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MUNDO | 19-09-2015 00:03

Los socios del silencio

La región quedó callada frente a la desmesurada sentencia contra Leopoldo López. Las deudas de la centro-izquierda y de la Iglesia.

Cuando hubo quienes no quisieron ver lo que ocurría, ustedes tejieron una trama de solidaridad sin la cual el dolor habría sido mayor y las heridas hubieran tardado mucho más en sanar”, dijo Michelle Bachelet en el acto sobre “Asilo y Refugio” (1973- 1990) a los representantes de la comunidad internacional que habían asilado en sus países a perseguidos de la dictadura de Pinochet.

Se lo recordó a la presidenta chilena en una extensa carta abierta, el disidente venezolano Diego Arria. Le recordó también que, en 1975, siendo gobernador de Caracas, viajó a Santiago porque la familia de su amigo Orlando Letelier le había pedido, desesperada, que hiciera algo para que el régimen sacara de prisión a quien había sido el canciller de Salvador Allende.

Con la aprobación del entonces presidente venezolano, Carlos Andrés Pérez, Arria fue a Chile, pidió una audiencia con el dictador y logró volver a Caracas con Letelier y su familia.

Aquella Venezuela era una isla democrática en un mar de dictaduras militares pero, aún así, hacía solitarios esfuerzos diplomáticos para liberar presos políticos en todos los rincones del continente y daba asilo a quienes eran perseguidos en sus propios países.

Con la autoridad moral de aquella diplomacia humanitaria, el economista que supo presidir el Banco Interamericano de Desarrollo y el Consejo de Seguridad de la ONU, reclamó a la presidenta chilena que actúe con Leopoldo López y los demás presos políticos del chavismo, como él y Carlos Andrés Pérez habían actuado con Letelier y tantos otros encarcelados y perseguidos por las dictaduras de América Latina.

Pidió, en definitiva, que Bachelet sea coherente con lo que ella misma dijo en el acto sobre Asilo y Refugio, rescatando la solidaridad de los gobiernos que socorren a los perseguidos y los encarcelados por razones políticas.

El mensaje no era sólo a la jefa del Palacio de la Moneda. Al fin de cuentas, ella es la única gobernante de centro-izquierda que, al menos, balbuceó críticas a lo que sucede en Venezuela. Además, junto a los gobiernos de Uruguay y El Salvador, la administración que preside Bachelet votó a favor del reclamo colombiano en la OEA, contrariando el voto favorable a Maduro que hicieron los países del eje chavista (Bolivia, Ecuador y Nicaragua) más los pequeños Estados caribeños que gozan los beneficios de Petrocaribe, y también la abstención con que Argentina, Brasil y Panamá permitieron imponerse al gobierno venezolano sobre Colombia.

Con esos números en la mano, el sucesor de Hugo Chávez se envalentonó, sabiendo que la región que no socorrió a los colombianos deportados, tampoco socorrería a Leopoldo López de una condena injusta.

Y así fue. El silencio regional fue atronador frente a los casi 14 años de prisión que impuso a López una jueza que colecciona fotografías en las que ríe embobada junto a Nicolás Maduro.

No es poco que los gobiernos centroizquierdistas de Uruguay y Chile, junto al presidente salvadoreño por el FMLN, Salvador Sánchez Cerén, que fue un comandante guerrillero, hayan votado en la OEA teniendo en cuenta a los deportados, en lugar de tener en cuenta el petróleo venezolano y las difamaciones con que se defiende el aparato de propaganda chavista.

Pero que ningún presidente latinoamericano haya reclamado garantías de un juicio justo y que ninguno pida al gobierno chavista una amnistía para los dirigentes encarcelados, pone en duda el apego a los derechos humanos de unos y el coraje político de otros.

La detención de Antonio Ledezma, apresado en un operativo comando de los servicios de inteligencia, que entró a la alcaldía de Caracas como si entrara a la guarida de Bin Laden, ameritaba un pedido de explicación que jamás llegó a Caracas.

Esa impunidad, sumada a la deportación de colombianos pobres, fue el cheque en blanco que Latinoamérica entregó a Nicolás Maduro para que haga envejecer a Leopoldo López en la prisión militar de Ramo Verde.

Sólo Felipe González y un puñado de ex mandatarios latinoamericanos, además de organizaciones de Derechos Humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, intentan presionar por los prisioneros. Lo demás es un silencio atronador.

Un silencio que alcanza al Papa y que, en algún momento, Bergoglio deberá explicar. En el caso de Cuba, donde realiza su primera visita, al silencio lo inauguró Juan Pablo II cuando pactó con Fidel Castro los términos de su histórico viaje a la isla en 1998. El viejo comandante se aseguró que Karol Wojtila no hiciera en Cuba lo que había hecho en Polonia (iniciar el sismo que terminó derribando el régimen comunista del general Jaruzelsky), a cambio de conceder más libertad de culto y más influencia, en particular, a la iglesia católica.

Ratzinger se atrevió, en su visita del año 2012, a ir un paso más allá que su antecesor, cuando pidió a los cubanos que “con las armas de la paz, el perdón y la comprensión, luchen para construir una sociedad abierta y renovada”.

Falta ver qué dice Francisco en la mayor de las Antillas. Sobre Leopoldo López y los colombianos deportados de Venezuela, hasta ahora, lo que hizo fue guardar silencio.

La carta de Diego Arria a Bachelet le recordó a Chile el nombre de Carlos Andrés Pérez, quien más allá de su error al implementar el Plan Brady y las nefastas consecuencias sociales y políticas que tuvo, refugió a los perseguidos de las dictaduras y, posiblemente, fue junto a James Carter quien impidió la guerra entre Argentina y Chile, al avisar al Vaticano el peligro inminente de un choque armado entre ambas dictaduras.

Habría sido la embajada venezolana en Buenos Aires la que detectó el desplazamiento de tropas iniciado por Videla. Pérez lo comentó a Carter y, como ninguno de los dos tenía buena relación con los regímenes argentino y chileno, llevaron el asunto a Juan Pablo II, logrando la mediación del cardenal Zamoré que evitó la guerra.

De tal modo, también Argentina tendría que escuchar a los diplomáticos de aquel gobierno venezolano que, en la región, fue el único en defender los derechos humanos.

Orlando Letelier no se quedó en Venezuela. Se instaló en Washington, donde, en 1976, el agente de la DINA (aparato de inteligencia de Pinochet) Michael Townley, lo hizo volar en pedazos con una bomba colocada en el chasis de su auto.

El cuerpo del ex canciller chileno fue velado en el palacio municipal de Caracas, donde recibió honores de jefe de Estado. Quien organizó aquella despedida, repudiada por una región plagada de regímenes militares, fue el mismo que lo había rescatado de una cárcel de Pinochet. Y también el mismo que ahora le pregunta a la región por qué deja solo a los presos políticos del país que refugiaba a los perseguidos por las dictaduras.

por Claudio Fantini

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