretende aliviar la presión migratoria que registra desde hace meses. En total, más de 160.000 refugiados entraron al país a través de la frontera serbia desde principios de julio, pero ninguno quiere quedarse en ese país que los desprecia, los maltrata, los humilla, los margina y los agrede.

Bloqueo. Durante varios días de la semana pasada, las autoridades paralizaron los trenes con destino a Alemania que debían tomar los candidatos al refugio y bloqueó a unos 10.000 migrantes en la estación Keleti, de Budapest, en condiciones casi inhumanas. Ese comportamiento estaba destinado a mostrar que Hungría no iba a acordar el menor derecho de asilo a esos desvalidos que huían de las matanzas, los bombardeos, las violaciones, la intolerancia religiosa y las decapitaciones.

La razón es que esos refugiados, “mayoritariamente musulmanes”, constituyen una “amenaza para la identidad cristiana de Europa”, según terminó por confesar el 3 de septiembre al diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung.

Sus declaraciones resultaron casi moderadas en comparación con el lenguaje racista y xenófobo utilizado por algunos dirigentes del gobierno.

“No queremos que nuestros hijos vivan en un califato”, declaró Antal Rogan, jefe del Fidesz, el partido de Viktor Orban. Esa frase aludió a la convicción de que, entre los migrantes, hay numerosos “islamistas infiltrados” enviados por la organización yihadista Estado Islámico –también conocida como Daesh o ISIS– para sembrar el terror en Europa.

El polemista Zsolt Bayer, que refleja habitualmente la posición del gobierno, a su vez, trató a los refugiados de “salvajes” y “animales” que ponen en peligro la “raza europea, blanca y cristiana”, y exigió que Europa sea “liberada de este horror”, incluso “empleando armas si es necesario”.

La ponzoña que destila el régimen de Orban contagió inclusive a una parte de la jerarquía católica del país, que se sumó a la cruzada. “No es una crisis humanitaria. No son refugiados. ¡Es una invasión!”, proclamó monseñor Laszlo Kiss-Rigó, obispo de Szeged, en respuesta a la propuesta del Papa de que cada parroquia católica de Europa reciba a una familia de migrantes.

Pocos días antes, la policía –que había actuado severamente contra los refugiados en la estación Keleti– mantuvo una actitud complaciente cuando grupos de ultraderecha atacaron a los refugiados que esperaban en las inmediaciones de la terminal ferroviaria el momento de continuar viaje hacia Alemania. Dos migrantes debieron ser hospitalizados.

Sin preocuparse por las críticas que llovían desde toda Europa, Orban también se declaró en rebelión, en este caso contra las orientaciones de Bruselas, y en su cruzada contra los refugiados sublevó a otros tres países de la región, miembros de la Unión Europea (UE) desde 2004: Polonia, la República Checa y Eslovaquia anunciaron que –a despecho de las cuotas atribuidas por la UE– sólo aceptarán 200 refugiados cada uno y “a condición de que sean cristianos”.

Esa “invasión musulmana” es el mejor pretexto que podía encontrar para galvanizar a una opinión pública que en 2014 le acordó la mayoría en el Parlamento, pero que ahora comienza a mirar con inquietud su comportamiento totalitario y sus experiencias poco ortodoxas en materia económica.

Críticas. Sus adversarios lo comparan a veces con el ex presidente venezolano Hugo Chávez por su antiliberalismo, otras con el líder ruso Vladimir Putin por su autoritarismo e incluso con el ex dictador rumano Nicolae Ceaucescu por el culto a la personalidad.

Con un poco más de humor, el escritor György Konrad lo describe como “la mezcla de un Putin menos violento y un Berlusconi menos capitalista”. En realidad, Orban es un estatista –mezcla de Ronald Reagan y Charles de Gaulle, según el economista Zoltan Pogatsa– que “quiere dirigir sólo la política, la economía, el Banco Central, la justicia, la cultura, la prensa y hasta la salud de sus ciudadanos.

Francamente hostil al FMI, se negó a aplicar el régimen de austeridad recetado por los hombres de negro, pero nunca cuestionó el reembolso de la deuda.

La niña mimada de Orban es la clase media, que lo llevó al poder en 1998 al frente del partido Fidezs (Alianza de Jóvenes Demócratas). En ese momento, tenía 35 años y una militancia política que comenzó en 1989 en las manifestaciones que terminaron por provocar la caída del régimen pro soviético en su país.

Su partido, que nació anticomunista liberal y luego se proclamó social-liberal, es ahora francamente conservador y ultranacionalista.

Autoritarismo. Después de un primer gobierno entre 1998 y 2002, Orbán regresó al poder en mayo de 2010. Desde entonces dirige su país con mano de hierro. Con total desprecio por la oposición y las prácticas democráticas, desarrolla una política que consiste en someter, uno tras otro, a todos los contrapoderes, desde el Parlamento a la Corte de Justicia y –naturalmente– los medios de comunicación.

Su ideología es más parecida a la de Marine Le Pen que a la de Angela Merkel. Pese a todo, la UE lo tolera sin aplicar el mismo aislamiento que le impuso a Austria cuando una coalición de ultraderecha, integrada por el Partido Austriaco de la Libertad (FPÖ) y los conservadores del ÖVP, llegó al poder en 1999.

Crítico acerbo de la democracia liberal, sus modelos favoritos son los gobernantes conservadores, pero sobre todo nacionalistas, autoritarios y en malas relaciones con la UE, como Vladimir Putin o el turco Recep Tayyip Erdogan.

Su romance con la clase media –cada vez más frágil– oculta la situación de las clases con menos recursos. En sus 10 años de gobierno, Orban demostró que siempre necesita un enemigo para mantener unida a su opinión pública.

Enemigos íntimos. La lista de sus enemigos directos y de las fuerzas oscuras que quieren destruir a su país forman un arco interminable que va desde los lobbies que operan en Bruselas hasta el Partido Socialista húngaro, pasando por las grandes multinacionales, los bancos, las empresas de energía y el Fondo Monetario Internacional (FMI) y los “enemigos del exterior”.

“El país está prácticamente sitiado”, repiten los funcionarios y miembros de su partido que testimonian en Guerra contra la nación. Ese documental de propaganda se difunde periódicamente, con cualquier pretexto, por la cadena nacional Duna Televízió.

Desde que Orban llegó al gobierno por segunda vez, en 2010, el país vive alterado por frecuentes episodios de taquicardia política provocados por diferentes teorías conspirativas lanzadas por el gobierno. En 2012, por ejemplo, el país resultó sobresaltado por rumores sobre un complot para desestabilizar al régimen. Esa tesis fue expuesta en el libro ¿Quién ataca a Hungría y por qué? Para apoyar la idea de la agresión, la portada mostraba aviones de caza sobrevolando la cuenca de los Cárpatos, refugio histórico del pueblo magyar.

Los autores de la desestabilización sostenían que la conspiración había sido urdida por diplomáticos, políticos e intelectuales de la izquierda liberal de Hungría con la complicidad de Estados Unidos y del FMI.

Pero el enemigo supremo de Orban es el millonario y filántropo norteamericano George Soros. Judío de origen húngaro, es el blanco predilecto de la prensa gubernamental. A fines de los 80, su fundación de la Sociedad Abierta Soros había contribuido a financiar la actividad de Fidezs, el partido de Orban.

Los refugiados son ahora el enemigo de turno. La escalada contra la “invasión musulmana” le permite resistir la creciente competencia del partido de ultraderecha Jobbik, tan radical en su extremismo que hasta el Frente Nacional (FN) francés y el FPÖ austriaco lo consideran como “infrecuentable”. Jobbik sería actualmente el segundo partido del país con 18% de intenciones de voto, según una encuesta del instituto Ipsos, mientras que la alianza dirigida por Fidesz apenas totaliza el 21%.

La amenaza que representa Jobbik permite comprender el actual desenfreno de xenofobia y racismo lanzado por el heraldo de la política contra la inmigración en Europa. Pero ese juego peligroso, que ya fue experimentado por otros dirigentes a lo largo de la historia, suele terminar en saturnales de violencia, sangre e inmolaciones.

por Christian Riavale

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